España Contemporánea. Rubén Darío

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España Contemporánea - Rubén Darío

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marqués, al artista grande de España: «Si hasta ahora fuiste el cómico de los señores, desde ayer eres el señor de los cómicos». He ido a saludarle al «saloncillo» en un entreacto, a ese saloncillo de descanso en donde los infaltables Echegaray, Llana, Ladevese y otros más, hacen su tertulia todas las noches, rodeados de retratos de autores y presididos por la gracia de María Guerrero. Y he encontrado al hidalgo entusiasta del arte, y que, signo de su tiempo, lo es altivamente y gallardamente, sobre preocupaciones de linaje, siguiendo una vocación imperiosa y pudiendo agregar a sus armas de conde de Bazalote las dos máscaras.

      El aparecimiento de Cyrano de Bergerac, en estos momentos podría ser y debía ser saludable y reconfortante. A propósito de estos actores, recuerdo que Paul Costard hizo una muy atinada observación. La de que Cervantes se hubiese arrepentido de su victoria contra la bella locura de la caballería. Don Quijote, después de todo, no es más que la caricatura del ideal: y sin ideales, pueblos e individuos no valen gran cosa. Ni Cyrano habría cedido a las añagazas de los políticos de la débâcle «¡Non merci!» ni quien se quedó manco en Lepanto habría quedado sin perecer glorioso en Cavite o en Santiago de Cuba. El espíritu sanchesco sirve de lastre a las almas nacionales o individuales, impide toda ascensión; el romántico espíritu de la caballería es capaz de convertir a un seco y aritmético yanqui en un héroe, a un cow-boy en un Bayardo. Y por el contrario, todo pueblo, como todo hombre que desdeña el ideal, esto es el honor, el sacrificio, la gloria, la poesía de la historia y la poesía de la vida, es castigado por su propio olvido. A través de las lanzas prusianas se ve pasar el cisne de Lohengrin, y mientras España fué caballeresca y romántica, siempre tuvo la visión del celeste caballero Santiago. Esta triste flacidez, esta postración y esta indiferencia por la suerte de la patria, marcan una época en que el españolismo tradicional se ha desconocido o se ha arrinconado como una armadura vieja. Los politiciens y los fariseos de todo pelaje e hígado prostituyeron la grande alma española. Y aun la religión, que ha perdido hasta su vieja fiereza inquisitorial en la tierra fogosa de los autos de fe, se convirtió en una de las ventosas cartaginesas que han ido poco a poco trayendo la anemia al corazón de la Patria; y si por el sable sin ideales se perdieron las Antillas, por el hisopo sin ideales y sin fe se perdieron las Filipinas. Y el honor, ¿por qué se perdió? Creo que el fuerte vasco Unamuno, a raíz de la catástrofe, gritó en un periódico de Madrid de modo que fué bien escuchado su grito: ¡Muera don Quijote! Es un concepto a mi entender injusto. Don Quijote no debe ni puede morir; en sus avatares cambia de aspecto, pero es el que trae la sal de la gloria, el oro del ideal, el alma del mundo. Un tiempo se llamó el Cid, y aun muerto ganó batallas. Otro, Cristóbal Colón, y su Dulcinea fué la América. Cuando esto se purifique—¿será por el hierro y el fuego?—quizá reaparezca, en un futuro renacimiento, con nuevas armas, con ideales nuevos, y entonces los hombres volverán a oir, Dios lo quiera, entre las columnas de Hércules, rugir al mar, con sangre renovada y pura, el viejo y simbólico león de los iberos.

       Índice

      19 de febrero.

      Salgo de casa de Campoamor con una impresión de tristeza. Se trata de su coronación... Romero Robledo, al cerrarse la exposición de las obras de Casimiro Sáinz—ese pobre artista que como André Gill fué a parar a un manicomio—, el célebre político ha iniciado ahora la pintoresca apoteosis que han obtenido en este siglo en España, Quintana, Zorrilla y Núñez de Arce. No es la primera vez que de ello se trata. Parece que anteriormente por dos ocasiones se ha intentado esa espléndida humorada en acción, pero el poeta ha protestado por tan vistosos honores y se ha encerrado en su casa a pasar sus últimos años en la burguesa existencia de un rentista que padece de reumatismos. ¡Así fué el gran gesto de nuestro Guido, negándose a la apoteosis con que se le hubiera querido obsequiar! Pero ¡qué gran diferencia de poeta a poeta! La bella cabeza del lírico argentino, la máscara del viejo Pan, las barbas fluviales, la conversación juvenil, el alma fresca, la confianza en la vida de su patria vigorosa y nueva; ir a visitar a Guido es un placer intelectual, alegre y reconfortante; y a veces toca, como sabéis, helénica y admirablemente, la flauta, mientras le hacen de bajos sus vecinos, los leones de Palermo. Y Campoamor, caduco, amargado de tiempo a su pesar, reducido a la inacción después de haber sido un hombre activo y jovial, casi imposibilitado de pies y manos, la facies penosa, el ojo sin elocuencia, la palabra poca y difícil... y cuando le dais la mano y os reconoce, se echa a llorar, y os habla escasamente de su tierra dolorida, de la vida que se va, de su impotencia, de su espera en la antesala de la muerte... os digo que es para salir de su presencia con el espíritu apretado de melancolía.

      La figura de Campoamor resalta en la poesía española de este siglo con singular magnitud. Si aquí hubiese un Luxemburgo en que habitasen, reconocidos por los pájaros, las rosas y los niños, los poetas de mármol y de bronce, los simulacros de los artistas cristalizados para el tiempo en la obra del arte, las tres estatuas que se destacarían representando esta centuria lírica, serían la de Zorrilla en primer término, la de Núñez de Arce y la de Campoamor. No lejos, por fondo un macizo de flores apacibles, tendría su busto Becquer, que por tener algo de septentrional ha sido excomulgado alguna vez por ciertos inquisidores de la Academia de la Lengua y de la tradición formalista.

      Zorrilla encarna toda la vasta leyenda nacional, y es su espíritu el espíritu más español, más autóctono de todos, desde el mundo múltiple en que se desbordó su fantasía, una de las más pletóricas y musicales que haya habido en todas las literaturas, hasta la impecabilidad clásica y castiza de su forma, en medio de las gallardías de expresión y de los caprichos de ritmo que le venían en antojo. Núñez de Arce, con vistas a Francia, y muy particularmente hacia el castillo secular y formidable de Leconte de Lisle, representa un momento del pensamiento universal en el pensamiento de su generación en España, una tentativa de independencia de la tradición, la duda filosófica de mediados de siglo; su fray Martín habla como el abad Hieronimus de los Poemas Bárbaros, y los alejandrinos del impasible francés hallan resonancia paralela en los endecasílabos del nervioso y vibrante castellano. Campoamor ha realizado en cierto modo una dualidad que se creería imposible, al ser al mismo tiempo aristocrático y popular: aristocrático por su elegante y amable filosofía, por su especialísima gracia verbal y métrica; popular, porque siempre va por llanos caminos, y su expresión es semejante a un arroyo donde cualquier caminante puede beber el agua a su gusto con sólo darse el trabajo de inclinarse a cogerla. De los tres, el poeta más poeta fué, sin duda alguna, Zorrilla, «el que mató a don Pedro y el que salvó a don Juan», poeta en su vida, poeta hasta su muerte en todo y por todo, a término de hacer oir un discurso en verso a los académicos de la Española; poeta delante del cadáver de Larra, poeta triunfante con su Tenorio, poeta cortesano del emperador de la barba de oro en Méjico; poeta ya viejo y necesitado, cuando Castelar sostuvo en las Cortes la urgencia de proteger con una pensión a esa viva reliquia gloriosa, a ese millonario de sueños y de rimas, propietario del cielo azul «en donde no hay nada que comer». Núñez de Arce ha sido ministro, hombre político, y hoy mismo gobernador del Banco Hipotecario; la juventud intelectual, por lo que he observado, tiene pocas simpatías por él. Campoamor es un buen burgués de provincia que ha sido también senador y consejero de Estado, y que continúa gozando de la renta que le dan sus tierras. Los jóvenes le tienen gran estima y afecto. A Zorrilla se le coronó, allá en Granada, en fiesta en que él puso a danzar todos sus gnomos y silfos; a Núñez de Arce se le coronó hace poco tiempo; ahora, como os he dicho, se piensa en coronar a Campoamor.

      Yo no sé cómo aquí realizarán esta fiesta, indudablemente plausible en cuanto se trata de honrar la divina virtud, la suma gracia del arte, pero fácil a la sonrisa, inevitable en el humor de nuestro tiempo en que francmasonería, filatelia, volapuk, librepensamiento y versos, en el sentido melenudo de la palabra, pasan bajo la

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