El libro de las mil noches y una noche. Anonimo

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El libro de las mil noches y una noche - Anonimo

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en esta morada, donde serás bien acogido". Entré con ellos, y atravesamos muchas salas revestidas con telas de raso. En el centro de la última, que era la más hermosa y espaciosa de todas, había diez lechos magníficos formados con alfombra, pero sin colchón, y tan rica como las demás.

      Y el anciano se sentó en ésta, y cada uno de los diez jóvenes en la suya, y me dijeron:

      "¡Oh señor! Siéntate en el testero de la sala, y no nos preguntes acerca de lo que aquí veas".

      A los pocos momentos se levantó el viejo, salió y volvió varias veces, llevando manjares y bebidas, de lo cual comimos y bebimos todos. Después recogió las sobras el anciano, y se sentó de nuevo. Y los jóvenes le preguntaron: "¿Cómo te sientas sin traernos lo necesario para cumplir nuestros deberes?"

      Y el anciano, sin replicar palabra, se levantó y salió diez veces, trayendo cada vez sobre la cabeza una palangana cubierta con un paño de raso y en la mano un frol, que fué colocando delante de cada joven. Y a mí no me dió nada, lo cual hubo de contrariarme.

      Pero cuando levantaron las telas de raso, vi que las jofainas sólo contenían ceniza, polvo de carbón y kohl. Se echaron la ceniza en la cabeza, el carbón en la cara y el kohl en el ojo derecho, y empezaron a lamentarse y a llorar, mientras decían: "¡Sufrimos lo que merecemos por nuestras culpas y nuestra desobediencia".

      Y

      aquella lamentación prosiguió hasta cerca del amanecer. Entonces se lavaron en nuevas palanganas que les llevó el viejo, se pusieron otros trajes, y quedaron como antes de la extraña ceremonia.

      Por más que aquello, ¡oh señora mía! me asombrase con el más considerable asombro, no me atreví a preguntar nada, pues así me lo habían ordenado. Y a la noche siguiente hicieron lo mismo que la primera, y lo mismo a la tercera y a la cuarta. Entonces ya no pude callar más, y exclamé: "¡Oh mis señores! Os ruego que me digáis por qué sois todos tuertos y a qué obedece el que os echéis por la cabeza ceniza, carbón y kohl, pues, ¡por Alah! prefiero la muerte a la incertidumbre en que me habéis sumido".

      Entonces ellos replicaron: "¿Sabes que lo que pides es tu perdición?" Y yo contesté: "Venga mi perdición antes que la duda". Pero ellos me dijeron: "¡Cuidado con tu ojo izquierdo!"

      Y yo respondí: "No necesito el ojo izquierdo si he de seguir en esta perplejidad". Y por fin exclamaron: "¡Cúmplase tu destino! Te sucederá lo que nos sucedió; mas no te quejes, que la culpa es tuya. Y después de perdido el ojo izquierdo, no podrás venir con nosotros, porque ya somos diez y no hay sitio para el undécimo".

      Dicho esto, el anciano trajo un carnero vivo. Lo degollaron, le arrancaron la piel, y después de limpiarla cuidadosamente, me dijeron: "Vamos a coserte dentro de esa piel, y te colocaremos en la azotea del palacio. El enorme buitre llamado Rokh, capaz de arrebatar un elefante, te levantará hasta las nubes, tomándote por un carnero de veras, y para devorarte te llevará a la cumbre de una montaña muy alta, inaccesible a todos los seres humanos. Entonces con este cuchillo, de que puedes armarte, rasgarás la piel de carnero, saldrás de ella, y el terrible Rokh, que no ataca a los hombres, desaparecerá de tu vista. Echa después a andar hasta que encuentres un palacio diez veces mayor que el nuestro y mil veces más suntuoso. Está revestido de chapas de oro, sus muros se cubren de pedrería, especialmente de perlas y esmeraldas. Entra por una puerta abierta a todas horas, como nosotros entramos una vez, y ya verás lo que vieres. Allí nos dejamos todos el ojo izquierdo. Desde entonces soportamos el castigo merecido, y expiamos nuestra culpa haciendo todas las noches lo que viste. Esa es, en resumen, nuestra historia, que más detallada llenaría todas las páginas de un gran libro cuadrado.

      Y ahora, ¡cúmplase tu destino!"

      Y como persistiera en mi resolución, diéronme el cuchillo, me cosieron dentro de la piel del carnero, me colocaron en la azotea y se marcharon. Y de pronto noté que cargaba conmigo el terrible Rokh, remontando el vuelo, y en cuanto comprendí que me había depositado en la cumbre de la montaña, rasgué con el cuchillo la piel que me cubría, y salí de debajo de ella dando gritos para asustar al terrible Rokh. Y se alejó volando pesadamente, y vi que era todo blanco, tan ancho como diez elefantes y más largo que veinte camellos.

      Entonces eché a andar muy de prisa, pues me torturaba la impaciencia por llegar al palacio. Al verlo, a pesar de la descripción hecha por los diez jóvenes, me quedé admirado hasta el límite de la admiración. Era mucho más suntuoso de lo que me habían dicho. La puerta principal, toda 'de oro, por la cual entré, tenía a los lados noventa y nueve puertas de maderas preciosas, de áloe y de sándalo. Las puertas de las salas eran de ébano con incrustaciones de oro y de diamantes. Y estas puertas conducían a los salones y a los jardines, donde se acumulaban todas las riquezas de la tierra y del mar.

      No bien llegué a la primera habitación me vi rodeado de cuarenta jóvenes, de una belleza tan asombrosa, que perdí la noción de mí mismo, y mis ojos no sabían a cuál dirigirse con preferencia a las demás, Y me entró tal admiración, que hube de detenerme, sintiendo que me daba vueltas la cabeza.

      Entonces todas se Imantaron al verme. y con voz armoniosa me dijeron: "¡Que nuestra casa sea la tuya, ¡oh convidado nuestro! ¡Tu sitio está sobre nuestras cabezas y en nuestros ojos!" Y me ofrecieron asiento en un estrado magnífico, sentándose ellas más abajo en las alfombras, y me dijeron: "¡Oh señor, somos tus esclavas, tu cosa, y tú eres nuestro dueño y la corona de nuestras cabezas!"

      Luego todas se pusieron a servirme: una trajo agua caliente y toallas, y me lavó los pies; otra me echó en las manos agua perfumada, que vertía de un jarro de oro; la tercera me vistió un traje de seda con cinturón bordado de oro y plata, y la cuarta me presentó una copa llena de exquisita bebida aromada con:lores. Y ésta me miraba, aquélla me sonreía, la de aquí me guiñaba los ojos, la de más allá me recitaba versos, otra abría los brazos, extendiéndolos perezosamente delante de mí, y aquella otra hacía ondular su talle sobre sus muslos. Y la una suspiraba: "¡Ay!" y otra "¡huy!", y ésta me decía: "¡Ojos míos!", la de más allá: "¡Oh alma mía!", la otra: "¡Entraña de mi vida!", y la otra: "¡Oh llama de mi corazón!"

      Después se me acercaron todas, y comenzaron a acariciarme, y me dijeron:

      "¡Oh convidado nuestro, cuéntanos tu historia, porque estamos sin ningún hombre hace tiempo, y nuestra dicha será ahora completa!" Entonces hube de tranquilizarme, y les conté una parte de mi historia, hasta que empezó a anochecer.

      Inmediatamente encendieron numerosas bujías, y la sala quedó iluminada como por el más espléndido sol. Luego pusieron los manteles, sirvieron los manjares más exquisitos y las bebidas más embriagadoras, y unas tañían instrumentos melodiosos, cantando con encantadora voz, otras bailaban, y yo seguía comiendo.

      Después de estas diversiones, me dijeron:

      "¡Oh querido de nuestros ojos, llegó la hora de la cama y del placer positivo! Escoge entre nosotras la que quieras, y no temas ofendernos, pues a cada una le tocará a la vez una noche. Somos cuarenta hermanas, y cada una volverá después a jugar contigo todas las noches en el lecho".

      Yo, señora mía, no sabía cuál elegir, pues todas eran igualmente deseables. A ciegas alargué los brazos, y cogí a una; ¡pero al abrir los ojos, los volví a cerrar, deslumbrado por su hermosura! Entonces aquella joven me asió de la mano y me llevó a la cama. Y pasé con ella toda la noche. Le di cuarenta asaltos de verdadero asaltador y correspondió a ellos, y cada vez me decía: "¡Ay, ojos míos! ¡Ay, alma mía!"

      Y me acariciaba, y la mordía yo, y ella me pellizcaba, y así durante toda la noche.

      Las

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