La alegría del capitán Ribot. Armando Palacio Valdes

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La alegría del capitán Ribot - Armando Palacio  Valdes

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solos, porque su mamá no había dormido bien aquella noche y estaba descansando. Esto me llenó de egoísta satisfacción, y más observando el genio expansivo y jovial que mostraba. Antes del almuerzo me sirvió un aperitivo, burlándose graciosamente de mí.

      —Como le veo siempre tan desganado, tan desmayadito, he mandado subir un amargo, a ver si logramos entonar un poco ese estómago.

      Yo seguía la broma.

      —Estoy desesperado. Es ridículo tener tan abierto el apetito, lo comprendo; pero soy hombre de honor y lo confieso. Una vez que quise ocultarlo me salió mal el cálculo. Iba conmigo a bordo cierta dama muy linda y espiritual, a la cual pretendí hacer un poco la corte. No hallé medio mejor de inspirarle algún interés que mostrar falta absoluta de apetito, acompañada, como es consiguiente, de languidez y de poética melancolía. A la mesa rechazaba la mayor parte de los manjares. Mi alimentación consistía en tapioca, crema a la vainilla, alguna fruta y mucho café. Entre hora me quejaba de grandes debilidades y me hacía servir copitas de jerez con bizcochos. Claro está que me quedaba con un hambre terrible; pero la mataba a solas lindamente. La dama estaba entusiasmada; me profesaba ya una estimación profunda y sincera y despreciaba por groseros a todos los que en la mesa se servían alimentos más nutritivos. Pero ¡ay! llegó un momento en que, bajando al comedor de improviso, me sorprendió engullendo una lonja de tocino frío... Y todo concluyó entre nosotros. No volvió a dirigirme la palabra.

      —Ha hecho bien—manifestó D.ª Cristina riendo—. Es más vergonzosa la hipocresía que el apetito.

      Nos pusimos a almorzar y le hice presente que ya que aborrecía tanto la hipocresía me proponía usar de toda franqueza.

      —¡Eso es! ¡Completamente franco!...—y me sirvió una ración inmensa de tortilla.

      Seguimos charlando y riendo lo más bajito que podíamos; pero D.ª Cristina no se descuidaba en punto a servirme cantidades fabulosas de alimento, superiores en verdad a mis jugos gástricos. Quería rechazarlas, pero no lo permitía.

      —¡Sea usted franco, capitán! Me ha prometido usted ser completamente franco.

      —Señora, esto pasa ya de franqueza. Cualquiera puede llamarlo grosería.

      —Yo no lo llamo. ¡Adelante! ¡Adelante!

      Mas de pronto, echándose un poco hacia atrás en la silla y adoptando un tono solemne, manifestó:

      —Capitán, ahora voy a proceder con usted, no como si hubiera salvado la vida a mi madre solamente, sino como si me la hubiera salvado a mí también. Quiero pagarle de una vez su vida y la mía.

      Abrí los ojos desmesuradamente sin comprender lo que tales palabras significaban. Doña Cristina se levantó de la silla, y dirigiéndose a la puerta la abrió de par en par. Y apareció la camarera con una fuente de callos entre las manos.

      —¡Callos!—exclamé.

      —Guisados por la señora Ramona—profirió D.ª Cristina gravemente.

      La broma me puso de mejor humor aún. ¡Cuán poco duró, sin embargo, aquel estado de embriagadora alegría! Al llegar los postres me dijo con naturalidad:

      —¿Sabe usted una cosa?... Que ya no nos vamos mañana. Mi marido debe de llegar pasado a buscarnos.

      —¿Sí?—exclamé con la expresión de un hombre a quien hacen hablar mientras le aplican una ducha.

      —Aunque el viaje es un poco incómodo para venir y marcharse en seguida, dice que como mamá todavía no se habrá repuesto por completo del susto no quiere que viajemos solas.

      Al decir esto sacó la carta del bolsillo y se puso a repasarla.

      —Me encarga también que le dé un millón de gracias y celebra tener ocasión de dárselas en persona.

      Yo veía la carta del revés, pero así y todo pude leer al final un «adiós, alma mía» que aumentó mi tristeza.

      Manifesté, no obstante, mi satisfacción de conocer en breve plazo al Sr. Martí, pero necesité algún esfuerzo para ello. Como la melancolía se iba apoderando de mí y D.ª Cristina tardaría poco en advertirlo, no hallé medio mejor de combatirla que beber más cognac de lo justo detrás del café. Esto me produjo una excitación que semejaba alegría sin serlo. Hablé por los codos y debí de expresar muchas cosas ridículas y algunas inconvenientes, aunque no me acuerdo. D.ª Cristina sonreía con benevolencia. Mas como echase por quinta o sexta vez mano a la botella para escanciar otra copita, me tuvo el brazo diciendo:

      —Ahora ya es usted demasiado franco, capitán. Le relevo a usted de su palabra.

      —Soy esclavo de ella, señora, aunque me costase la vida—repuse riendo—. Pero no beberé más. Estoy resuelto a obedecer a usted en esto como en todo lo que me ordene... Hay, sin embargo—proseguí mirándola con osadía a los ojos—, cosas que embriagan más que el cognac y todas las bebidas espirituosas...

      Doña Cristina bajó la vista y su tersa frente se arrugó. Pero volviendo al instante a sonreir dijo alegremente:

      —Pues no se embriague usted de ningún modo. Aborrezco a los borrachos.

      No quise seguir el consejo; y si es cierto que bebí poco más, en cambio me harté de mirar a la interesante señora. Continué charlando como un sacamuelas, y en medio de la charla intenté deslizar más de un requiebro; pero D.ª Cristina con ingenio y prudencia los cortaba antes de madurar.

      Me había levantado de la silla y ella también. Estábamos al lado del balcón contemplando el trajín y movimiento del muelle. Yo, con su permiso, fumaba un tabaco habano. Como su hermosa cabeza me ocupaba mucho más qué el trajín del muelle, advertí que se le caía un peinecillo de concha que sujetaba sus cabellos.

      —Si yo fuera este peinecillo me hallaría muy bien en mi sitio. No trataría de escaparme.

      Y osadamente, sin darme cuenta de lo que hacía, llevé mi mano a su cabeza y le clavé de nuevo la peineta.

      Se puso roja como una cereza, bajó los ojos, estuvo algunos instantes suspensa; y al fin, encarándose conmigo altivamente, profirió con voz alterada:

      —Caballero, no sé qué motivos pude haberle dado a usted para que se tome conmigo ciertas libertades... El servicio que nos ha prestado le da derecho a mi gratitud, pero no a tratarme sin respeto...

      Se me disipó como por ensalmo la media borrachera que tenía. Quedé aturdido y avergonzado como jamás lo estuve en mi vida ni pienso estarlo ya, y apenas pude balbucir algunas palabras de excusa. Pienso que ella no llegó a oirlas. Volvió la espalda con desprecio y entró en su alcoba.

      Al cabo de un instante cruzó por mi mente una idea que no dejaba de tener ciertos visos de verosimilitud; es a saber, que estaba sobrando en aquel sitio. Y sin pararme a examinarla con suficiente atención a la luz de una crítica razonada y seria, la puse inmediatamente en práctica tomando el sombrero y alejándome sin levantar polvo.

      Aunque estuve en el barco y en la oficina del consignatario y en otra porción de parajes de la villa, la vergüenza no se me quitó en todo el día. Estaba pegada a mi rostro con lacre rojo y me molestaba lo indecible. Los amigos sonreían y mascullaban las palabras Martel tres estrellas, Jamaica,

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