España Contemporánea. Rubén Darío

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España Contemporánea - Rubén Darío

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por obra de su época, iconoclasta, que ha oído desde hace largos años decir a don Gaspar: «Ya venciste, Voltaire, ¡maldito seas!», que apenas compra los libros de rimas y que acaba de introducir de París el café-concert, el modernismo en el arte y los automóviles, es asunto que en Buenos Aires se prestaría maravillosamente para glosas de un picor en que son especiales los jengibres criollo-cosmopolitas.

      He dicho que al ilustre anciano se le había antes querido coronar dos veces, y que en ambas había declinado la manifestación.

      Para saber su temperamento en el caso actual, le hice una visita en unión de uno de los más notables talentos del Madrid de ahora, el médico y escritor José Verdes Montenegro, que, entre paréntesis, acaba de publicar una interesante introducción a la versión que de una novela reciente del hijo de Tolstoi—El preludio de Chopín—ha hecho un autor de esta Corte. Ciertamente no fué de agrado el gesto que vi cincelarse en la enferma faz de Campoamor cuando le pregunté el estado de su ánimo sobre la coronación, y de sus labios, que apenas permiten pasar las palabras, entre una tentativa de protesta dejó escapar una interjección absolutamente española, pero quizá de origen griego, pues el hermano de Safo tuvo el mal gusto de tenerla por nombre. Mientras un criado le llevaba el alimento a la boca—«¡santo Dios, y éste es aquél!»—aquella ruina venerable movía la cabeza, y con la mirada decía muchas doloras crepusculares llenas de cosas tristísimas. ¡Coronación a estas alturas de vejez en que la nieve se ha amontonado tanto sobre la vida que ya uno apenas puede darse cuenta de que existe! Podría él preguntarse: «¿es que vivo aún?» Se le decía que todo se haría bien hecho, que dada la persona que encabeza la iniciativa, no podía la fiesta ser sino un regio triunfo social e intelectual. ¿Oía? ¿entendía?

      El seguía haciendo sus dolorosos movimientos de cabeza; hasta que, cuando nombramos a Romero Robledo, dejó caer estas palabras: «¡A ese no le hacen justicia!»

      De todos modos, la fiesta, según tengo entendido, va a realizarse, y esta misma noche he de asistir en casa de doña Emilia Pardo-Bazán a una reunión de hombres de letras y de política, reunión convocada por la célebre escritora para tratar de ese tópico.

      Ya era hora de despedirnos. Campoamor, en el estado en que está, en cuanto se levanta de la mesa tiene que ir al lecho. Todavía nos mira fija, fijamente: nos da la mano, que apenas puede apretar la nuestra; y de pronto se le enrojecen los ojos, va a llorar... Mi compañero me dice: «Vámonos». Salimos con rapidez.

      11 de febrero.

      Reunión, anoche, en casa de doña Emilia Pardo-Bazán. Sorpresa mía, al oir anunciar a doña Emilia, a sus invitados, que la fiesta es dedicada mitad al asunto Campoamor y mitad a quien estas líneas escribe. Fijáos: ese anciano hidalgo que llega ceremonioso a saludar a la condesa douairière de Pardo-Bazán, es el duque de Tetuán; y el hidalgo joven que cojea un poco apoyado en un bastón, al lado de don José Echegaray, es el conde de las Navas. Cerca de Eugenio Sellés, académico, está el próximo «inmortal» Emilio Ferrari. Carlos M. Ocantos conversa con el periodista francés René Halphen. El doctor Tolosa Latour está entre los dos celebérrimos cronistas de salón, Kasabal y Monte-Cristo. Más allá, dos o tres marqueses, cuyos títulos no se me quedan en la memoria; y las señoritas de Quiroga, hijas de doña Emilia. Le doy la mano a un tuerto, de la dinastía bretoniana; es Luis Taboada. Un ciego se adelanta—siempre ducal, siempre suscitando rumores afectuosos a su paso, siempre con una elegancia que es proverbial desde su juventud, a punto de que en los salones de Wáshington se le apellidaba Bouquet; se diría que su ceguera realza ahora su distinción: es el autor de Pepita Jiménez—es don Juan Valera. En un grupo oigo decir entre otras palabras: «Buenos Aires... La Nación... Mitre... Centenario de Colón...» A un caballero, a quien reconozco en seguida, recuerdo que le he sido presentado por Cánovas en otro tiempo: es el señor Romero Robledo. Se forman corrillos. Heme aquí de pronto colocado por doña Emilia entre dos altas damas que representan lo más intelectual de la nobleza femenina de España: la marquesa de la Laguna y la condesa de Pinohermoso. Desde luego es ya mucho que estas dos linajudas señoras se interesen por cosas de la literatura. De antiguo la nobleza, con las excepciones sabidas, fué ignorante y poco amiga de asuntos que hicieran pensar. Hoy, con excepciones más sabidas aún, las cortes europeas son como las aristocracias plutocráticas de países sin armoriales; hay la cultura precisa para no hacer resaltar una ignorancia que sería desdorosa, pero lo principal se va al sport y demás conocimientos mundanos.

      La poca conversación con estas damas me da a entender que hay justicia en tenerlas en la estima mental que se las tiene, quedando resaltantes, a mi juicio, la duquesa de la Laguna por el esprit, la condesa de Pinohermoso por las opiniones discretas.

      ¿Y el asunto Campoamor a todo esto? Nadie habla de ello por el momento. Apenas un señor que ha visto al viejo poeta esta misma tarde, cuenta que le ha preguntado: «¿Y usted se dejará por fin coronar?», y que él le ha contestado: «Yo no me dejo, pero me van a coronar». Observo que todo el mundo mira a Romero Robledo como a un sér más o menos olímpico. Él habla de que la coronación se realice en el Retiro. Se levantaría una tribuna especial; se decoraría todo con el arte y el fausto de que se puede disponer; y luego, el recinto guarda memorias ilustres de los tiempos en que Felipe IV sabía ser un monarca intelectual. Y doña Emilia habla de lo que ha dicho Castelar en el banquete de hace dos días: que a él no le parece bien la coronación de un poeta lírico, porque éste expresa opiniones y sentimientos individuales; a un poeta épico, se explica, porque representa el alma de una colectividad, de un pueblo... Y doña Emilia, a defender a Campoamor, y a decir que cabalmente los poetas llamados épicos—¿han todos expresado epopeyas en el alto sentido?—son momentáneos y manifiestan pensamientos y sentimientos que pasan; en tanto que los poetas líricos o individuales han puesto en la expresión de su yo la expresión del alma eterna de los hombres; y así, lo que han cantado y rimado hace muchos siglos, subsiste hoy como emergido de almas y corazones contemporáneos nuestros. Homero nos interesa en la despedida de Andrómaca, porque eso es humano y particular a cada sér que tenga sensibilidad cordial; pero cuando es absolutamente épico, no interesa hoy, sino a la erudición o a la pedantería. Cuando doña Emilia demostraba esto a Valera, yo decía en mi interior lo que Víctor Hugo en otra ocasión dijese a la misma doña Emilia: ¡Voilà bien l´Espagnole!

      Como entre los humos del té pidiese yo al señor Romero Robledo detalles sobre la próxima coronación, me dice que todavía no hay nada definido; que se ha iniciado nada más el asunto, pero que marcha con tan buen aire, que todo augura un éxito colosal. Y aquí dos cosas curiosas, una del señor Romero Robledo y otra de la señora Pardo-Bazán. El uno dice: «¡Vamos a hacer algo que dejará eclipsado lo que París hizo por Víctor Hugo!...» Y la otra cuenta esta anécdota que el periodista francés la dejaría pasar, pero yo no: «Cuando se publicaron las Doloras de Campoamor, Víctor Hugo, celoso de esa gloria, dijo: «Voy a hacer un volumen de Doloras, como las de Campoamor», y escribió ¡Chansons des rues et des bois!»

      ¡Oh, doña Emilia! Es el caso que en esta ocasión no podría decir la frase huguesca de su autobiografía de los Pasos de Ulloa: «¡Voilà bien l´Espagnole!»... Y si ella arguyera, casi me pondría yo de parte de la señora de Lockroy...

      Nos quedamos en petit comité; se despide la mayor parte de los invitados, y nos instalamos cerca de una roja y buena chimenea. Valera encanta y divierte, castellano y florentino, con su conversación especial; doña Emilia hace recitar a Ferrari, y dice ella versos alemanes e italianos. Y está más brillante que nunca, más brava que nunca, después de una de esas gallardas anécdotas de Valera, cuando a alguien se le antoja hablar de las inmediatas desventuras de España, y a este propósito un conde ignorante expele dos o tres inepcias estadísticas, y con un desconocimiento completamente ibero-americano, lanza esta frase: «La Habana era, al perderla España, la ciudad más grande, culta y rica de la América española».

      El secretario argentino se pone nervioso, me hace señas y me voy a mi

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