El cuerpo duradero. Luis Antonio Cifuentes Quiñones

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El cuerpo duradero - Luis Antonio Cifuentes Quiñones Laureata

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en general, aquel tacto para percibir nuances, aquella psicología del ‘mirar por detrás de la esquina’ y todas las demás cosas que me son propias no las aprendí hasta entonces, son el auténtico regalo de aquella época, en la cual todo se refinó dentro de mí, la observación misma y los órganos de ella. (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1)

      Como se observa aquí, el experimento es muy concreto. Ascender hasta los “conceptos y valores más sanos”, desde los momentos más bajos de la fisiología y de la existencia, eso sí, con la claridad dialéctica que brinda la enfermedad, y, desde la altura, “plenitud y autoseguridad de la vida más rica”, descender para comprender mejor “el secreto trabajo del instinto de décadence [Décadence-Instinkts]” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Obsérvese que lo llama ‘instinto’, lo cual se debe a ese conocimiento incorporado producto de la decadencia como experiencia vital. Eso es lo que vive en los momentos más bajos a los que lo lleva la enfermedad.

      Las conclusiones del cuerpo enfermo y el cuerpo sano: el camino personal de Zaratustra y su experiencia del sufrimiento

      Llegados aquí, es necesario profundizar en un aforismo de Aurora, el 114, llamado “Del conocimiento del que sufre”. Allí se ilustra bien lo que venimos exponiendo acerca de la periodicidad de la vida y de los estados fisiológicos. En principio está escrito en un tono impersonal, refiriéndose a los enfermos atormentados por el dolor durante un periodo largo de tiempo, pero a los que no se les ha nublado el entendimiento por su causa. Están lo suficientemente lúcidos como para poder experimentar y observar las variaciones de sus cuerpos y con ello adquieren un conocimiento suficiente sobre los avatares de la vida y sus fuerzas. Ese terrible y prolongado estado no es irrelevante para el conocimiento, descontados “los beneficios intelectuales” que en esos momentos producen la soledad y la emancipación de las obligaciones y las costumbres.

      Lo primero que se transforma es la mirada a las cosas: el que sufre “lanza una mirada terriblemente glacial hacia fuera, a las cosas” (A, §114). El mundo se transforma ante sus ojos. Sale de sí y mira desde un estado corporal que no es el de la salud. Ahora bien, no deja de ser curiosa la afirmación de Nietzsche. Para el enfermo, las cosas han perdido el atractivo engañoso que poseen habitualmente para el hombre sano. Este no tiene por lo general una visión clara de las cosas, a menudo se deja engañar por ellas y, sobre todo, esta visión es inseparable de su estado sano. En el estado mórbido, por el contrario, el enfermo se sumerge en las cosas, experimenta las contradicciones de la fisiología. Pero ahí se delata la consecuencia más importante, pues esta lucidez es dada por la atención a sí mismo, posible en este estado: “sí, él se ve a sí mismo tendido delante de sí, sin plumaje alguno y sin colores” (A, §114). Sumergido en las cosas también obtiene una visión de sí mismo igual de glacial y poco engañosa. Ahora bien, ¿qué pasa con el estado del enfermo?, pues podría vivir en un estado “imaginario”, según nuestro filósofo. Podría engañarse respecto del valor de la vida y quedar preso del sufrimiento. En otras palabras, en ese estado mórbido puede llegar a ser pesimista con facilidad. Pero la expectativa nietzscheana de la enfermedad como experimento del que conoce y la lucidez que, en dicha condición, le brinda a este último su entendimiento producen en el enfermo la “suprema desilusión del dolor”; no obstante, esa visión de sí mismo y de las cosas, por más decepcionante que sea, semejante desilusión, producto de una visión glacial, es el único medio del enfermo para liberarse del dolor.

      Junto con la desilusión, se produce una “enorme tensión de la inteligencia” de cara al dolor. Esta hace que todo “brille con una nueva luz”: se produce un conocimiento tan agudo –por lo mismo, frío–, que las “nuevas iluminaciones” dan lugar a un alto estado de excitación. Es tan poderosa esa excitación como para ofrecer consuelo a la seducción del suicidio “y hacer que seguir viviendo parezca al que sufre algo sumamente deseable” (cf. A, §114). Este cuerpo irritado, enervado, excitado, es también un cuerpo enfermo, pero la perspectiva asumida aquí nos lo muestra luchando por no terminar siendo esclavo de su estado, por no dejarse seducir por la decadencia de la enfermedad. El enfermo, aquí, conoce. Llegado a este punto, nuestro enfermo piensa con desprecio sobre la nebulosa irreflexividad del sano, incluso de las ilusiones “en las que antes jugaba consigo mismo”. Obtiene placer al conjurar el desprecio hacia la vida que produce el dolor persistente y, de ese modo, hace sufrir amargamente al alma. Este “contrapeso” surge como efecto de un momento de lucidez tal. Así, en virtud de la necesidad de ese contrapeso, ahora el enfermo se para frente al “dolor físico”. Apela a su esencia –puntualiza Nietzsche– diciéndose: “[…] ¡toma tu dolor como una pena que te impones a ti mismo! ¡Disfruta de tu superioridad como juez! […] ¡Elévate sobre tu vida como lo haces sobre tu dolor, mira abajo hacia tus profundidades y tu abismo” (A, §114). La necesidad de contrapeso – antes hablamos de instinto de décadence– ha hecho que el enfermo se eleve y mire desde ahí, con fría lucidez, su minimum, su decadencia. De este modo, ha hecho su aparición el orgullo y no el pesimismo, al contrario de lo que debería esperarse.

      Nuestro orgullo se rebela como nunca: se tiene como un estímulo incomparable contra un tirano como el dolor y contra todas las insinuaciones que nos hace para que ofrezcamos testimonio contra la vida, – precisamente para defender la causa de la vida contra el tirano. (A, §114)

      De un momento a otro hemos asumido una nueva perspectiva, gracias al orgullo; desde lo alto, desde la claridad dialéctica y el elemento personal del orgullo, nos damos cuenta de que es posible representar “la causa” de la vida. En esta forma de asumir el sufrimiento se encuentra el toque particular de la experiencia nietzscheana: no opta por el pesimismo concediéndole el triunfo al dolor. Contra el tirano se asume el punto de vista de la vida; así se defiende uno de todo pesimismo, para que este “no aparezca como consecuencia de nuestro estado” (A, §114). La filosofía que asumamos, pues, es ‘consecuencia’ de ‘nuestro’ estado.

      Llegados a este punto en la lectura del aforismo, es notorio el cambio en el tono del escrito. Nietzsche abandona la tercera persona y parece involucrarse en el ‘nosotros’. Es como si nos estuviera haciendo una confidencia sobre su vida, pero con un énfasis más amplio que el de la vida particular del señor Nietzsche. “Pero dejemos a un lado al señor Nietzsche” (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2). Está refiriéndose a las consecuencias del estado prolongado de enfermedad para una filosofía que mira desde la perspectiva de la vida y sus avatares.

      Se ha producido un nuevo giro. En este estado se vislumbra la curación. El orgullo se presenta como una forma muy alta de juicio, que lleva consigo “abiertas convulsiones de arrogancia” (A, §114) y, no obstante, fue, en su momento, una medida de defensa apropiada contra el dolor y sus seducciones. A partir de este rechazo del orgullo, ya se alcanzan a presentir la curación y la calma. Así, el primer efecto de este giro en la disposición corporal es que nos defendemos contra lo que nuestro filósofo llama “el poder superior” de la arrogancia; ahora, quién lo iba a pensar, nos peleamos contra el orgullo como si esta vivencia hubiese sido algo único y muy personal –he ahí un Nietzsche, podríamos decir, más íntimo en sus afirmaciones–. Se exige, de esa manera, un “antídoto” contra el orgullo con el cual “hemos soportado el dolor”. Ya es el momento de observar lo que ha acontecido, sobre todo porque, de todos modos, el dolor nos ha vuelto en extremo “personales”. Sí, se trata de una vivencia propia, no obstante, también es necesario ver lo que aprendimos, esto es, qué de todo ello enriquece nuestro conocimiento: “queremos extrañarnos y despersonalizarnos, después de que el dolor nos haya hecho durante demasiado tiempo violentos y personales” (A, §114).

      Esta, tal vez, es la razón por la cual el aforismo cambió de tono. De la descripción del dolor en ciertos hombres se pasa a una especie de confidencia personal, pero con el fin de sacar consecuencias, por decirlo así, más universales: cuáles fueron los efectos de una prolongada

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