Su único hijo. Leopoldo Alas

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Su único hijo - Leopoldo Alas

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¡qué sé yo!, ¡qué sé yo, Serafina!... Yo siempre he sido muy aficionado a los recuerdos, a los más lejanos, a los de niño; en mis penas, que son muchas, me distraigo recordando mis primeros años, y me pongo muy triste; pero mejor, eso quiero yo; esta tristeza es dulce; yo me acuerdo de cuando me vacunaron; dirá usted que qué tiene eso que ver.... Es verdad; pero ya le he dicho que yo no sé hablar.... En fin, Serafina, yo la adoro a usted, porque, casado y todo... no debía estarlo. No, juro a Dios que no; nunca me he rebelado contra la suerte hasta ahora; pero tiene usted la culpa, porque ha tenido lástima de mí y me ha mirado así... y me ha sonreído así... y me ha cantado así... ¡Ay, si usted viera lo que yo tengo aquí dentro! Yo había oído hablar de pasiones; ¡esto es, esto es una pasión... cosa terrible!, ¿qué será de mí en marchándose usted? Pero, no importa; la pasión me asusta, me aterra; pero, con todo, no hubiera querido morirme sin sentir esto, suceda después lo que quiera. ¡Ay, Serafina de mi alma, quiérame usted por Dios, porque estoy muy solo y muy despreciado en el mundo y me muero por usted...!

      Y no pudo continuar porque las lágrimas y los sollozos le ahogaban. Estaban casi sin sentido, en pie, en mitad del paseo; deliraba; la luna y la tiple se le antojaban en aquel momento una misma cosa; por lo menos, dos cosas íntimamente unidas.... Volvió a creer, como la noche del primer préstamo, que le faltaban las piernas; en suma, se sentía muy mal, necesitaba amparo, mucho cariño, un regazo, seguridades facultativas de que no estaba muriéndose. «Iba a ahogarse de enternecimiento; esa era la fija», pensaba él.

      La Gorgheggi miró en rededor, se aseguró de que no había testigos, le brillaron los ojos con el fuego de una lujuria espiritual, alambicada, y, cogiendo entre sus manos finas y muy blancas la cabeza hermosa de aquel Apolo bonachón y romántico, algo envejecido por los dolores de una vida prosaica, de tormentos humillantes, le hizo apoyar la frente sobre el propio seno, contra el cual apretó con vehemencia al pobre enamorado; después, le buscó los labios con los suyos temblorosos....

      —Un baccio, un baccio—murmuraba ella gritando con voz baja, apasionada. Y entre los sueños de una voluptuosidad ciega y loca, la veía Bonifacio casi desvanecido; después no oyó ni sintió nada, porque cayó redondo, entre convulsiones.

      Cuando volvió en sí se encontró tendido en un banco de madera, a su lado había tres sombras, tres fantasmas, y del vientre de uno de ellos brotaba la luz de un sol que le cegaba con sus llamaradas rojizas. El sol era la linterna del sereno; las dos sombras restantes la Gorgheggi y Mochi que rociaban el rostro de su amigo con agua del pilón de la fuente vecina....

       Índice

      A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciéndole que deseaba verle un señor sacerdote.

      —¡Un sacerdote a mí! Que entre.

      Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba; no puede decirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa. Atándose los cordones de la bata saludó a un viejecillo que entraba haciendo reverencias con un sombrero de copa alta muy grande y muy grasiento. Era un pobre cura de aldea, de la montaña, de aspecto humilde y aun miserable.

      Miraba a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, pues en tal materia no mostraban gran originalidad ninguno de los interlocutores, el clérigo accedió a la invitación de sentarse, apoyándose en el borde de una butaca.

      —Pues—dijo—, siendo usted efectivamente el legítimo esposo de doña Emma Valcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse, no cabe duda que es usted la persona que debe oír... lo que, en el secreto de la confesión... se me ha encargado decirle.... Sí, señor, a ella o a su marido, se me ha dicho... y yo... la verdad... prefiero siempre entenderme con... mis semejantes... masculinos, digámoslo así. A falta de usted no hubiera vacilado, créame, señor mío, en abocarme, si a mano viene, con la misma doña Emma Valcárcel, heredera universal y única de....

      —Pero vamos, señor cura, sepamos de qué se trata—dijo con alguna impaciencia Bonifacio, que lleno de remordimientos aquella mañana, sentía exacerbada su costumbre supersticiosa de temer siempre malas noticias en las inesperadas y que se anunciaban con misterio.

      —Yo exijo... es decir... deseo... no por mí, sino por el secreto de la confesión... lo delicado del mensaje....

      El cura no sabía cómo concluir; pero miraba a la puerta, que había quedado de par en par.

      Como su mujer dormía a tales horas, Bonifacio no tuvo inconveniente en levantarse y cerrar la puerta de la estancia, pues no siendo Emma, nadie se atrevería a pedirle cuenta de aquellos tapujos.

      —Lo que usted quería era esto, ¿verdad?—dijo con aire de triunfo, y como hombre que manda en su casa y que puede a su antojo tener las puertas de su gabinete abiertas o cerradas.

      —Perfectamente, sí, señor, eso; secreto, mucho secreto. De usted para mí nada más.... Después usted dará cuenta de lo sucedido a su señora esposa... o no se la dará; eso allá usted... porque yo no me meto en interioridades.... Al fin usted será, naturalmente, el administrador de los bienes de su señora... y aunque yo no sé si estos son parafernales o no... porque no entiendo... y... sobre todo no me importa, y, al fin, el marido suele administrarlo todo... eso es; tal entiendo que es la costumbre... y como la ley no se opone....

      —Pero, señor cura, repare usted que yo no comprendo una palabra de lo que usted me dice.... Comience usted por el principio....

      Sonrió el clérigo y dijo:

      —Paciencia, señor mío, paciencia. El principio viene después. Todo esto lo digo para tranquilidad de mi conciencia. He consultado al chico de Bernueces, que es boticario y abogado... sin precisar el caso, por supuesto... y, la verdad, me decido a entregarle a usted los cuartos sin escrúpulos de conciencia.... Sí, usted, el marido, es la persona legal y moralmente determinada, eso es, para recibir esta cantidad....

      —¡Una cantidad!

      —Sí, señor, siete mil reales.

      Y el cura metió una mano en el bolsillo interior de su larga y mugrienta levita de alpaca, y sacó de aquella cueva que olía a tabaco, entre migas de pan y colillas de cigarros, un cucurucho que debía de contener onzas de oro.

      Bonifacio se puso en pie, y sin darse cuenta de lo que hacía, alargó la mano hacia el cucurucho.

      El cura se sonrió y entregó el paquete sin extrañar aquel movimiento involuntario del marido de la doña Emma, que recibía onzas de oro sin saber por qué se le daban.

      Mas Bonifacio volvió en sí y exclamó:

      —Pero ¿a santo de qué me trae usted... esto?...

      —Son siete mil reales....

      —¿Pero de qué? Yo no soy... quien....

      Iba a decir que el que allí corría con las cuentas de todo era D. Juan Nepomuceno; pero se contuvo, porque solía darle vergüenza que los extraños conocieran esta abdicación de sus derechos.

      —¿Esto será alguna deuda antigua?—dijo por fin.

      —No señor... y sí señor. Me explicaré...

      —Sí, hombre,

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