Bailén. Benito Pérez Galdós
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—No, no le nombre usted—dijo D.ª Gregoria—, porque si todos los demás son como ese de las melenas, buena gavilla de perdidos ha metido Napoleón en España.
—Sr. de Santorcaz—añadió con grave comedimiento el Gran Capitán—, ya sabe usted que un hombre como yo, testigo de cien combates, no se traga ruedas de molino, y todas esas heroicidades del general Pitos y del general Flautas las vamos a ver de manifiesto ahora, sí, señor. Y supongo que usted habrá venido para ponerse de parte de ellos, pues quien tanto les alaba y admira es natural que les ayude.
—No—replicó Santorcaz—; yo he vuelto a España para un asunto de intereses, y dentro de unos días partiré para Andalucía. Cuando arregle mi negocio, me volveré a Francia.
II
—¡Qué mal hombre es usted!—exclamo Dª Gregoria—. Y su pobre padre y toda la familia llorando su ausencia, y muertos de pena sin poder traer al buen camino a este calaverilla que durante quince años y desde aquella famosa aventura.... Pero chitón—añadió, volviendo la cara hacia mí—: me parece que el chico se ha despertado y nos está oyendo.
Los tres me miraron, y yo observé claramente cuanto me rodeaba, pudiendo apreciarlo todo sin mezcla de vagas imágenes ni mentirosas visiones. Hallábame en una cama, de cuyo durísimo colchón daban fe las mortificaciones de mis huesos y la instintiva tendencia de mi cuerpo a arrojarse fuera de ella, mientras uno de mis brazos, fuertemente vendado, se negaba a prestarme apoyo, tan inmóvil y rígido como si no me perteneciera. Asimismo rodeaba mi cabeza complicado turbante de trapos que olían a ungüentos y vinagre, y mi débil y extenuado cuerpo sentía por aquí y por allí terribles picazones. El lecho en que yacía tan incómodamente ocupaba el rincón del cuarto, el cual era de ordinarias dimensiones, con blancos muros y suelo de ladrillos, mal cubiertos por una vieja y acribillada estera de esparto. Láminas de santos, a quienes el artista grabador había dado nuevo martirio en sus impíos troqueles, adornaban la desnuda pared, en uno de cuyos testeros ostentaba su temerosa longitud la lanza del Gran Capitán. En el centro de la pieza hallábase la mesa, que sostenía un candil de cuatro mecheros, y junto a ella, sentados en sendas sillas de cuero, que lastimosamente gemían al menor movimiento, estaban los tres personajes cuya conversación hirió mis oídos cuando volví de un largo paroxismo.
Todos fijaron en mí la atención, y D.ª Gregoria, acercándose maternalmente a mi cama, me habló así:
—¿Estás despierto, niño? ¿Ves y entiendes? ¿Puedes hablar? Pobrecito, ya se te ha quitado la terrible calentura, y el Santo Ángel de tu Guarda ha conseguido del Padre Eterno que te otorgue el seguir viviendo. ¿Cómo estás? ¿Ves a los que estamos aquí? ¿Nos conoces? ¿Entiendes lo que decimos? Debes de estar bien, porque ya no dices desatinos, ni quieres echarte de la cama, ni nos insultas, ni dices que nos vas a matar, ni llamas a D. Celestino ni a la D.ª Inés, que te traían trastornado el juicio. Estás bien, ya estás fuera de peligro, y vivirás, pobre niño; pero ¿has perdido la razón, o Dios quiere que te veamos en tu ser natural, sano y cuerdo, tal y como estabas antes de que aquellos caribes...?
—Y, en verdad, no sé cómo ha escapado el infeliz—dijo Fernández a Santorcaz—. Tres balazos tenía en su cuerpecito: uno en la cabeza, el cual no es más que una rozadura; otro en el brazo izquierdo, que no le dejará manco, y el tercero en un costado, y en parte sensible, tanto que si no le hubieran sacado la bala, no le veríamos ahora tan despiertillo.
Instáronme todos para que hablase, mostrándoles que mi razón, como mi cuerpo, se había repuesto de la tremenda crisis. También acudió con cariñosa solicitud a darme alimento la ejemplar D.ª Gregoria, y tomado aquél ávidamente por mí me sentí muy bien. ¿Había resucitado o había nacido en aquella noche?
—Ahora, chiquillo, estáte tranquilo—continuó D.ª Gregoria, sentándose a mi lado—. ¡Cuánto se va a alegrar el Sr. Juan de Dios cuando te vea!
—¡Cómo!—exclamé con la mayor sorpresa—. ¿Juan de Dios vive aquí? ¿Pues en dónde estoy? ¿Y ustedes quiénes son? ¿Qué ha sido de Inés?
—¡Otra vez Inés! Este joven no está todavía bueno. Dejémonos de Ineses, y a descansar. Santorcaz se llegó a mi, y mostrándome algún interés, me dijo:
—¡Pobrecito! ¡Conque te fusilaron! El Gran Duque de Berg es hombre terrible y sabe sentar la mano. Dicen que mataste mas de veinte franceses. Ya me contarás tus hazañas, picarón. Y di, ¿tienes ánimos de volver a hacer de las tuyas? Me parece que no..., porque habrás visto que esa gente gasta unas bromas un poco pesadas.
Dicho esto, Santorcaz, tomando su capa, se marchó.
Mi sorpresa y estupor al verme allí, tornado nuevamente y de improviso, según mi entender, a la vida, en presencia de personas desconocidas, y volviendo sin cesar al pasado mi pensamiento, recién salido de una sombra profunda; las impresiones de mi alma, a quien el repentino despertar, después de un largo entumecimiento, había dado cierta actividad ansiosa, fueron causa de que no pudiera estar tranquilo, como me rogaban el Gran Capitán y su mujer. Hacíales mil preguntas con la curiosidad del que, volviendo al mundo después de un siglo de muerte real, deseara conocer en un instante cuanto ha pasado en el planeta durante su ausencia. A todo contestaban que me estuviese quieto y sin cuidarme de nada, para que no me repitiesen los accesos de fiebre; pero no pude conseguirlo, y si descansé un poco, procurando poner a un lado mis terribles recuerdos y apartar de la vista las siniestras figuras que se habían hecho compañeras inseparables de mi espíritu, poco des pués, cuando, ya avanzada la noche, llegó Juan de Dios, me sentí tan vivamente inquieto al verle, que a no impedírmelo mi debilidad, habría saltado del lecho para correr hacia él, arrastrado por un odio terrible y una curiosidad más fuerte aún que el odio. El antiguo mancebo de D. Mauro Requejo hallábase tan demacrado, tan excesivamente amarillo y mustio, como si hubiera vivido diez años de penas en el transcurso de algunos días. Sus ojos encendidos conservaban huellas de recientes lágrimas, y su desmadejado cuerpo se movía con pesadez, como si le fatigara su propio peso. Arrojóse en una silla junto a mi cama, y cuando los dos ancianos se retiraban a su aposento, me habló así:
—Gabriel, ¿ya estás bueno? ¿Has recobrado el juicio? ¿Entiendes lo que se te dice?
—¿Dónde está Inés?—le pregunté con ansiedad.
—¡Oh, desgraciado de mí!—exclamó, ocultando el rostro entre las manos—. Tú estás enfermo todavía, y si te doy la noticia ...¿Que dónde está Inés? Espántate, Gabriel, porque no lo sé. Yo estoy loco, yo estoy imbécil. Llevo quince días de dolores que a nada son comparables. Las lágrimas que he derramado podrían agujerear una peña. Ahora mismo..., ¿de dónde crees que vengo? Pues vengo de la bóveda de San Ginés, adonde voy todas las noches a mortificarme el cuerpo con disciplinazos, por ver si Dios se apiada de mí y me devuelve lo que me quitó, sin duda en castigo de mis grandes pecados.
Después de enjugar sus lágrimas y sonarse con estrépito, prosiguió:
—Yo saqué a Inés de la huerta del Príncipe Pío. ¡Ay!, si no te salvaste también tú, fué porque no pude, que bien lo intenté, te juro que lo intenté. Inés se desmayó, y no pudiendo