Su único hijo. Leopoldo Alas

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vivir, y ser, por una aberración lamentable, el marido de su mujer? Todas aquellas ideas tristes y humillantes las había despertado en su espíritu el diablo del habilitado con aquella ojeada retrospectiva al año cuarenta. ¡La historia! ¡Oh!, la historia en las óperas era una cosa muy divertida... Semíramis, Nabucodonosor, Las Cruzadas, Atila... magnífico todo... pero las de Gumía, las de Castrillo... tanta muerte, tanta vergüenza, tanta dispersión y podredumbre... esto encogía el ánimo. Por fortuna la conversación volvió a la Tiplona, y con motivo de esto se recordó las óperas que se cantaban entonces y las que se cantaban ahora en comparación con aquellas. La verdad era que ahora no se cantaban óperas en el pueblo, pues casi hacía ocho años que no parecía por allí un mal cuarteto. Entonces el habilitado, que tanto había entristecido al concurso, se dignó dar una noticia de actualidad, contra su costumbre. Su costumbre era despreciar altamente todos los sucesos próximos, pasados o futuros, que no exigían, para ser referidos o inducidos, gran retentiva, como él llamaba a la memoria. Con aire displicente dijo el buen hombre:

      —Pues ópera la van ustedes a tener ahora, y buena; porque me ha dicho el alcalde que han pedido el teatro desde León el famoso Mochi y la Gorgheggi.

      —¡La Gorgheggi!—gritaron a una los presentes.

      Y hasta el relator hizo un movimiento de sorpresa en su silla, metido en la sombra, y la viuda de Cascos le miró y suspiró discretamente.

      Ocho días después estaban en el pueblo el tenor Mochi, famoso en todos los teatros de provincia del reino, y su protegida y discípula la Gorgheggi. Cantaron La Extranjera la primera noche, y aunque el diario más filarmónico de la capital «no se atrevió a emitir juicio por una sola audición», el público, menos circunspecto (verdad es también que con menos responsabilidad ante la historia del arte), se entusiasmó desde luego y juró en masa que «desde la Tiplona acá no se había oído prodigio por el estilo. La Gorgheggi era un ruiseñor; y además, ¡qué guapa, qué amable, qué atenta con el público, qué agradecida a los aplausos!». Sí que era guapa; era una inglesa traducida por su amigo Mochi al italiano, dulce y de movimientos suaves, de ojos claros y serenos, blanca y fuerte; tenía una frente de puras líneas, que lucía modestamente, con un peinado original, en que el cabello, de castaño claro y en ondas, servía de marco sencillo a aquella blancura pálida, en que, hasta de día, como pensaba Bonifacio, parecía haber reflejos de la luna. Bonifacio vio dos actos de La Extranjera la noche del estreno, y con un supremo esfuerzo de la voluntad se arrancó de las garras de la tentación y volvió al lado de su esposa, de su Emma, que, amarillenta y desencajada y toda la cabeza en greñas, daba gritos en su alcoba porque su esposo la abandonaba, acudiendo tarde, muy tarde, media hora después de la señalada, a darle unas friegas sin las cuales pensaba ella que se moría en pocos minutos. Llegó Reyes, dio las friegas con gran ahínco, en silencio, oyendo resignado los gritos, mezclados de improperios, de su mujer, y pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi y en el final de La Extranjera, que estarían entonces cantando.

      Y se acostó Bonifacio, discurriendo: «¡Sí, es muy hermosa, pero lo mejor que tiene es la frente; no sé lo que dice a mi corazón aquella curva suave, aquella onda dulce!... Y la voz es una voz... maternal; canta con la coquetería que podría emplear una madre para dormir a su hijo en sus brazos: parece que nos arrulla a todos, que nos adormece... es... aunque parezca un disparate, una voz honrada, una voz de ama de su casa que canta muy bien: aquella pastosidad, como dice el relator, debe de ser la que a mí me parece timbre de bondad; así debieran cantar las mujeres hacendosas mientras cosen la ropa o cuidan a un convaleciente... ¡qué sé yo!, aquella voz me recuerda la de mi madre... que no cantaba nunca. ¡Qué disparates! Sí, disparates para dichos, pero no para pensados.... En fin, ¿qué tengo yo que ver con ella? Nada. Probablemente Emma no me dejará volver al teatro...». Y se durmió pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi.

      Al día siguiente, a las doce de la mañana había ensayo, y allí estaba Bonifacio, más muerto que vivo, barruntando la escena que le preparaba, de fijo, su mujer, a la vuelta. Se había escapado de casa. Y tenía que confesarse que el placer de estar allí era mayor, por lo mismo que era un acto de rebeldía su presencia en tal sitio.

      Los ensayos siempre habían sido el encanto de Reyes. No se explicaba él bien por qué los prefería a las funciones más solemnes y magníficas. A su manera, venía a pensar esto: «El teatro verdadero, el teatro por dentro, era el del ensayo; a Reyes no le gustaba la ficción en nada, ni en el arte; decía él que los tenores y tiples no debían cantar delante de las candilejas, entre árboles de lienzo y vestidos de percal ante un público distraído y en una sala estrecha donde el aire era veneno; los tenores y tiples debían andar, como los ruiseñores o las sirenas, esparcidos por los bosques repuestos y escondidos, o por las islas misteriosas, y soltar al aire sus trinos y gorjeos en la clara noche de luna, al compás de las melancólicas olas que batían en la playa, y de las ramas de la selva que mecía la brisa...». Bueno; pero ya que esto no podía ser, Bonifacio prefería oír a los cantantes en el ensayo. Porque allí veía al artista tal como era, no como tenía que fingir que era. Por un instinto de buen gusto, de que él no podía darse cuenta, lo que aborrecía en las representaciones públicas era la mala escuela de declamación, la falsedad de actitudes, trajes, gestos, etc., etc., de los cómicos que iban por aquel pobre teatro de provincia. En el ensayo no veía un Nabucodonosor que parecía el rey de bastos, ni un Atila semejante a un cabrero, sino un caballero particular que cantaba bien y estaba preocupado de veras con sus cosas, verbigracia, la mala paga, el mal tiempo que le tomaba la voz, o el correo que le traía malas noticias. Bonifacio amaba el arte por el artista, admiraba a aquella gente que recorría el mundo sin estar jamás seguros del pan de mañana, preocupados con los propios y los ajenos gorgoritos.—¡Cómo hay valiente—pensaba él—, que se decida a fiar su existencia del fagot, o del cornetín o del violoncello, verbigracia, o de una voz de bajo segundo, con veinte reales diarios, que es lo más bajo que se puede cantar! Yo, por ejemplo, sería un flauta pasable, pero ¡por cuanto hay no me atrevería a escaparme de casa y a ir por esos mundos hasta Rusia, tapando huecos en una orquesta! Acaso a mi dignidad y a mi independencia les estuviera mejor emprender esa carrera; pero ¡antes me tiro al agua! El azar... lo imprevisto... el pan dudoso, ¡qué miedo! Y por lo mismo que él se creía incapaz de ser artista, en el sentido de echar a correr sin más que la flauta, por lo mismo admiraba más y más a aquellos hombres, que eran indudablemente de otra madera.

      Ya la cualidad de extranjero, y aun la menos extraordinaria de forastero, era para Bonifacio muy recomendable; no ser de su pueblo, de aquel pueblo mezquino donde habían nacido él y su mujer, constituía una ventaja; ser de muy lejos era una maravilla.... El mundo... el resto del mundo ¡debía de ser tan hermoso! Lo que él conocía era tan feo, tan poca cosa, que las bellezas que había soñado y de que hablaban los versos y los libros de aventuras, deberían de estar, de fijo, en todos esos lugares desconocidos.... En Méjico había visto poco bueno; pero al fin Méjico había sido colonia española, y se le había pegado la pequeñez de por acá. El verdadero extranjero era otro. Y de este venían los artistas, los cantantes.... Ser italiano, ser artista... ser músico, esto era miel sobre hojuelas y néctar sobre la miel. Y cuando el extranjero, el artista, el músico... era hembra, entonces el respeto y admiración de Bonifacio llegaban a ser religión, idolatría.... Por todo lo cual, y por lo antes apuntado, prefería con mucho ver a los cómicos tal como eran, a verlos pintados de reyes o de sacerdotisas respectivamente. En el ensayo, en el ensayo era donde se conocía al artista....

      Entró en el palco proscenio, a que estaban abonados desde tiempo inmemorial sus amigos de la tienda de Cascos; era el más bajo de los claros, que así se llamaba entonces a los que después se denominó plateas, y tenía, por ser de proscenio y estar medio escondido por una pared maestra, el apodo vulgar de faltriquera (años adelante bolsa). No había nadie en el palco. Reyes abrió la puerta, procurando evitar el menor ruido. Para él era el teatro el templo del arte, y la música una religión. Se sentó con movimientos de gato silencioso y cachazudo; apoyó los codos en el antepecho y procuró distinguir los

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