El libro de las mil noches y una noche. Anonimo
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Llegó el final del año. La mañana del último día vi a todas las jóvenes al pie de mi cama, sueltas las cabelleras, llorando amargamente, poseídas de un gran dolor, y me dijeron: "Sabe, ¡oh luz de nuestros ojos! que hemos de abandonarte, como abandonamos a otros antes que a ti, pues te consta que no eres el primero, y que anteriormente otros muchos nos cabalgaron y nos hicieron lo que tú. Pero tú eres verdaderamente el cabalgador más rico en corvetas y en medida de largo y grueso. Eres, en realidad, el más libertino y agradable de todos. Por este motivo, no podremos vivir sin ti". Y yo les dije: "¿Y por qué habéis de abandonarme? Porque yo tampoco quiero perder la alegría de mi vida, que está en vosotras". Ellas contestaron: "Sabe que somos todas hijas de un rey, pero de madre distinta. Desde nuestra pubertad vivimos en este palacio, y cada año pone Alah en nuestro camino un cabalgador que nos satisface, como nosotras a él. Pero cada año hemos de ausentarnos cuarenta días para visitar a nuestros padres y a nuestras madres. Y hoy es el día de la marcha". Entonces dije: "Pero delicias mías, yo me quedaré en este palacio alabando a Alah hasta vuestro regreso" Y ellas contestaron: "Cúmplase tu deseo. Aquí tienes todas las llaves del palacio, que abren todas las puertas. El ha de servirte de morada, puesto que eres su dueño; pero guárdate muy bien de abrir la puerta de bronce que está en el fondo del jardín, porque no volverías a vernos y te ocurriría una gran desgracia. ¡Cuida, pues, de no abrir esa puerta!"
Dicho esto, me abrazaron y besaron todas, una tras otra, llorando y diciéndome: "¡Alah sea contigo!" Y partieron, sin dejar de mirarme a través de sus lágrimas.
Entonces, ¡oh señora mía! salí del salón en que me hallaba, y con las llaves en la mano empecé a recorrer aquel palacio, que aún no había tenido tiempo de ver, pues mi cuerpo y mi alma habían estado encadenados en el lecho entre los brazos de las jóvenes. Y abrí con la primera llave la primera puerta.
Me vi entonces en un gran huerto, rebosante de árboles frutales, tan frondosos, que en mi vida los había conocido iguales en el mundo. Canalillos llenos de agua los regaban tan a conciencia, que las frutas eran de un tamaño y una hermosura indecibles.
Comí de ellas, especialmente bananas, y también dátiles, que eran largos como los dedos de un árabe noble, granadas, manzanas y melocotones. Cuando acabé de comer di gracias por su magninimidad a Alah, y abrí la segunda puerta con la segunda llave.
Cuando abrí esta puerta, mis ojos y mi olfato quedaron subyugados por una inmensidad de flores que llenaban un gran jardín regado por arroyos numerosos. Había allí cuantas flores pueden criarse en los jardines de los emires de la tierra: jazmines, narcisos, rosas, violetas, jacintos, anémonas, claveles, tulipanes, ranúnculos y todas las flores de todas las estaciones. Cuando hube aspirado la fragancia de todas las flores, cogí un jazmín, guardándolo dentro de mi nariz para gozar su aroma, y di las gracias a Alah el Altísimo por sus bondades.
Abrí en seguida la tercera puerta, y mis oídos quedaron encantados con las voces de numerosas aves de todos los colores y de todas las especies de la tierra. Estaban en una pajarera construida con varillas de áloe y sándalo. Los bebederos eran de jaspe fino y los comederos de oro. El suelo aparecía barrido y regado. Y las aves bendecían al Creador. Estuve oyéndolas cantar, y cuando anocheció me retiré.
Al día siguiente me levanté temprano, y abrí la cuarta puerta con la cuarta llave. Y entonces, ¡oh señora mía! vi cosas que ni en sueños podría ver un ser humano. En medio de un gran patio había una cúpula de maravillosa construcción, con escaleras de pórfido que ascendían hasta cuarenta puertas de ébano, labradas con oro y plata. Se encontraban abiertas y permitían ver aposentos espaciosos, cada uno de los cuales contenía un tesoro diferente, y valía cada tesoro más que todo mi reino. La primera sala estaba atestada de enormes montones de perlas, grandes y pequeñas, abundando las grandes, que tenían el tamaño de un huevo de paloma y brillaban como la luna llena. La segunda sala superaba en riqueza a la primera, y aparecía repleta de diamantes, rubíes azules y carbunclos. En la tercera había esmeraldas solamente; en la cuarta, montones de oro en bruto; en la quinta, monedas de oro de todas las naciones; en la sexta, plata virgen; en la séptima, monedas de plata de todas las naciones. Las demás salas estaban llenas de cuantas pedrerías hay en el seno de la tierra y del mar: topacios, turquesas, jacintos, piedras del Yemen, cornalinas de los más variados colores, jarrones de jade, collares, brazaletes, cinturones y todas las preseas, en fin, usadas en las cortes de reyes y de emires.
Y yo, ¡oh señora mía! levanté las manos y los ojos, y di gracias a Alah el Altísimo por sus beneficios. Y así seguí cada día abriendo una o dos o tres puertas hasta el cuadragésimo creciendo diariamente mi asombro, y ya no me quedaba más que la llave de la puerta de bronce. Y pensé en las cuarenta jóvenes, y me sentí sumido en la mayor felicidad pensando en ellas, en la dulzura de sus ademanes, en la frescura de sus carnes, en la dureza de sus muslos, en la estrechez de sus vulvas, en la redondez y volumen de sus nalgas, y en sus gritos cuando me decían: "¡Ay, ojos míos! ¡Ah, llama mía!" Y exclamé: "¡Por Alah! ¡Nuestra noche va ser una noche blanca y bendita!"
Pero el Maligno hacíame pensar en la llave de la puerta de bronce, tentándome continuamente, y la tentación pudo más que yo, y abrí la puerta. Nada vieron mis ojos, mi olfato notó un olor muy fuerte y hostil a los sentidos, y me desmayé, cayendo por la parte de fuera de la entrada y cerrándose inmediatamente la puerta delante de mí.
Cuando me repuse, persistí en la resolución inspirada por el Cheitán, y volví a abrir, aguardando a que el olor fuese menos penetrante.
Entré por fin, y me encontré en una espaciosa sala, con el suelo cubierto de azafrán y alumbrada por bujías perfumadas de ámbar gris e incienso y por magníficas lámparas de plata y oro llenas de aceite aromático, que al arder exhalaba aquel olor tan fuerte. Y entre lámparas y candelabros vi un maravilloso caballo negro con una estrella blanca en la frente, y la pata delantera derecha y trasera izquierda tenían asimismo manchas blancas en los extremos. La silla era de brocado y la brida una cadena de oro; el pesebre estaba lleno de sésamo y cebada bien cribada; el abrevadero contenía agua fresca, perfumada con rosas.
Entonces, ¡oh señora mía! como mi pasión rnayor eran los buenos caballos, y yo el jinete más ilustre de mi reino, me agradó mucho aquel corcel, y cogiéndole de la brida le saqué al jardín y lo monté; pero no se movió.
Entonces le di en el cuello con la cadena de oro. Y de pronto, ¡oh señora mía! abrió el caballo dos grandes alas negras, que yo no había visto, relinchó de un modo espantoso, dió tres veces con los cascos en el suelo, y voló conmigo por los aires.
En seguida, ¡oh señora mía! empezó todo a dar vueltas a mi alrededor; pero apreté los muslos y me sostuve como buen jinete. Y he aquí que el caballo descendió y se detuvo en la azotea del palacio donde había yo encontrado a los diez tuertos. Y entonces se encabritó terriblemente y logró derribarme.
Luego se acercó a mí, y metiéndome la punta de una de sus alas en el ojo izquierdo, me lo vació, sin que pudiera yo impedirlo. Y emprendió el vuelo otra vez desapareciendo en los aires.
Me tapé con la mano el ojo huero, y anduve en todos sentidos por la azotea, lamentándome a impulsos del dolor. Y de pronto vi delante de mí a los diez mancebos, que decían: "¡No quisiste atendernos! ¡Ahí tienes el fruto de tu funesta terquedad! Y no puedes quedarte entre nosotros, porque ya somos diez. Pero te indicaremos el camino para que marches a Bagdad, capital del Emir de los Creyentes Harún AlRaschid, cuya fama ha llegado a nuestros oídos, y tu destino quedará entre sus manos".
Partí, después de haberme afeitado y puesto este traje de saaluk, para no tener que soportar otras desgracias, y viajé día y