Amistad funesta: Novela. Jose Marti

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Amistad funesta: Novela - Jose Marti

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últimos años de la vida de Martí en Nueva York me son poco conocidos. Su última carta me revelaba un estado moral deprimido por el exceso del trabajo, que había creado en su organismo una excitación nerviosa. «Tengo horror a la tinta, me decía, y desearía huir a los bosques, aunque me crecieran las barbas verdes, para no ver papeles ni sentir las fealdades de las gentes». Pasaron algunos años, durante los cuales solo tuve noticias de él por intermedio de un amigo, cuando un día recibí un telegrama en que me decía: «deberes ineludibles me llaman a mi patria y necesito su ayuda, mándeme por cable quinientos dólares». Mi situación en aquel momento era difícil y me fue imposible ayudarlo. Tengo, pues, el remordimiento de no haber contribuido con esa suma a la independencia de Cuba, puesto que en esos días salía Martí de Nueva York para reunirse con el general Máximo Gómez e invadir la isla, iniciando la nueva insurrección que dio por resultado la terminación del dominio español.

      La noticia de su muerte en los primeros combates librados entre cubanos y españoles me produjo hondo pesar. Consideraba a Martí uno de los hombres de más talento que me había sido dado tratar y su muerte representaba no solo una pérdida irreparable para Cuba, de la que habría sido uno de sus preclaros presidentes, sino para la América latina toda, pues desaparecía el escritor genial en quien el fuego de la solidaridad americana brillaba con resplandores que iluminaban ambos continentes.

       Índice

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      Notas de Arte (Colombia), agosto 15 de 1910

      Le conocí y traté en New York el año de 1891.

      Me consagró su amistad. La amistad es la única rosa que no tiene espinas. La única fuente arrulladora que no tiene lodo.

      Fui su amigo—en el trajín social—de pocos meses.

      Soy su amigo perdurable por el recuerdo y la memoria.

      Su recuerdo es para mí un ariete, relámpago que cruza las soledades de mi cerebro, viento agitado en mi calma abrumadora, águila que despierta—en horas de abatimiento—a picotazos mi alma.

      Fui, con varios condiscípulos, expresamente a conocerle. Habitaba casa humilde y vivía modestamente.

      Enamorado yo de sus escritos, deslumbrada mi juventud por aquel vuelo de cóndores de su prosa soberana, entré a aquel Areópago con el pensamiento en las nubes y el corazón en los labios.

      Eran días tétricos para los colombianos residentes en New York, días en que un desdichado compatriota, al frente de un puesto distinguido, había llevado a sus gavetas joyas que no eran suyas.

      Fue ese el tópico obligado, y Martí me decía: «los suramericanos enviamos trozos humanos putrefactos para que estos países los escarben y examinen, mandamos el rostro ensangrentado de la Patria para que estos países lo abofeteen».

      Sobre Cuba exclamaba:

      «Estoy desorientado y triste, pero con la mirada siempre fija en la cumbre inaccesible.

      »En mi tierra no hay más que dos hombres: Gómez y Maceo, y una bandera: yo.

      »A ellos los tienen como visionarios y a mí me consideran loco. Nos han dejado solos.

      »Aquí, en los momentos de angustia, en esos días lóbregos en que en vano lucho y brego con los hombres y las cosas, al trasladar al papel mis pobres pensamientos, no me explico, no comprendo cómo no se transforma en Vesubio mi cabeza ni se convierte mi pluma en bayoneta.

      »Ustedes, los colombianos, tienen aun esperanzas de redención: allí hay vida, hay savia, hay esplendor.

      Nosotros no tenemos nada.

      »Cuba es una tumba muy grande que guarda un cadáver más grande que ella: la raza india muerta.

      »Esa raza me alienta, y la máxima de Bolívar me conforta: '¡Venceremos!'».

      Calló, inclinó la cabeza meditabundo, me pareció escuchar el ruido estruendoso de las armas en la manigua, y comprendí que aquel hombre era algo más que tribuno, algo más que genio: ¡era la Libertad!

      La América latina ha sido escasa en mentes colosales. El genio, como el célebre arbusto parlante de Sumatra, no se ha dado en América sino muy de tarde en tarde.

      Ha habido ilustraciones altas y macizas, pensadores vastos y profundos, prosistas, oradores y poetas de palabra de oro y alas luminosas; pero el genio auténtico, la cabeza batida por aquilones y coronada de rayos, la lengua de fuego que realza y purifica cuanto toca, la pluma gigante que vierte a raudales la ternura, la ciencia y la filosofía... esos, han sido muy raros en América.

      Genio Montalvo; genio José Martí.

      El primero con una sombra: el arcaísmo; el segundo, sin sombras y sin manchas.

      La estulticia de las muchedumbres, el espíritu fácil al aplauso de nuestra raza, la lisonja desmesurada de los gacetilleros, el coro vacuo y frívolo de las mediocridades, han hecho aparecer en ocasiones como lumbreras a seres que apenas han tocado los primeros peldaños de la gloria.

      Entes grandes y pomposos—como la encina de Lebes—, pero huecos.

      Árboles corpulentos de espléndido ramaje, pero torcidos e inclinados a la tierra.

      Hoy la serie de pensadores es como una serie de montañas, pero sin cumbres que sobresalgan, sin picos que se despidan de las otras.

      La constante difusión de las luces, el espíritu incansable e investigador del siglo, la rapidez y la facilidad en las comunicaciones, la escuela, el libro, la prensa y la tribuna, han eliminado esas eminencias, cúspides de la humanidad.

      Con la abundancia de las colinas han desaparecido los Himalayas.

      Con la dilatación ha resultado el aplanamiento, con el ensanche se ha perdido la altitud.

      El peñón abrupto es arena rutilante.

      El nido es colmena.

      La altura es extensión.

      La cima ha sido cubierta por la arboleda en marcha: no se ven más que árboles.

      La roca altísima ha sido invadida por el mar: no se ven más que olas.

      Hoy es plaza lo que ayer fue torre, lago lo que fue atalaya, cielo inconmensurable lo que fue astro esplendoroso.

      «Las cumbres se han deshecho en llanuras, las llanuras son cumbres.

      »Son muchos los poetas secundarios, escasos los poetas eminentes solitarios.

      »El genio va pasando de individual a colectivo.

      »El hombre pierde en beneficio

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