Entre un caos de ruinas apenas visibles. Guillermo Espinosa Estrada

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parte de su leyenda, una parte minúscula en realidad, es la que me interesa: la que le atribuye haber erigido una efigie al dios de la Risa. Plutarco, autor del recuento más pormenorizado de su vida y obra, dice que en efecto lo hizo. “Ni siquiera el propio Licurgo era descomedidamente severo”, señala, “por el contrario, refiere Sosibio que aquél erigió la estatuilla de la Risa, introduciendo así oportunamente la broma, como condimento del cansancio y del método de vida, en los banquetes y en las tertulias”. Este es el inicio de esta historia. Esto es lo único que se sabe de ella.

      Erich Auerbach nació en el barrio de Charlottenburg, en el seno de una acomodada familia berlinesa. Aunque judío de origen, nunca practicó su religión y toda la vida se consideró a sí mismo como enteramente prusiano.

      Sobre estas piedras edificaré mi iglesia:

      Ni siquiera el propio Licurgo era descomedidamente severo. Por el contrario, refiere Sosibio que aquél erigió la estatuilla de la Risa, introduciendo así oportunamente la broma, como condimento del cansancio y del método de vida, en los banquetes y en las tertulias.

      (Plutarco, Licurgo, 25.)

      Como si fuera capaz de insuflar vida en algo que estaba inerte, como si pudiera crearlo de la nada, existen tradiciones donde el universo también ha sido producto de una carcajada divina. Entre los nativos de Norteamérica, por ejemplo, se mantiene la creencia de que el trickster —un tipo de demonio y bufón— no sólo se divierte con las bromas pesadas que le hace a la humanidad, además es el creador del mundo. En otras palabras: el mundo es el juego cruel de los dioses y nosotros sus juguetes. Si entendemos las cosas así renunciamos al principio divino, a la unidad cósmica y a la mismísima Providencia; todo se reduciría a una inmensa rebaba estelar.

      Sosibio era un nombre bastante popular entre los griegos. Al menos cuatro se dedicaron a la literatura: Sosibio, poeta trágico —ningún otro dato tenemos de él—; Sosibio, tutor del emperador Británico —ningún otro dato tenemos de él—; Sosibio, filósofo que se opuso a las ideas de Anaxágoras —ningún otro dato tenemos de él— y Sosibio, gramático —de quien sabemos todo en comparación a los anteriores—. “Distinguido gramático lacedemonio”, dice Sir William Smith, “que vivió bajo el reinado de Ptolomeo Filadelfo (alrededor del 250 a.C.) y contemporáneo de Calímaco. Fue uno de los escritores que se dedicaron a resolver las dificultades filológicas de las obras antiguas; alguno de sus tratados, no sabemos cuál, contiene información sobre el origen de la comedia dórica, sobre la dicelistae y sobre el arte de los mimos. Sólo nos quedan fragmentos aislados de su obra”. Este último es el Sosibio que cita Plutarco; en ese tratado sobre la comedia tendría que haber aparecido la escultura.

      Los espartanos son los antiguos descendientes de Heracles y Deyanira. Cuenta la leyenda que, poco después de la muerte del patriarca, fueron expulsados de la península del Peloponeso por las huestes del rey Euristeo. Entonces vagaron por las tierras del Ática hasta que lograron refugiarse en la ciudad de Atenas, lugar donde tenían que permanecer por “tres cosechas”. El oráculo no se refería a tres años, hablaba más bien de generaciones: fue al cabo de casi un siglo que los espartanos volvieron a Laconia y pudieron así reconquistar sus tierras.

      No aparece en los diccionarios históricos ni en los mitológicos, mucho menos en portales cibernéticos. Las publicaciones más quisquillosas registran Gelo —gobernante de Siracusa—, Geloi —gentilicio de los habitantes de Gela— y Gelos —puerto de Caria, cercano a la isla de Rodas—. Nada bajo el término “Gelasma”. El dios de la Risa es un personaje demasiado intrascendente, casi tímido, como para colarse en el inventario de la Antigüedad.

      Pero para muchas otras tradiciones griegas, el mundo no surgió de una carcajada divina; según Hesíodo lo hizo del Caos, según Plotino de la fragmentación del Uno. A pesar de ello, su panteón guarda varios nichos para deidades risueñas; de hecho, en ocasiones pareciera que el Olimpo es sede de animadas reuniones sociales. Es una corte bastante frívola, un tanto decadente incluso, que se solaza con el chisme, la intriga y la agudeza. Pareciera que ahí nada es completamente en serio, al menos no los problemas de la humanidad. Nuestra vida, por más terrible que nos pudiera parecer, por más dolor que pueda provocarnos, es tan corta y limitada —tan terrenal— que a los dioses sólo puede inspirarles una sonrisa de conmiseración.

      Vuelvo a teclear Cloricio en el buscador, con la esperanza de que los adelantos tecnológicos colmen esta extraña sensación de vacío. Después de todas las combinaciones posibles, busco “Gelos” una vez más y, por qué no, “Gelasma”, “dios de la Risa”, “risa griega” y “escultura risa Licurgo”, así como otras derivaciones igualmente inútiles. Por lo que he podido averiguar en los últimos meses, Heródoto, Jenofonte y Plutarco abundaron sobre la cultura espartana, pero la estatua de la Risa sólo la menciona el último. Empezar por ahí. Otra ocurrencia, absurda, ridícula, irresistible: reconstruir el tratado de Sosibio. Si ahí aparecía la escultura del dios Gelos, algo de su sentido, tarde o temprano, tendría que revelarse.

      Μειδαν (meidan), vocablo que en griego antiguo quiere decir sonrisa. Comparte raíz con términos como asombro, estupefacción y, en particular, boquiabierto. Entendida de esta manera no resulta sorprendente que la palabra “milagro” tenga aquí su raíz más remota.

      Walter Benedix Schönflies Benjamin adquirió de su padre el gusto por el coleccionismo. Desde niño comenzó a amasar un enorme acervo donde “cada piedra que encontraba, cada flor que cogía y cada mariposa capturada” eran para él “una colección única”. A partir de sus travesuras en Berlín, conformó un archivo cuya función no era petrificar el pasado sino renovar lo antiguo: “renovar lo antiguo mediante su posesión”, escribió, “era el objeto de la colección que se amontonaba en mis cajones”.

      Según la mitología egipcia, Ra —el dios del Sol— abandonó la corte celestial para recluirse en una cueva, ya que Babi —el dios de la fertilidad— lo había insultado diciéndole que su culto no tenía seguidores. Las otras divinidades, ansiosas de luz, expulsaron al maldiciente para reivindicar el honor de Ra, pero ni eso apaciguó su pataleta. Fue entonces que la diosa Hator —de quien se dice jamás experimentó la pena o el dolor— se dirigió a su guarida y empezó a bailar y a quitarse la ropa hasta que le mostró sus partes íntimas. A Ra le pareció tan gracioso que no pudo contener la risa, se puso de buen humor y volvió a iluminar el mundo. Este es el motivo por el cual, cada tanto, ocurren los eclipses solares.

      En la página 649 del Diccionario universal de la mitología ó la fábula (1835) leo: Gelasio, dios de la Risa —ningún otro dato tenemos de él—.

      Aunque ya habíamos acordado que me hospedaría con ella en mi viaje a Veracruz, Camila y yo no afinamos los detalles de mi visita hasta que le llamé desde la Ciudad de México un día antes.

      A esa hora no voy a estar, me dijo, pero le voy a decir a Paty.

      ¿Paty?, ¿tu roommate?

      No, la señora que me ayuda con Pablo en las mañanas.

      Okey.

      Pero si ella no está…

      ¿Qué?

      Te voy a dejar una llave debajo de una virgen que está en la entrada.

      Tuve que hacer una pausa para asimilar que, después de todas las invectivas que le había escuchado en contra del “opio de los pueblos”, Camila ahora tenía un altar en casa.

      ¿Una virgen? ¿Pues a dónde hablo?

      Imbécil.

      ¿Camila

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