Cameron. Hernán Ronsino

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Cameron - Hernán Ronsino

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sonrío por primera vez en la noche. Usted me cae bien, digo. Ah, eso te gustó, viejo verde, dice. El verde está prohibido si te gustan los aviones, ¿o usted es ecologista de verdad?, digo con mi voz más firme, esa que cohíbe a cualquiera, incluso a Elda Cook. Es bravo el viejo, dice y levanta su copa para otro brindis. Ahora les toca a ustedes: cuéntenme un secreto de esos que llevan como una cruz. Juan Silverio toma un sorbo de ginebra y tose cuando traga. Sacude la cabeza y dice que es difícil. Qué cosa es difícil, pregunta la negra. Yo me anticipo y digo que nunca le tuve piedad al enemigo por eso nunca me tuvieron piedad a mí. Pero ese no es un secreto que me muerda el pecho. Digo eso para que se conmuevan. Para mover una pieza que deje expuesto, ahora, a Juan Silverio. Se hace un silencio incómodo. Lo percibo. ¿Qué cosa es difícil, Juan?, pregunta la negra prendiendo un cigarro de marihuana, abriendo el juego. Silverio se toma otro trago de ginebra. Mira para abajo, sonríe y dice con una voz desflecada que es virgen.

      Elda Cook nos pide, después de la confesión de Silverio, ir a un salón más íntimo. Atravesamos un corredor oscuro y, detrás de un cortinado bordó, entramos a un salón con sillones y una barra exclusiva. No hay nadie. Suena un piano bajo. Entonces Elda Cook se sienta en un sillón suave y quiere saber más. Silverio cuenta que trabaja de noche como locutor en Radio Región. Ese edificio plateado que está a medio camino entre la ciudad y el barrio Alto. Por eso los martes después del recital de Elda Cook se pierde por el bulevar que sale del Puente de Hierro. Se la pasa diciendo anuncios de teleféricos, paseos en la nieve, chocolates en rama; el número de las agencias de taxis que pueden llevar a los turistas –cada vez son menos desde que el aeropuerto local se cerró– al aeropuerto de Merdik o al Casino. A cada hora informa, además, las noticias. Dice que es un trabajo rutinario, en donde la idea misma de rutina golpea con la fuerza de ese timbre que suena cuando se cumple cada hora. El día es una rueda implacable que me arrastra, dice. Cada tanto me invitan del Círculo de Lectores para leer a algún poeta extranjero que traen para hacerle preguntas sobre su vida, sus modos de trabajo: qué secretos maneja en la cocina más íntima de la escritura. Cosas muy aburridas, dice Silverio. Pero esos poemas, a veces, son una sorpresa. De vez en cuando descubro una idea que me lustra los ojos. Y cuando me pasa eso, el día se renueva. Descubrir una idea, cristalizada o sostenida por un buen ritmo, me despierta el deseo furioso de contar. Entonces llego a la madrugada a la radio y hago todo lo posible para poder transmitir ese descubrimiento. Hago todo lo posible, dice Silverio, porque Latesa, el operador, es bastante disciplinado con los horarios. Una noche de lluvia, una noche de perros, dije en medio de un anuncio de chocolates que la vida era una reverenda mierda. Y confirmé algo que presentía en lo más profundo de mi alma: que nadie, nunca, me escuchaba. Ni siquiera Latesa o los directores de la radio. Eso me dio una libertad total. No importa lo que diga, importa que se cumpla en cada horario lo pautado. A partir de la siguiente noche empecé a leer, en medio de los anuncios, poemas. Fui mechando, por ejemplo, el anuncio de un hotel con el poema de Milton Bladier sobre las ventanas en la noche. Ese que dice: Sin justicia hay venganza. Solo respeto el momento de las noticias. Después de varios meses haciendo eso, recibí un llamado por teléfono. Atendió Latesa y dijo que era para mí. Me puse el auricular en la oreja con mucho temor: pensé en la muerte de mi madre adoptiva. Del otro lado, una mujer, se llamaba Bernina, estaba conteniendo el llanto, según ella, de la emoción; me dijo que una noche volviendo de un viaje largo sintonizó la radio y yo justo leía un poema de Anita Valfransky sobre la forma del humo. Me dijo que desde esa vez me escuchaba y, también, que desde esa vez se había enamorado de la poeta eslava y de mi voz. Pero yo, curiosamente, no podía dejar de pensar en la muerte de mi madre adoptiva, dice ahora Juan Silverio mirando a Elda Cook, que tiene los ojos rojos de marihuana.

      La historia de Silverio es lo último que retengo con claridad. A partir de ahí la noche se me va desprendiendo con cada vaso de whisky que Elda Cook insiste en servirme. Voy dejando de ver, voy dejando de hacer pie en la realidad. Por ejemplo: cuando reconstruíamos el Puente de Hierro nos tirábamos al río. Caer en el agua o dejarse caer en el agua provoca esa desorientación tan semejante a lo que me pasa ahora. Es una desorientación placentera. Pit tenía un cuerpo ágil y deportivo. Yo todavía estaba entero y podía nadar a la par de él. A los demás no les interesaba el agua. Una tarde apareció de sorpresa el ingeniero húngaro. Nos descubrió en el río y se hizo un silencio profundo. Pensamos que nos iba a echar de la obra. Pero se quitó la ropa y se arqueó en el aire para entrar con un clavado perfecto. El pelo se le disolvió con el agua. Era un punto blanco, deslizándose hacia nosotros. No todo debe ser exigencia, nos dijo, flotando en la parte más honda, en un tono extraño. Hacía veinte años que vivía en la región pero nunca se le había ido ese acento fundido en la lengua como una huella de barro reseca.

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