Testigo del siglo XX. Pedro Arrupe

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Testigo del siglo XX - Pedro Arrupe Clásicos Ignacianos

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de los que naufragan en esta vida de desamparo,

       que se encendió en mí el deseo ardiente de imitarle

       en esta voluntaria proximidad

       a los desechos del mundo,

       que la sociedad desprecia,

       porque ni siquiera sospecha que hay un alma

       vibrando bajo tanto dolor.

      Pedro Arrupe, S. J., Lourdes, Francia, s. f.

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      Fuente: Compañía de Jesús. Archivo Digital Pedro Arrupe, https://arrupe.jesuitgeneral.org/en/

      En este segundo capítulo se transcriben algunos apartes de la narración que hace Arrupe acerca de su experiencia con la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Estos textos son ejemplo de la sensibilidad de Arrupe por las realidades humanas y ejemplo de su prosa realista y vivaz.

       El padre Arrupe era maestro de novicios, en Hiroshima, y estaba allí el día en que los Estados Unidos de América lanzó la bomba atómica sobre esta ciudad, que ocasionó la muerte instantánea, heridas y secuelas por radiación a más de 100 000 personas.

      En aquel momento dejaron de tocar las sirenas. Apenas habían transcurrido cinco minutos, eran las 8:15, cuando un fogonazo como de magnesio rasgó el azul del cielo.

      Yo, que me encontraba en mi despacho con otro jesuita, me puse inmediatamente en pie y me asomé a la ventana. En aquel momento, un mugido sordo y continuado, más como una catarata que a lo lejos rompe que como una bomba que instantáneamente explota, llegó hasta nosotros con una fuerza aterradora. Tembló la casa. Cayeron los cristales hechos añicos, se deshicieron las puerta y, los tabiques japoneses de barro y cañizo se quebraron como un naipe aplastado por una mano gigantesca. Aquella fuerza terrible que creíamos iba a desgarrar el edificio por los cimientos, nos tiró por el suelo con la bofetada de su empuje. Y mientras nos tapábamos la cabeza con las manos, en gesto instintivo de defensa, una lluvia continua de restos destrozados fue cayendo sobre nuestros cuerpos tendidos inmóviles en el suelo.

      Cuando aquel terremoto se acabó, nos pusimos en pie, temiendo ambos ver herido al otro. Afortunadamente nos encontrábamos incólumes, sin más consecuencia que las naturales contusiones de la caída. Fuimos a recorrer la casa. Mi gran preocupación era los treinta y cinco jóvenes jesuitas de los que era responsable. Cuando pasé por el último de los cuartos, vi que no había un solo herido.

      El ruido fue muy pequeño, pero le acompañó un fogonazo que fue el que a nosotros nos hizo el efecto de una llamarada de magnesio. Durante unos momentos, algo, seguido de una roja columna de llamas, cayó rápidamente y estalló de nuevo, esta vez terriblemente, a una altura de 570 metros sobre la ciudad. La violencia de esta segunda explosión fue indescriptible. En todas direcciones salieron disparadas llamas de color azul y rojo. Inmediatamente, un trueno espantoso, acompañado de insoportables ondas de calor, cayeron sobre la ciudad arrasándolo todo. Ardió todo cuanto podía arder y las partes metálicas se fundieron.

      Todo esto fue la tragedia del primer momento. Al instante siguiente, una gigantesca montaña de nubes se arremolinó en el cielo. En el mismo centro de la explosión apareció un globo de cabeza terrorífica. Y con él, una ola gaseosa de 500 millas por hora de velocidad barrió todo lo que se encontraba en un radio de 6 kilómetros. Por fin, diez minutos más tarde, una especie de lluvia negra cayó en el noroeste de la ciudad.

      Los japoneses, que ignoraban que había explotado la primera bomba atómica, con esa armonía imitativa de su lenguaje, designaron aquel fenómeno con la palabra Pika-don. Pica era para ellos el fogonazo deslumbrador, y don, el ruido explosivo que le siguió después.

      Por todas partes, muerte y destrucción. Nosotros, aniquilados en la impotencia. Y él allí conociéndolo todo, contemplándolo todo, y esperando nuestra invitación para que tomásemos parte en la obra de reconstruirlo todo.

      Salí de la capilla y la decisión fue inmediata, haríamos de la casa un hospital… Me acordé que había estudiado medicina. Años lejanos ya, sin práctica posterior, pero que en aquellos momentos me convirtieron en médico y cirujano. Fui a recoger el botiquín y me lo encontré entre ruinas, destrozado, sin que en él hubiese aprovechable más que un poco de yodo, algunas aspirinas, sal de frutas y bicarbonato. Eran más de doscientas mil las víctimas. ¿Por dónde empezar? Había que obrar sin remedios, y esta realidad impuso los procedimientos que cabía utilizar. Nos encontrábamos con naturalezas gastadas por una guerra durísima, en la que los alimentos escaseaban desde hacía mucho tiempo. Tenían [El pueblo japonés] un fondo tuberculoso, sustrato común de muchos millones de japoneses que habíamos de fortificar a fin de que duplicasen sus energías para la convalecencia. Era pues necesario darles de comer en abundancia… y no teníamos en la despensa nada. Nosotros, como cualquier otro japonés, vivíamos con el escaso racionamiento de arroz que nos pasaban. Y este era tan menguado que no había posibilidad alguna de hacer economías.

      Muchas [heridas] eran consecuencia de contusiones producidas por el desplome de los edificios. Eran fracturas de huesos y cortes, pero no como los de un sable o una bala, que dejan limpios los labios de la herida, si no como los originados por el desplome de un edificio, por la presión de vigas que se hunden sobre uno, por la lluvia y las tejas pulverizadas, que desgarran la masa muscular y dejan incrustadas en ellas partículas de serrín, cristal, madera… y esquirlas de los propios huesos destrozados. Otras eran limpias, como las producidas por vidrios, más fáciles de limpiar y menos propensas a la infección. Pero lo dominante, tal vez, eran las quemaduras.

      Era desconcertante. Hoy ya sabemos que se trataba de los efectos de las radiaciones infrarrojas, que atacan los tejidos y producen no solo la destrucción de la epidermis y de la endodermis, sino también la del tejido muscular, originando aquellas supuraciones, causa de tantos muertos y también de tanta desorientación para nosotros.

      Además el trabajo era penoso, pues cuando se produce una ampolla por la rozadura de un zapato, por ejemplo, se hace una punción con un alfiler y sale una gotita de agua. Pero cuando en una ampolla que ocupa medio cuerpo se hace la punción, salen más de 150 centímetros cúbicos. Al principio usábamos cubetas niqueladas, pero desde la tercera cura, viendo todo lo que teníamos delante, empezamos a utilizar los calderos y baldes que encontrábamos por la casa.

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