España Contemporánea. Rubén Darío

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España Contemporánea - Rubén Darío

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       Índice

      17 de febrero.

      Le carnaval s'amuse... y Madrid se disfraza y danza y toca las castañuelas. Se ha divertido el pueblo con igual humor al que hubiese tenido sin Cavite y sin Santiago de Cuba. Hay filósofos de periódico que protestan de tan jovial e inconmovible ánimo; hay humoristas que defienden la risa y la alegría nacionales y que creen que «bien merecen la fiesta los pueblos que saben divertirse». ¡En hora buena! Yo me siento inclinado a estar de parte de los últimos y reconozco la herencia latina. Tácito y Suetonio (Anal. III, 6, Cal. 6) nos han dejado constancia de que los duelos públicos se suspendían en Roma los días de juegos públicos, o mientras se celebraban ciertos sagrados ritos. El luto español no se advierte al paso del cortejo de la Locura, y aquí, más que en ninguna parte, los duelos con pan—y ¡toros!—son menos.

      Se ha enterrado la Sardina en su día, en el día de la simbólica ceniza; y en medio de la pompa carnavalesca, un periódico ha hecho desfilar una carroza macabra con el entierro de Meco, ese típico personaje que representa a la España de hoy. La mascarada en cuestión era de un pintoresco bufo-trágico indiscutible: la caricatura de los políticos del desastre, las ollas del presupuesto por incensarios; Meco camino del cementerio y tras la fúnebre mojiganga, una murga trompeteando a todo pulmón la marcha de Cádiz. Decid si no es un modo de divertirse con lívidos reflejos a lo Poe, y si en este carnaval no ha habido, si no la mascarada de la muerte roja, la mascarada de la muerte negra. Y como un diario hablase de una broma política dada a Sagasta en su casa, la grave Época ha publicado con terrible intención, que «no informado del todo el apreciable colega, ha omitido dar cuenta de otra broma, o, mejor, bromazo que después dió al jefe del Gobierno una numerosa comparsa vestida con más propiedad que la ya célebre compañía de los cadetes de la Gascuña. Fué el caso que al filo de la media noche, cuando más plácidamente reclinado estaba en cómoda butaca el señor Sagasta contemplando cómo se reducían a cenizas los troncos de su chimenea, ni más ni menos que nuestras posiciones ultramarinas, y evocando mentalmente los hechos todos de su larga y aprovechada vida, sonó en la antesala ruido de extraña música, así como el rascar de huesos con que suelen acompañar sus tangos los negros de Cuba. Se abrió la puerta y entró la mascarada. Precedíale un estandarte enlodado que en otro tiempo fué rojo y amarillo, adornado ahora de oro y azul. A pesar de los desgarrones y manchas del carnavalesco estandarte, podían leerse estos nombres: Cavite, Santiago, San Juan de Puerto Rico. Seguían luego con carátulas que representaban rostros demacrados y cadavéricos, unos cuantos jóvenes que parecían viejos, cojos unos, mancos otros, con el traje de rayadillo hecho jirones por las malezas de la manigua... Éstos ofrecieron al señor Sagasta una caja de guyaba fina. Tan grotesca era la catadura de las susodichas máscaras y tan oportuno le pareció el susodicho regalo al presidente, que el buen señor prorrumpió en ruidosas carcajadas. También le hicieron desternillar de risa los prisioneros de Filipinas. Iban disfrazados, con propiedad casi deshonesta, de desnudos y traían en azafate de abacá, ramos de sampaguitas. Mezclado con los anteriores entraron en el gabinete del señor Sagasta marinos de Cavite y de Santiago con cabezas tan artísticas y muecas tan significativas, que no parecía sino que sus poseedores habían estado meses enteros debajo del agua...» Ese acero fino es del marqués de Valdeiglesias. Y esa pintura que hace resaltar que estamos en un país en que aun flota el espíritu de Goya, es un comentario mejor que cualquier otro, del estado moral que aquí se impone en estos momentos. Ese capricho dice la verdad de una manera risueñamente sombría. Pues bien, me temo que pocos ojos se hayan fijado en la corrosión del agua fuerte, mientras se apagaba en los aires el son de las dulzainas de Valencia.

      Las dulzainas las trajeron los estudiantes valencianos que han venido a la Corte, con naranjas y claveles, con muchachas hermosísimas, a cantar y a bailar y a pedir para un sanatorio que pronto ha de llenarse de repatriados. Ha sido esa estudiantina una nota vibradora y sana, por más que puedan visarla los cronistas a ultranza, en el cuadro de la fiesta general. Aun queda en esta juventud escolar un resto de las clásicas costumbres de sus semejantes medioevales, un rayo de la alegría que sorbían con el vino los estudiantes de antaño, un buen ánimo goliardo, la frescura de una juventud que no empaña el aliento de las grandes capitales modernas. Y entre lo bueno que han hecho al llegar a ésta, ha sido la visita al palacio, pues han ido a llevarle ciertamente un poco de sol a ese pobre reyecito enjaulado que ha tenido una ocasión de sonreir.

      Lucen los estandartes de las distintas facultades; con extrañas vestimentas, los dulzaineros que han tenido por principal kapellmeister a un ruiseñor, como el pifanista de Daudet; la comparsa de la boda, florida de pañuelos y de ramos frescos y de mejillas finas como de seda de flor, y en los ojos de esas mujeres la salvaje y agresiva luz levantina; y los cuerpos eurítmicos y ricos de gracia sensual, cuellos de magnífica pureza, senos y piernas armoniosas; son el vivo encanto entre las notas detonantes y decorativas de las mantas y de los cestos de frutas. Y en la sala del palacio en que se les recibe, los que fingen labradores se ponen a departir echados en el suelo, los de las bandurrias y guitarras se ordenan, y al aparecer la reina y su familia, un trueno de cuerdas inicia la marcha real. Los que representan la boda animan su risueño grupo de trajes vistosos. Luego es la danza regional del U y el Dos; y las canciones y las coplas que dos estudiantes improvisan, a dos versos cada uno, y los donsainers que tocan en sus instrumentos de legado arábigo sones originales que danzan las parejas, músicas perfumadas de rosas de la Huerta, cadencias y ritmos de una melodía que en vano procuraría esquivar su origen muslímico; y el canto y la danza bordan, cincelan paisajes que en una lejanía histórica puede evocar el soñador. La austriaca triste se ve como iluminada de música, el reyecito anémico debe sentir correr por sus venas un rojo estremecimiento; las princesas y los cortesanos sienten en medio de los muros antiguos y de los solitarios y maravillosos habitáculos, una invasión de aire libre, una irrupción de la vigorosa naturaleza, una momentánea aparición del alma sonora de la España popular; es un sorbo de licor latino apurado en horas de decaimiento en una copa labrada por el moro. La reina admira un rico pañuelo de randas que una valenciana luce en la cabeza, y la valenciana se quita de la cabeza el pañuelo y se lo da a la reina. Un estudiante ofrece a una princesita un cesto de limones con el mismo gesto que si fuesen de oro. El señor rector anda por allí con su frac y su discurso, negro entre la fiesta de colores. En los ojos del rey niño juega una inusitada llama, y la buena Borbón de la infanta Isabel está en su elemento. Ya el rector leyó su pliego, ya vuelven a sonar las dulzainas morunas y las valencianas a tejer estrofas con caderas, piernas y brazos. Ya se va la comparsa, ya quedan los príncipes solos con su grandeza; ya va a su retiro el pequeño monarca, acompañado de una aya invisible... pero que el ojo del poeta alcanza a distinguir y a reconocer, pálida, muy pálida.

      Entretanto Madrid ha bailado como nunca. No hay recuerdo de una época en que las gentes se hayan entregado a tal ejercicio con mayor entusiasmo. En el Real, en todos los teatros, bailes de sociedades y gremios; en los salones mundanos bailes de cabezas y de trajes; en las calles mismas, mascaradas con una guitarra y unas castañuelas por toda música, se han descaderado a jotas. Los disfraces han abundado; y mientras uno materialmente no puede dar un paseo por las calles sin que le impidan el paso los mendigos, mientras la prostitución, comprendida la de la infancia y causada por el hambre en este buen pueblo, se instala a nuestros ojos a cada instante; mientras los atracos o robos en plena calle hacen protestar a la Prensa todos los días, se han gastado en los tres de carnaval trescientas mil pesetas en confetti y serpentinas. Parece que pasase con los pueblos lo que con los individuos, que estas embriagueces fuesen semejantes a la de aquellos que buscan alivio u olvido de sus dolores refugiándose en los peligrosos paraísos artificiales. O que la

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