Su único hijo. Leopoldo Alas
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—Pues lo que es uno de estos señores de escoba tampoco creo yo que me dé lo que necesito. ¿Qué hago yo aquí?
Y entonces vio que por una calle estrecha, la de Santiago, subía D. Benito el Mayor, escribano, hombre delgado y muy pequeño, que venía soplándose las manos y traía un rollo de papel debajo del brazo izquierdo. Le llamaban D. Benito el Mayor para distinguirle de don Benito el Menor, otro escribano, éste muy buen mozo, que se apellidaba como el Mayor, García y García. Al pequeño le llamaban el Mayor porque era el más antiguo o porque era el más rico. Prestaba dinero a las personas distinguidas, no era muy tirano en materia de réditos y plazos, y su discreción y sigilo eran proverbiales en la provincia.
En cuanto Bonifacio reconoció al Mayor sintió la súbita alegría que le proporcionaba siempre la conciencia de una resolución irrevocable, en él cosa rara. «Este es mi hombre—se dijo—; la Providencia me ha hecho madrugar hoy; por algo yo he venido a la plaza».
Media hora después, Reyes recibía trescientos duros en oro, de manos de D. Benito, en el despacho de este, sin más testigos que los libros del protocolo, que siempre habían inspirado a Bonifacio una especie de terror supersticioso.
D. Benito el Mayor tenía la costumbre de coger por las orejas a sus parroquianos y clientes a poca confianza que tuviera con ellos.
—Vamos a ver—dijo, tentándole el pulpejo de la oreja izquierda a Bonifacio—; ahora que ya tiene usted esos cuartos, sin más garantía que un simple recibo... ahora que no puede usted sospechar que hable por negarle este insignificante favorcillo, ¿me permite usted que, sin ánimo de ofenderle, me atreva a hacerme cruces, un millón de cruces, viendo al jefe de la casa Valcárcel venir a pedirme prestados seis mil reales?...
—Yo no soy jefe de la casa Valcárcel.
—Usted es el marido de la única heredera de Valcárcel... y no hace cuatro días que yo he otorgado la escritura de venta del famoso molino de Valdiniello; y usted lo sabe, pues usted ha firmado, como era necesario, todos los documentos que ha traído aquí D. Juan, su tío de usted....
—Ni D. Juan es mi tío....
—Bien, de su señora de usted; de usted por afinidad....
Ni yo he firmado nada, iba a añadir Bonifacio; pero se contuvo recordando que sí había firmado tal; pero había firmado sin leer, sin enterarse, como sucedía siempre, y esta humillación no se la podía confesar al escribano.
Sin acabar la frase, y sin dar otras explicaciones, salió de allí avergonzado, aturdido, como si acabara de robarle aquel dinero a don Benito; y se fue derecho al teatro.
El notario, al verle salir así, y pensando mejor, se arrepintió de haber entregado aquellos cuartos a semejante mamarracho. Algo sabía D. Benito, y aún algos, del pito que tocaba Reyes en su casa; pero lo que acababa de oír y lo que sospechaba le hacía ver con claridad del mediodía: y de resultas de esta clarividencia empezó a temer por su dinero. Pero le tranquilizó enseguida el propósito de exigir serias garantías al tío D. Juan, que, por las señas, era el que mandaba en casa.
A Bonifacio aquel día con las glorias se le fueron las memorias; entregó cinco mil reales a Mochi, guardó los mil restantes con el presentimiento de no sabía qué gastos extraordinarios que tendrían que sobrevenir, y se dejó asfixiar moralmente, como él decía luego, por el incienso con que el tenor le pagó, por lo pronto, su generosidad caballeresca.
Por la noche se cantaba el D. Juan, cosido a tijeretazos, y todavía a las doce, después de recibir una ovación, le duraba el agradecimiento y el entusiasmo al tenor, que se encerró en su cuarto con su carísimo Reyes, y en mangas de camisa y con un calzón de punto, de seda color lila, muy ceñido, y en calcetines, apretaba contra su corazón a su salvador, y le llenaba la cara y el pelo de polvos de arroz, sin que ni uno ni otro se fijaran en estos pormenores.
A las doce y media, a la luz de la luna, en mitad de la plaza del Teatro, hablaban con el tono de las confidencias misteriosas, íntimas e interesantes, Serafina, Julio y Bonifacio. Julio juraba que Reyes tenía el alma de artista, que si le vicende hubieran sido otras, sin duda se hubiera aventurado a vivir del arte y sería a estas horas un músico ilustre, un compositor, un gran instrumentista, Dios sabía....
—Non è vero, mia figlia?, con quel cuore ch'a questo' uomo... chi sacosa sarebbe diventato!...
La Gorgheggi decía con entusiasmo contenido:
—Ma si babbo, ma si!...
Y pisaba con fuerza un pie de Bonifacio que tenía debajo del suyo.
—«Babbo, figlia!» pensaba el flautista; sí, en efecto, el trato de esta mujer y de este hombre es el filial, es el amor de hija y padre.... El arte, por modo espiritual, los ha hecho padre e hija.... Y ya estimaba a Mochi como una especie de suegro artístico... y ¡adulterino!
¡Aquello era felicidad! Él, un pobre provinciano, ex escribiente, un trapo de fregar en casa de su mujer; el último ciudadano del pueblo más atrasado del mundo, estaba allí, a las altas horas de la noche, hablando, en el seno de la mayor intimidad, de las grandes emociones de la vida artística, con dos estrellas de la escena, con dos personas que acababan de recibir sendas ovaciones en las tablas... y ella, la diva, le amaba; sí, se lo había dado a entender de mil modos; y él, el tenor, le admiraba y le juraba eterno agradecimiento.
A Mochi se le antojó de repente volverse a contaduría, donde había dejado algún dinero, y como no se fiaba de la cerradura... «Id andando», dijo, y echó a correr. La posada de la Gorgheggi y de Mochi, que era la misma, estaba lejos; había que seguir a lo largo todo el paseo de los Álamos para llegar a la tal fonda. Serafina y Bonifacio echaron a andar. A los tres pasos, en la sombra de una torre, ella se cogió del brazo de su amigo sin decir palabra. Él se dejó agarrar, como cuando Emma se escapó con él de casa. La Gorgheggi hablaba de Italia, de la felicidad que sería vivir con un hombre amado y espiritual, capaz de comprender el alma de una artista, allá, en un rincón de verdura de Lombardía, que ella conocía y amaba....
Hubo un momento de silencio. Estaban en mitad del paseo de los Álamos, desierto a tales horas. La luna corría, detrás de las nubes tenues que el viento empujaba.
—Serafina—dijo Bonifacio con voz temblona, pero de un timbre metálico, de energía, en él completamente nuevo—; Serafina, usted debe de tenerme por tonto.
—¿Por qué, Bonifacio?
—Por mil razones.... Pues bien... todo esto... es respeto... es amor. Yo estoy casado, usted lo sabe... y cada vez que me acerco a usted para pedirle que... que me corresponda... temo ofenderla, temo que usted no me entienda. Yo no sé hablar; no he sabido nunca; pero estoy loco por usted; sí, loco de verdad... y no quisiera ofenderla. Lo que yo he hecho por usted... no creí nunca poder atreverme a hacerlo.... Usted no sabe lo que es, no ha de saberlo nunca, porque me da vergüenza decirlo.... Yo soy muy desgraciado; nadie me ha querido nunca, y yo no le encuentro sustancia, verdadera sustancia, a nada de este mundo más que al cariño.... Si me gusta la música tanto es por eso, porque es suave, porque me acaricia el alma; y ya le he dicho a usted que su voz de usted no es como las demás voces; yo no he oído nunca—y va de nuncas—una voz así; las habrá mejores, pero no se meterán por el alma mía como esa; otros dicen que es pastosa...