El cuerpo duradero. Luis Antonio Cifuentes Quiñones

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El cuerpo duradero - Luis Antonio Cifuentes Quiñones Laureata

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la filosofía de la subjetividad. Por más que el yo “creador” quiera, con sus mundos fantasmagóricos, huir de la tierra y de los hombres, “continúa queriendo el cuerpo”, como se dice en el texto anteriormente citado. La huida hacia la nada es también querida por el cuerpo.

      Esta honradez nos revela una nueva potencia de crear sentido de carácter fisiológico. Gracias a ella, se está en capacidad de aceptar con mayor entereza el sentido de la tierra y actuar de acuerdo con él, sin pretender huir de esta. Podría decirse que así se asumen el sufrimiento, la enfermedad y el cansancio, pues, gracias a la honradez, se nos revela que forman parte de la vida misma:

      Mi yo me ha enseñado un nuevo orgullo, y yo se lo enseño a los hombres: ¡a dejar de esconder la cabeza en la arena de las cosas celestes, y a llevarla libremente, una cabeza terrena, la cual es la que crea el sentido de la tierra! (Z, “De los trasmundanos”)

      El orgullo del que aquí habla Zaratustra no es otro que el volver a tomar posesión de la propia potencia creadora del cuerpo y de la tierra. El sentido de la tierra no es el ser metafísico; es algo que se crea a partir de las fuerzas inmanentes propias de lo que experimentamos como lo más terreno: nuestro cuerpo. El nuevo orgullo se manifiesta en el crear. Así se puede volver a andar el camino ya recorrido por los hombres, sin querer huir de él, sino asumiendo como propias las fuerzas inmanentes de la tierra. “Una nueva voluntad enseño yo a los hombres: ¡querer ese camino que el hombre ha recorrido a ciegas, y llamarlo bueno y no volver a salirse a hurtadillas de él, como hacen los enfermos y moribundos!” (Z, “De los trasmundanos”).

      De esas fuerzas no se puede escapar porque fueron ellas las que, incluso, crearon los trasmundos –no es trayendo unas fuerzas externas a lo humano como se superan los trasmundos y su visión negadora de la existencia, son las fuerzas inmanentes las que le pueden dar forma a una manera nueva de asumir la vida, como, por ejemplo, los llamados por Nietzsche ‘impulsos malvados’, sobre los que hablaremos en la segunda parte de este libro. De cualquier forma, el cuerpo ha querido también huir de la tierra proyectando su ilusión más allá del hombre. Aun así, en este momento se trata de querer ese camino ya recorrido por el hombre. Zaratustra, por su parte, saca consecuencias de su evaluación:

      De su miseria querían escapar [los que despreciaron el cuerpo y la tierra], y las estrellas les parecían demasiado lejanas. Entonces suspiraron: “¡Oh, si hubiese caminos celestes para deslizarse furtivamente en otro ser y en otra felicidad!” –¡entonces se inventaron sus caminos furtivos y sus pequeños brebajes de sangre! […]

      Indulgente es Zaratustra con los enfermos. En verdad no se enoja con sus especies de consuelo y de ingratitud. ¡Que se transformen en convalecientes y en superadores, y que se creen un cuerpo superior! (Z, “De los trasmundanos”)

      Y con esto arribamos al objetivo de esta evaluación. Zaratustra no solo hace un diagnóstico de sí mismo y de los enfermos que han creado los trasmundos. También viene a anunciar las potencias inmanentes al cuerpo y a la vida como creadoras. El cuerpo, en la filosofía nietzscheana, es el objeto de las evaluaciones, diagnósticos y, además, el hilo conductor que hay que seguir para recuperar el sentido y las potencias de la tierra y del cuerpo. El mismo cuerpo buscó formas de consuelo para la enfermedad y el sufrimiento –padecidos por el propio Nietzsche y por su personaje Zaratustra–, especies de brebajes de vida y de felicidad “en otro ser” que, en vez de querer el cuerpo, proporcionaban una huida del propio cuerpo y de las fuerzas humanas creadoras. Pero con ello, paradójicamente, desplegaban esas fuerzas creativas; se crearon un cuerpo para huir de la tierra, un cuerpo que del sufrimiento, la enfermedad y el cansancio sacó fuerzas para huir de sí mismo. El cuerpo quiso la nada del ser. Hacer un diagnóstico como este lleva a Nietzsche no solo a someter a crítica las formas de consuelo y las fuerzas que les dieron origen, sino a señalar la existencia de esas mismas fuerzas y su potencia creativa, en fin, a afirmarlas. Por ello, es posible volverse convaleciente y crearse “un cuerpo superior”. Si se quiso huir del cuerpo y de la tierra creándose una especie de fisiología que buscaba consuelos trasmundanos, es porque es posible crearse un cuerpo que quiera el cuerpo y la tierra. Aquí está la fuerza de una filosofía como la de Nietzsche, cuya pretensión es seguir el hilo conductor del cuerpo, no solo como el lugar de las evaluaciones críticas, sino también como la señal para producir una nueva forma de hacer filosofía, más cercana de la vida y del cuerpo. Es la vieja pretensión de hacer de la filosofía una forma de vida y de establecer una relación orgánica entre el concepto y la vida.

      En esta última etapa del texto, además de la crítica a los enfermos que crean trasmundos y consuelos para su dolor, Zaratustra aborda de forma negativa la relación entre enfermedad y conocimiento. Veamos:

      Tampoco se enoja Zaratustra con el convaleciente si este mira con delicadeza hacia su ilusión y a media noche se desliza furtivamente en torno a la tumba de su dios: mas enfermedad y cuerpo enfermo continúan siendo para mí sus lágrimas.

      Mucho pueblo enfermo ha habido siempre entre quienes poetizan y tienen la manía de los dioses; odian con furia al hombre del conocimiento y a aquella virtud, la más joven de todas, que se llama: honradez [Redlichkeit]. (Z, “De los trasmundanos”)

      Zaratustra les ha pedido a los enfermos que se transformen en convalecientes, que procuren recuperarse de la enfermedad y, con ello, producir las condiciones para crearse un cuerpo superior a partir de las propias fuerzas fisiológicas; las mismas que hicieron posible crear trasmundos y fuegos fatuos. Zaratustra les propone crearse un nuevo cuerpo. Pero como el convaleciente apenas está saliendo de la enfermedad, puede correr el peligro de crearse dioses o de seguir creyendo en los antiguos ya muertos. Es una forma de consuelo comprensible, pues estando enfermo se desea huir del dolor, ya que este, en principio, no es asumido como parte de la vida. Ahora bien, ¡cosa curiosa!: estos hombres ya no creen con la convicción de antes, pero se radicalizan: “demasiado bien conozco a estos hombres semejantes a Dios: quieren que se crea en ellos, y que la duda sea pecado” (Z, “De los trasmundanos”). Ya no se trata solo de la ilusión proyectada en mundos metafísicos, de la esperanza puesta más allá del hombre y de la tierra. No. Ahora estos hombres desean que se crea en ellos, que su sola fuerza de convicción baste para justificar esos dioses inventados por ellos. Vuelven a los tiempos oscuros en los que “el delirio de la razón”, que proyecta las ilusiones en mundos perfectos por encima o por detrás de los hombres, “era semejanza con Dios, y la duda era pecado” (Z, “De los trasmundanos”). Solo que ahora ya no se trata de una fe ciega en esos trasmundos, cuya existencia real se quería demostrar. Si ahora la duda es pecado, es porque estos hombres quieren que se crea en ellos y en sus delirios. Pero ellos solo creen en una cosa: en sí mismos. Su fuerza está en su poder de convicción. “En verdad, no en trasmundos ni en gotas de sangre redentora: sino que es en el cuerpo en lo que creen, y su propio cuerpo es para ellos su cosa en sí” (Z, “De los trasmundanos”). No obstante, se trata de un cuerpo enfermo del que quisieran escapar con gusto. Escuchan a predicadores de la muerte, de la huida del mundo, o se convierten en ellos.

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