Maximina. Armando Palacio Valdes
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Y en esta disposición aciaga de espíritu, nuestro cadete se puso á redactar el borrador de la carta que pensaba dirigir al profesor de Álgebra: «Muy señor mío: Si tiene usted alguna delicadeza (lo cual me permito dudar), comprenderá usted que, después de la grosera burla que usted ha tratado de hacerme ayer prevaliéndose del sitio que ocupaba, es de absoluta necesidad que uno de los dos desaparezca de la tierra. Para el efecto, se entenderá usted con mis amigos los señores (aquí dos blancos para los nombres, pues aún no había decidido cuáles habían de ser). Queda siempre á sus órdenes, etc.»
Después de leída tres ó cuatro veces esta carta, le pareció poco enérgica. La rompió, y acto continuo escribió esta otra: «Caballero: Es usted un miserable. Si esta ofensa no le basta para mandarme sus padrinos, tendrá el gusto de ir á escupirle en el rostro su seguro servidor, Q. B. S. M., Jacobo Utrilla».
Satisfecho plenamente del fondo y de la forma de la anterior misiva, el heroico mancebo la puso en limpio con particular esmero, la cerró con lacre bajo un sobre y la guardó en el cajón de la mesa hasta el día siguiente en que pensaba mandarla á su destino. Ya se llegaba la noche, y se metió en la cama sin querer tomar alimento alguno. El sueño tardó en visitarle. El ángel de la desolación batía las alas sobre su frente, inspirándole proyectos de exterminio á cual más horrendos. ¡Y sin embargo, á aquella misma hora el profesor de Álgebra dormía acaso tranquilamente sin sospechar siquiera la desventura que se cernía sobre su cabeza! Al ocurrírsele tal pensamiento, Utrilla no pudo menos de sonreir entre las sábanas de un modo siniestro. Al fin Morfeo logró apoderarse de él, mas no para darle un sueño dulce y reparador. Mil ensueños funestos le agitaron toda la noche. Desde la una hasta las seis de la madrugada se batió con un enemigo por todos los procedimientos conocidos hasta el día, y por algunos también de su exclusiva invención. Ahora se veía al frente del odioso profesor con un florete en la mano. Aquél le había herido en la mano derecha, pero incontinenti, Utrilla había exclamado:—¡Vamos con la izquierda! dejando á los testigos admirados de su sangre fría. Y con la mano izquierda, ¡zas! á los pocos golpes le hundía la espada hasta el pomo en el vientre. Ahora se hallaban ambos con una pistola en la mano. Los testigos dan la señal de avanzar. El profesor dispara y su bala le roza la mejilla; pero él avanza, avanza siempre. Entonces el profesor, próximo á morir, se deja caer de rodillas y le pide la vida. Él se la concede disparando al aire, no sin decir antes con desprecio:—¡Y que este hombre haya insultado á Jacobo Utrilla!
La Áurora divina, la del velo azafranado escalaba ya las alturas del Guadarrama cuando el mancebo despertó en la misma fatídica disposición de ánimo. ¡Triste día, aquel que comenzaba, para una familia inocente (el profesor de Álgebra tenía seis hijos) si Júpiter no se hubiera apresurado á enviar á la cabecera del héroe á su hija Minerva en figura de ama de gobierno!
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