La alegría del capitán Ribot. Armando Palacio Valdes
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Читать онлайн книгу La alegría del capitán Ribot - Armando Palacio Valdes страница 5
Vino al fin la peluca en secreto al hotel; la probó D.ª Amparo con el mayor sigilo; hallóla imperfecta; volvió a manos del artífice; se le dieron algunos toques sin que el público ni las autoridades se enterasen; y después de varios ensayos igualmente reservados surgió la buena señora, fresca y juvenil, como si jamás mis manos pecadoras hubiesen atentado a sus gracias. Porque a pesar de todo, esto es, a pesar de la peluca, de los años y la obesidad, D.ª Amparo no las había perdido por completo.
Me invitaron a dar un paseo con ellas en coche por los alrededores de la villa. Cualquiera puede imaginarse el gusto con que acepté. Cuando ya estuvimos en el campo nos apeamos y gozamos una hora de aquella risueña y espléndida naturaleza. Yo me encontraba alegre y esta alegría me empujaba a mostrarme con D.ª Cristina sobrado obsequioso y almibarado. Sentía comezón de decirle todo lo hermosa y lo interesante que me iba pareciendo. Pero ella, como si adivinase estas disposiciones aviesas de mi lengua, las refrenaba con tacto y firmeza, atajándome con cualquier pregunta indiferente cuando me advertía cercano a soltarle un piropo, o dejándome con su mamá para echar a correr delante, o esforzándose en hacer hablar a ésta. No me desanimé por ello. Fuí tan tonto o tan indiscreto que, a pesar de estas claras señales, todavía persistí en buscar rodeos habilidosos para dirigirle algunos golpes de incensario. Declaro, no obstante, que no pensaba que la estaba galanteando. Creía de buena fe que aquellos obsequios y lisonjas eran legítimos; porque los españoles desde la más remota antigüedad nos hemos arrogado el derecho de decir a todas las mujeres guapas que lo son, sin otras consecuencias. Mas ella debía de abrigar sus dudas acerca de esto. Que estas dudas no se hallaban desprovistas de fundamento lo veo ahora bien claro; ahora que el velo de mis sentimientos se ha descorrido por completo y leo en mi alma como en un libro abierto.
Sucedió que aquella misma tarde, de regreso ya para la villa y mirando las muchas y hermosas casas de campo que por allí se parecen, acertó a decir D.ª Cristina:
—Nuestra alquería del Cabañal es muy linda, pero nada suntuosa. Mi marido no está contento; tiene ganas de algo mejor.
Impremeditadamente repuse:
—¿Tiene ganas de algo mejor? Pues yo, si fuera su marido, ya no tendría ganas de nada.
Quedó suspensa la señora, volvió su rostro hacia la ventanilla del coche para mirar el camino y murmuró en tonillo irónico:
—Pues señor, bien; tengamos paciencia.
Pienso que no solamente las mejillas, la frente y las orejas se me pusieron coloradas, sino hasta el blanco de los ojos. Durante algunos minutos sentí en el rostro la impresión de dos ladrillos calientes. No supe qué decir, y queriendo escapar a la vergüenza me volví hacia la otra portezuela y quedé en contemplación extática del paisaje. D.ª Amparo, que en nada había reparado, dijo contestando a la última observación de su hija:
—Emilio es un hombre muy bueno, muy trabajador, aunque algo fantástico.
—¿Por qué fantástico?—exclamó Cristina volviéndose como si la hubieran pinchado—. ¿Porque apetece lo mejor, lo más hermoso y aspira con su esfuerzo a conseguirlo? Eso le acredita más bien de tener gusto y voluntad. Pues si en el mundo no existiesen hombres que ansían la perfección, que ven siempre un «más allá» y que ponen los medios para acercarse a él, ni estas hermosas casas de recreo ni otras mejores ni ninguna de las comodidades que hoy disfrutamos existirían tampoco. Los holgazanes, los gandules o los pobres de espíritu se burlan de sus pensamientos mientras no los ven realizados; pero cuando llega la hora de verlos y tocarlos, se cierran en su casa y no vienen a felicitarle porque no quieren confesar su necedad. Además, tú sabes bien que Emilio, aunque fantástico, jamás ha tenido la fantasía de pensar en sí mismo; que todos su esfuerzos se dirigen a proporcionar alegría y bienestar a su familia, a sus amigos, a sus vecinos, y que toda su vida hasta ahora ha sido un constante sacrificio por los demás.
Doña Amparo, ante aquel discurso vehemente, se sintió sobrecogida de un modo extraño. Quedé estupefacto viéndola tartamudear, hacer pucheros, ponerse encendida y dejarse caer hacia atrás como acometida de un síncope.
—¡Yo!... ¿Puedes creer?... ¡Mi hijo!
Pronunciadas estas incoherentes palabras, perdió la noción del mundo externo. Para infundírsela nuevamente fué necesario que su hija le frotase las sienes con agua de Colonia y le aplicase a la nariz el frasco de las sales volátiles. Cuando al cabo abrió los ojos brotó de ellos un raudal de lágrimas, que se derramaron por sus mejillas y cayeron como copiosa lluvia sobre su regazo, y algo también tocó a mi gabán. Doña Cristina, en presencia de este síntoma, abrió de nuevo el saquito de piel que llevaba a prevención y donde pude ver alojados bastantes frascos; sacó uno de ellos, luego un terrón de azúcar, vertió sobre él algunas gotas del líquido y se lo metió en la boca a su mamá, quien fué recuperando poco a poco la sensibilidad y supo al fin dónde se hallaba y entre qué gente.
Por mi parte, causa indirecta de aquella desdicha, comprendí que nada era más adecuado que arrojarme por la ventanilla, aunque me estrellase la cabeza; pero imaginando esto demasiado triste, hallé un modo decoroso de evitarlo chupando el puño del bastón y poniendo los ojos en blanco. Doña Cristina no quiso reparar en estas señales trágicas; pero de tal modo penetraron en el corazón de su mamá, que me apretó las manos convulsivamente, murmurando con extravío:
—¡Ribot!... ¡Ribot!... ¡Ribot!
Temí que entrase de nuevo en el mundo de lo inconsciente y me apresuré a tomar el frasco de sales y metérselo por la nariz.
El resto del camino se pasó, a Dios gracias sin nuevo quebranto, y yo hice esfuerzos desesperados por que se olvidara mi tontería y se perdonase, hablando con formalidad de asuntos diversos, principalmente de aquellos que eran más del agrado de D.ª Cristina. Al cabo logré ver su frente desarrugada y sus ojos expresando la franca alegría de siempre. Y todavía, arrastrada de su humor, llegó a embromar con gracia a su mamá.
—¿Sabe usted, Ribot? Mamá no se desmaya sino cuando está en familia o entre personas de confianza. La mejor prueba de la simpatía que usted le inspira ha sido lo que acaba de hacer.
—¡Cristina! ¡Cristina!—exclamó D.ª Amparo entre risueña y enfadada.
—Has de ser franca, mamá... Si Ribot no te inspirase confianza, ¿te hubieras atrevido a desmayarte en su presencia?
Doña Amparo concluyó por reirse, pellizcando a su hija. Cuando nos despedimos a la puerta del hotel me invitaron para almorzar al día siguiente con ellas, habiendo determinado partir al otro para Madrid.
No podía dudarlo ya: si no estaba enamorado, marchaba hacia allá empopado y a todo paño. ¿Por qué había logrado impresionarme tan profundamente aquella mujer en tan corto tiempo? No pienso que fuera por su figura solamente, aunque coincidiese con el tipo ideal de belleza que había adorado siempre. Si me enamorase de todas las mujeres blancas y delgadas, con grandes ojos negros, que tropecé en mi vida, no hubiera tenido tiempo a hacer otra cosa. Pero había en ésta un atractivo especial, al menos para mí, que consistía en una mezcla singular de alegría y gravedad, de dulzura y rudeza, de osadía y timidez que alternativamente