España Contemporánea. Rubén Darío

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España Contemporánea - Rubén Darío

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en limitadas cantidades la carne conservada, y por los resultados que se obtuvieran, se procedería en lo de adelante. España enviaría sus lienzos, sus sederías, sus demás productos que allí tendrían colocación; no habría en ningún viaje el inconveniente del falso flete. Estas apuntaciones pueden ser estudiadas detalladamente por aquellos a quienes corresponde la tarea. Tales formas de relación entre España y América serán seguramente más provechosas, duraderas y fundamentales que las mutuas zalemas pasadas de un ibero-americanismo de miembros correspondientes de la Academia, de ministros que taquinan la musa, de poetas que «piden» la lira.

      Nótase ahora una tendencia a conocer, siquiera lo americano nuestro—¡lo del Norte!, ¡ay!, ¡lo tienen ya bien conocido!—, y no hace muchos días, con motivo de un banquete a escritores y artistas ofrecido por el representante de Bolivia señor Ascarrunz, hubo declaraciones de parte de ciertos intelectuales, que son de tenerse muy en cuenta. «En cualquier otro momento—decía un escritor de los más diamantinos y pensadores, he nombrado a Julio Burell—, en cualquier otro momento la galantería del señor Ascarrunz habría sido digna de hidalga gratitud, pero en fin, numerosas han sido las fiestas hispanoamericanas a cuyo término apenas si ha quedado otra cosa que un poco de dulzor en la boca y otro poco de retórica en el aire; después, americanos y españoles han permanecido en sus desconfiadas soledades, colocados en actitud y con mirada recelosa, cada cual a un lado del gran abismo de la historia...» Y más adelante: «No, la guerra no levantará ya entre España y América española sus fieras voces de muerte; lo que estaba escrito, escrito queda. Rebuscadores de la Historia, curiosos y eruditos, podrán volver la mirada hacia los negros días de lucha; pero las almas que tienen alas, las almas que tienen luz, los hombres confesados a un ideal de paz y de amor, no descenderán al antro sombrío; volarán más alto y bañarán su espíritu en la claridad de una nueva aurora...» Todo esto se pudo decir hace mucho tiempo; se pudo hace mucho tiempo combatir el alejamiento de la madre patria del coro de las dieciséis repúblicas hermanas; pero no se hizo, ni se paró mientes en ello.

      Antes al contrario, apartando a un grupo escasísimo de hombres como Valera y Castelar, se nos procuró ignorar lo más posible, y como lo he demostrado en La Nación, de Buenos Aires, y en la Revue Blanche, de París, la culpa no fué del tiempo esta vez, sino de España. Gloríanse los ingleses de los triunfos conseguidos por la República norteamericana, hechura y flor colosal de su raza: España no se ha tomado hasta hoy el trabajo de tomar en cuenta nuestros adelantos, nuestras conquistas, que a otras naciones extranjeras han atraído atención cuidadosa y de ellas han sacado provecho. En las mismas relaciones intelectuales ha habido siempre un desconocimiento desastroso. Los escritores que entre nosotros valen se han cuidado poco del juicio de España, y con raras excepciones no han enviado jamás sus libros a los críticos y hombres de letras peninsulares; en cambio, nuestras docenas de mediocres, nuestros vates de amojamados pegasos, nuestros prosistas imposibles, han sido pródigos de sus partos; de aquí que, en parte, se justifiquen los Clarines y Valbuenas de tiempos recién pasados. Más; en las mismas redacciones de los diarios en que se dedica una columna a la tentativa inocente de cualquier imberbe Garcilaso, no se escribe una noticia por criterio competente de obras americanas que en París o en Londres o Roma son juzgadas por autoridades universales. Concretando un caso, diré que la Legación Argentina se ha cansado de enviar las mejores y más serias producciones de nuestra vida mental, de las cuales no se ha hecho jamás el menor juicio. Cierto es que, fuera de lo que se produce en España—con las excepciones, es natural, de siempre, pues existen un Altamira, un Menéndez y Pelayo, un Clarín, este amable cosmopolita de Benavente—, fuera de lo que se produce en España, todo es desconocido.

      Antes de concluir estas líneas debo declarar que no creo sea yo sospechoso de falto de afectos a España. He probado mis simpatías, de manera que no admite el caso discusión. Pero por lo mismo no he de engañar a los españoles de América y a todos los que me lean. La Nación me ha enviado a Madrid a que diga la verdad, y no he de decir sino lo que en realidad observe y sienta. Por eso me informo por todas partes; por eso voy a todos lugares y paso una noche del «saloncillo» del Español a las reuniones semibarriolatinescas de Fornos; en un mismo día he visto a un académico, a un militar llegado de Filipinas, a un actor, a Luis Taboada y a un torero. Y anoche, a última hora, he ido del Real al Music-hall, y mis interlocutores han sido: el joven conde de O'Reily, Icaza, el diplomático escritor, Pepe Sabater, Pinedo y un joven reporter... Ya veis que estoy en mi Madrid.

      ¡Buenos Aires! Hay que mirarlo de lejos para apreciarlo mejor. Aquí está la obra de los siglos y el encanto de un país de sol, amor y vino; París es París; las grandes capitales europeas nos atraen y nos encantan: pero

      ¡J'aime mieux ma mie, ô gué!

       Índice

      10 de enero.

      La legación argentina está situada en un elegante hotel de la calle Alcalá Galiano, núm. 6. Es en el barrio aristocrático de la Corte, el faubourg Saint-Germain de Madrid. Allí concurrí anoche, por amable invitación del ministro Quesada, que había quedado de presentarme a algunos «representativos» de la vida social e intelectual madrileña: en el arte, Moreno Carbonero; en el periodismo, el marqués de Valdeiglesias; estos dos me interesaban en gran manera. Fueron puntuales. Es el primero un tipo nervioso, delgado, de mirada inteligente, no revela al artista desde luego, pero cuando habéis hablado con él las iniciales palabras, la chispa ha saltado, iluminando, bajo un bigote fino y negro, una sonrisa bon enfant. El segundo, de pequeña estatura, rubio, calvo, comunicativo, meridional; de seguida se manifiesta el clubman, el mundano, el infaltable a las fiestas y reuniones de la aristocracia, el título reporter, que hace en su diario, La Época, lo que el príncipe de Sagán hacía en un tiempo en Le Figaro. La Nación estaba representada dos veces, pues a mi derecha, en la mesa de la casa argentina, tenía yo al estimado compañero Ladevese. Pocos momentos después, y ya la conversación versaba sobre nuestra Prensa y la española. Reconocía el marqués la inferioridad informativa, por ejemplo, de los diarios peninsulares, y explicaba cómo en España interesaba poco a la generalidad lo que sucede fuera de los términos de la tierra propia. No se sigue, como entre nosotros, el movimiento de los sucesos del mundo; del asunto Dreyfus, de lo que hay ahora de más sonoro en el periodismo universal, se publican unas pocas líneas telegráficas. Naturalmente, el interés público, en tiempo de la guerra, hizo aumentar la vida de los diarios, y la información tuvo su preferencia; telegrama recibió El Imparcial, o El Liberal que costó diez mil francos. Mi bonaerensismo se manifiesta; hago un rápido croquis del desarrollo y fuerza de La Nación; comento al Diario, etc. Y a propósito de corresponsales, se protesta por una carta que publica La Época del suyo de Buenos Aires, en que se dice, entre otras cosas, que todos andamos con el revólver en el bolsillo, y que no vayan más españoles a la República Argentina, pues son repetidos con frecuencia los casos en que hay que levantar suscripciones en la colonia para poder repatriar a los numerosos compatriotas que allá se mueren de hambre. De esos náufragos hay en todas partes; y, no hay duda de que aquel periodista exagera.

      El actual marqués de Valdeiglesias ha recibido La Época de manos de su padre, cuyo tacto y largas vistas en asuntos periodísticos demuéstranse no solamente en la propia hoja sustentada por él, sino en la antigua Correspondencia de Santa Ana. La Correspondencia de hoy ha perdido su antiguo carácter; gorro de dormir, pertenece al pasado. La Época es en Madrid una especie de Temps, el periódico serio, asentado, autorizado; con su poco de Fígaro por el mundanismo y el cuidado de la forma, con la particularidad,

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