España Contemporánea. Rubén Darío

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España Contemporánea - Rubén Darío

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de la política primero y de los asuntos internacionales después, irguió la antigua cresta, cantó. De lo primero, como quien mira las cosas desde su voluntario aislamiento; pero expresando su disgusto por las añagazas y trampas al uso; y su desconsuelo airado por el estado a que han reducido al país los malos dirigentes. De los segundos, lapidando a frases violentas a los Estados Unidos. Hay que recordar como ha sido el entusiasmo de Castelar por la república norteamericana antes de la iniquidad. Y lo mucho que a Castelar han admirado los yanquis—sin duda alguna por lo que ha tenido de greatest in the world, a título de Niágara oratorio—. Y el Crisóstomo peninsular hablaba con el despecho razonado de quien ha sido víctima de un engaño, de un engaño digno del país colosal de los dentistas. «¡Cosas de este fin de siglo!» nos decía. «Mientras la autocrática Rusia pide a los pueblos el desarme y aboga por la paz, los Estados Unidos, tierra de la democracia, son los que proclaman la fuerza por ley y se tornan guerreros. ¡Oh, es esto para mí como si los castores se hubieran de pronto vuelto tigres! Tengo en mi casa un retrato de Wáshington, regalo de un ilustre amigo mío norteamericano; y otro amigo y compatriota me hacía cargos porque tenía yo al gran anglo-sajón en lugar preferido de mi alcoba». Le contesté que el pobre no tenía la culpa de lo que hacían sus descendientes, y que el primero en la paz, el primero en la guerra y el primero en el corazón de sus conciudadanos, sería el primero en avergonzarse de ellos en esta sazón en que se han convertido en heraldos y ministros de la violencia y de la injusticia.

      Calzado nos decía que durante la enfermedad no ha cesado un momento Castelar en su labor de siempre. Que su humor no se ha entibiado, ni sus ejercicios mentales de costumbre han sufrido el menor cambio ni menoscabo. Es el trabajador de antaño. Entonces él nos dijo de qué manera había perdido personalmente en su presupuesto constante una renta que no bajaba de dos mil quinientos a tres mil francos mensuales, pues por voluntad invencible ha resuelto, desde la última guerra, no escribir una sola línea para el público de Norte-América. Y en verdad, Castelar ha sido pagado por los yanquis como muy pocos escritores. Diarios y magazines ha habido que desembolsasen por un solo artículo quinientos dollars, mil dollars. Era un Klondike en la imperial Nueva York, o en la estudiosa Boston, o en la regia Porcópolis. Ese Klondike se lo ha cerrado la lírica sangre gaditana que corre en sus venas. Un yanqui en su caso escribiría el doble y pediría el triple por un artículo. Pero ¿qué dirían el Cid y Don Pelayo?

      Me despedí de él no sin antes contestar a sus preguntas sobre América, sobre la salud del general Mitre, sobre nuestros progresos. Me cita para una larga entrevista próxima, y me encarga envíe sus mejores recuerdos a sus antiguos compañeros de La Nación. Yo cumplo con ese grato deber, y ruego a mis colegas de la casa que no se imaginen al Castelar enfermo y débil de ahora al recibir ese saludo, sino al que tenemos allí retratado en la sala de redacción: la cabeza fuerte y noble como para contener un vasto mundo de ideas, los ojos que anuncian la victoria de la palabra, y bajo el gran bigote, la boca expresiva de donde ha brotado tanta sonora tempestad verbal, tanta música, tanta encantadora mentira y tanta voluntad de Dios. Pues nadie puede decir en este siglo lo que escuché de él, ciertamente conmovido, momentos antes de estrechar su mano al despedirme: «Yo he libertado a doscientos mil negros con un discurso».

       Índice

      20 de enero.

      Varios estrenos: La Walkiria en el Real; Los Reyes en el destierro, en la Comedia; Los caballos, en Lara. La impresión dominadora que me ha producido la estupenda obra de Wagner, es de aquellas fascinaciones de arte que eternamente nos duran. El día está un tanto escandinavo: a través de los vidrios del balcón veo caer tenaz y triste la nieve. Es, pues, a propósito el momento para hablaros del estreno de la ópera del Wottan de la música. Mirad primero del palco escénico al público: es noche de gran pompa; el deslumbramiento es semejante al de la sala de nuestra Ópera una noche de 9 de julio o de 25 de mayo. Los hermosos tipos españoles son de beldad famosa, y tan vario caudal de gracia y de maravilla plástica se aumenta y se ilumina con las constelaciones de la pedrería y la elegancia de los trajes. La española tiene su estilo de vestir, como la vienesa, como la bonaerense, como la neoyorkina; pero lo que en la una hace que porte un Paquin o un Worth con cierta suntuosidad un tanto abullonada, como inflada de valses, y en la argentina produce la confusión prodigiosa de la manera con la parisiense y en la otra pone una especie de matematecidad gimnástica, en estas damas hace que la elegancia francesa se mezcle en limitada parte con el aire nativo, y para mejor daros una idea de ciertos ejemplares soberanos, pongo por caso la andaluza marquesa de Alquibla—os digo que os imaginéis a una maja de Goya vestida por Chaplin.

      Desde luego, las observaciones de Graindorge no han caducado, y probablemente mientras en el mundo haya le monde, tendrán su inmediata confrontación en toda sociedad de la tierra. Mas aquí, donde la cultura no es de aluvión, sino que está filtrada a través de rocas multiseculares, fuera de aquello frívolo y pasajero que la moda traiga con su imposición, el sentido social está bien cimentado; y pongo esto a cuento porque lo primero que noté en la sala regia, con pocas excepciones, es que la alta sociedad madrileña va al Español para ver y para oir, y al Real para oir y para ver. Hay en el público de palcos y plateas conocedores insignes en cuestión musical, y en cuanto al paraíso, como en Buenos Aires, es allí donde se encuentran los que, según se dice, imponen o rechazan una obra. Mas no oiréis la conversación molesta del advenedizo enriquecido que llega a su palco a hacerse notar por su desdén a lo que en la escena pasa; y los fanáticos de Wagner no han tenido que protestar a causa de ninguna incoherencia en la ocasión presente. Conforme con los preceptos wagnerianos, nadie llegó retrasado a la función.

      Pues, os digo que aun impera en mí el prodigio de la armonía y de la melodía, «elementos de la música más espiritual que el simple ritmo», de Hanslick, y jamás he visto alzarse sobre un trono más glorioso el alma suprema del gran Germano. Toda alma de artista, en esa noche, sintió allí clavada la espada divina del genio cual la que está en el fresno hundida hasta la empuñadura. Yo recordaba que uno de mis mayores disgustos había sido con un amigo cordial, de más corcheas que yo, pero a quien no podía demostrar mi sinceridad por Wagner delante de su obstinada sospecha de ver en mi amor profundo por ese orbe de poesía absoluta un mal pertrechado entusiasmo de snob... ¡Oh, no! Allí habéis sentido y pensado a Wagner los que sabéis y podéis sentirle y pensarle; y muchos de vosotros habéis ido a oir la Misa del Arte a la iglesia de Bayreuth. Pues aquí es mayor, incomparablemente mayor el número de los adoradores, de los verdaderos adoradores del santo culto que renueva a Pitágoras... y mi modesta afición, sin pretensión alguna, sin herir ninguna cuerda, ni soplar madera ni cobre, ha sido bien acogida. Se me ha dejado rezar, y eso basta. Madrid es capital que por su gusto musical se distingue, el Real es de los teatros señalados artísticamente, y entre otras cosas, existe una Sociedad de conciertos que puede enorgullecer a cualquier gran centro lírico. No es sino de entusiasmo la impresión que han llevado últimamente Saint-Saëns y Lamoureux. Pero ¿y La Walkiria?

      La sala se dejó subyugar por la potencia sublime, desde los compases directores de la introducción, corta y llena de magnificencia, y las primeras frases de Siegmund—desgraciada y necesariamente traducido en Segismundo—hasta el momento final en que al golpe de la lanza brota el misterioso fuego, todo fué como el paso de un vasto huracán de mágicos números, de cadencias únicas, de revelaciones armoniosas; ya Siglinda surja, encarnación de portento, o Hunding truene o Siegmund en un solo ideal se lamente; o el dúo del amoroso y deleitoso y único amor de los dos hermanos se cristalice soberbiamente en la expresión del divino incesto: «Esposa y hermana eres para mí. ¡Surja, pues, de nosotros la sangre de los Welsas!» o Brunilda arrebate

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