Cameron. Hernán Ronsino

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Cameron - Hernán Ronsino

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usaba como estudio. En esa habitación Orsini es desvestido por la chica y es también ella la que lo monta sobre una cama estrecha. Lo que se ve entonces son movimientos bruscos. Ella hace presión contra Orsini. Una presión constante que Orsini no puede contener. Apenas estira los pies y pide, con los brazos flacos, simulando una caricia, que se retire. Entonces ella se enoja, discuten y sale a la noche, vistiéndose. Orsini se queda mirando la computadora, abrazado a su gato gris. Las luces intermitentes de la pantalla le explotan en la cara.

      Un jueves a la tarde camino por el parque de los Tilos, rodeo el lago artificial y me siento en un banco. La gente corre bordeando el lago o pasea con tranquilidad. Desde ahí puedo ver la forma del hotel nuevo. Ya se ha vuelto una atracción turística visitar el error arquitectónico del hotel. Todos lo llaman el hotel Pisa. No importa el nombre inglés que lleva adherido a sus cinco estrellas. Muchos se detienen a sacarle fotos y a difundirlas en sus redes virtuales. Una de las vigas centrales, levemente inclinada, produce un efecto de caída inminente. Al principio los dueños lo plantearon como algo buscado pero los especialistas confirmaron que no: se trata de un error que no implica peligro para la integridad del edificio. Pero es un error. Nadie perdona un error, ¿no es cierto?, dice alguien atrás mío. Hasta que no me doy vuelta no reconozco la voz de Juan Silverio. Un error es una grieta demoledora porque aunque alguien lo perdone la sensación de que algo se ha roto es inapelable, dice. Se puede disimular. Pero en el fondo está la grieta. Nada es igual después de un error. Acaso, Cameron, ¿usted no me sigue más por eso?, dice. Y dígame, ¿cuál sería su error, Silverio?, contesto con mi voz más suave. Pero Silverio igual se cohíbe. Y dice algo del hotel. Dice que pasó una noche con Albert, un amigo, en la habitación inclinada. Eso fue unos días antes de morir. Albert estaba enfermo y quería pisar ese suelo inclinado. Pasar la noche ahí. Lo acompañé porque apenas se desplazaba. Le gustaba estar hundido en un error. Eso le despertaba una risa nerviosa. En el silencio de la madrugada, Albert me dijo que estar así, como a punto de caer, era lo que sentía todos los días en su cuerpo. Y que esperaba el momento de caer de una buena vez. Después, en las semanas que le quedaron, no hizo otra cosa que contar, con una sonrisa, lo que había sentido en el hotel. Era su mejor chiste. Creo que se murió contento, dice Silverio. Y un silencio raro nos bloquea por un instante. Pero lo ando buscando hace algunos días, Cameron, porque Elda Cook nos invitó a cenar. Es el sábado a la noche. Y nos pasará a buscar a cada uno por su casa.

      El viernes a la noche no duermo. Miro las luces del barrio Alto, forman un círculo de luces perfecto. Y sigo los movimientos frenéticos de Orsini. Trabaja en varias computadoras a la vez. Cada dos horas sale al patio a fumar. Es un patio que compartimos. No hay nada que nos separe, no hay fronteras. Eso lo supimos manejar bien con los Burstein. Entonces a las cuatro de la mañana –porque los horarios que elige son precisos como el círculo de luces del barrio Alto– salgo, haciéndome el distraído, con una bolsa de basura. Cuando me ve, Orsini dice si necesito ayuda. Hola, le digo, no es necesario. Tiro la bolsa en el conteiner y me acerco a saludarlo. Le estiro la mano con una sonrisa. Orsini, dice Orsini con el pucho en la boca. De cerca se le ven los huecos en la cara: una cara acribillada por la viruela, son los detalles. Me imagino que ya debe estar al tanto de lo que se dice de mí, digo con la misma sonrisa cortés. La cara de Orsini se estremece y se congela en un gesto absurdo. Si no lo sabe ya se lo van a contar, aclaro. Para lo que necesite, Cameron, le digo. Y vuelvo a casa. Orsini se queda un rato en el patio. Se fuma, esta vez, dos puchos. Cuando entra a la casa empieza a cerrar las persianas. Entonces me doy cuenta de algo: que Orsini es un reverendo pelotudo. No duermo porque estoy nervioso. Y si no duermo, no cago. Eso explica algunas cosas. Los años y la soledad resquebrajan las asperezas irremediablemente. Eso pienso ahora cuando el sol aparece atrás del barrio Alto y apaga de a poco el círculo perfecto.

      ¿Dijo un horario? Dijo sábado a la noche. Pero ¿a qué hora empieza la noche para Elda Cook? La noche es un mar. ¿Cuál sería la boya en la que espero? Estoy cambiado con un traje que estuvo colgado en los roperos de arriba, en la parte más difícil de acceder. No encontré la escalera para trepar al ropero porque yo se la había prestado a los Burstein hace cinco años. Y nunca la devolvieron. Por eso, a modo de venganza, una venganza inútil, claro, porque los Burstein ya no viven más ahí, toqué el timbre del vecino cerca de las cuatro de la tarde. Quería, de algún modo, y con hechos, prolongar esa introducción de anoche. Orsini tardó en reaccionar cuando le dije que buscaba mi escalera. Esa que está ahí, dije mirando por detrás de la puerta entornada. Es mía, dije. Orsini, dormido y sin querer discutir, me la pasó. Subí con la escalera hasta los roperos de arriba –llegué agitadísimo– y así pude bajar el traje que ahora tengo puesto. La última vez lo usé para el casamiento de Lurmand. Eso fue hace siete años en el Club Náutico. Lurmand se casó grande con una checa de treinta años. Todos pensamos que lo hacía por la herencia. Y no nos equivocamos. Esa fue la noche que conocí a Mita. Ahora el traje me queda un poco más grande. Estoy perdiendo kilos pero no las ganas de coger. A Lurmand no se le paraba ni tomando pastillas. La checa murió a los treinta y cinco. Y Lurmand fue el único heredero de la fortuna. Tuvo suerte porque solo con su jubilación hoy sería un mendigo. Se compró una casa cerca del mar y cultiva peces chinos, de un color azulado.

      Son cerca de las once. Yo tomo un whisky mirando el barrio Alto, otra vez el círculo perfecto, con la certeza de que todo fue un invento estúpido de Silverio. Pero reacciono cuando escucho una bocina. Me asomo a ver qué pasa. Y ahí están. Veo parte de la cara de Elda Cook y el brazo ansioso de Silverio que me apura. Salgo con el traje celeste puesto. El auto es pequeño. Subo en la parte de atrás. Me cuesta hacerlo por la pierna y porque la parte de atrás es más alta. Tiene que bajar Silverio para ayudarme. Me avergüenza un poco la situación frente a Elda Cook. Encima ella dice: Vamos, viejo, arriba que la noche está en pañales. Acelera antes de que yo pueda cerrar la puerta. Pone música fuerte. Y canta mientras putea a los otros conductores. Silverio cada tanto me mira con una sonrisa cómplice. Elda Cook avanza como quiere. Frena de golpe y dobla sin cuidado. Eso me provoca un mareo espontáneo. Cuando me asaltan los mareos espontáneos me dan ganas de bajar o de vomitar. Es decir, pierdo todas las referencias. Estás pálido, viejo, dice la negra. Silverio le festeja desde su impotencia, desde su miserable vida. Salimos de la ciudad pero no sé muy bien por dónde. Y eso es un problema para mí: hay límites que no puedo cruzar y hasta ahora no quise romperlos. Si miro mucho afuera me derrumbo. Pero siento que subimos y cruzamos por calles suburbanas. Tal vez sea el monte Montalván pero no estoy seguro. Si eso es así en cualquier momento se dispararán las alarmas. Vamos, viejo, estás mudo, sos más cagón de lo que pensaba, grita la negra de mierda. Me concentro en una idea. Mita. Cuando cuelga la ropa en la parte más alta de los roperos, se estira de un modo particular y eso hace que sus pantorrillas se contraigan. Ese músculo estirado, en lo alto, me excita. Es una imagen que retengo como las imágenes más lejanas de la infancia. Y ahora me salva de este monstruo. Elda Cook es un monstruo. Eso pienso cuando el auto se detiene, abruptamente, en un bar oscuro. Me sacan de atrás casi a la fuerza. De pronto me convierto en un paquete que se arrastra. El aire de la noche me ordena pero sigo sin saber dónde estamos. Las luces de neón apuntan, rojas, intermitentes, contra un edificio chato y rectangular. Dice: Rancho Viejo. No veo luces en lo alto, ni en lo bajo, estamos en una pequeña pendiente. Por eso mismo me cuesta caminar. Ellos no saben quién soy yo. Tengo miedo de mi odio.

      Con el segundo whisky me calmo. Además Elda Cook se muestra más atenta. Me pregunta cosas. Está interesada en lo que hago durante todo el día. Yo voy hablando de a poco. Me cuesta sacarme el espíritu de la rabia de encima. Es un espíritu que me habita, más allá de los actos. Y ese espíritu puede permanecer incluso sin recordar el motivo de la rabia. Pero este no es el caso. La negra tiene un escote amplio que muestra parte de sus pechos y el tatuaje famoso. Esa cara de pirata. Una mujer pirata. Cuando fue parte de la publicidad contra los aviones en el cielo de la ciudad, Elda Cook aparecía empapelada en los muros como una guerrera romana y, apenas, dejaba mostrar parte de su tatuaje. Esa imagen fue un símbolo de rebeldía en los años ochenta, en plena lucha ecologista. Yo siempre encontré esa pelea como una pelea absurda que nos alejaba del progreso. Y algo así, efectivamente, sucedió. Pero, de todos modos, siempre, en el fondo, me atrajo ese símbolo de rebeldía. Siempre me cautivó su voz guerrera. Ahora que ya somos amigos, porque si

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