El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

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El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa

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alas abarcadoras y le susurró al oído a Laura una solución. Una solución clara. El cuervo le secreteó al oído con una nitidez y un convencimiento indudables y hasta casi se diría que alegró el semblante pálido de Laura. Y Laura cogió de la cocina el cuchillo grande y mientras escuchaba embelesada la voz cercana y familiar y lógica del gran cuervo, del cuervo inteligente que daba instrucciones precisas, fue dándose tajos carniceros. Tajos.

      Primero en su pecho derecho y después en su pecho izquierdo. Desde abajo. Sin ver en el espejo la sangre. Sin ver siquiera el dolor. Sin ver más allá porque, ver lo que se dice ver, Laura solo ve su pecho por fin sin pechos.

      Antes de desmayarse, tras la figura del cuervo, también pudo ver su cara en el espejo. Y justo antes de cerrar los ojos, también pudo contemplar, con enorme satisfacción, junto al charco de sangre que rodeaba sus pies, aquellas dos torres de carne y grasa desparramadas por el suelo, deshaciéndose en sanguinolencias. Quiso escupirlas, en un penúltimo gesto de asco, pero no pudo. Las últimas fuerzas no le alcanzaron para reunir ese esputo de alivio.

      Si alguien hubiera hecho algo. Si alguien se hubiera implicado. Incluso si Danilo Porter hubiera sabido del caso antes, con suficiente antelación, quizá la tragedia habría podido evitarse. O no, porque estos sucesos fueron extraños y llenaron páginas de los antiguos periódicos de papel durante más de un mes.

      Unos seis o siete años antes de que sus investigaciones lo llevaran a Calibán, aquella pequeña isla en medio del océano Atlántico, se registraron los primeros suicidios en Rijalbo, un pueblecito arrinconado a la vera de un muelle pesquero que lo protegía de las marejadas. Rijalbo era una localidad que sobrevivía gracias a la pesca y al turismo propiciado por el submarinismo. Unas cincuenta familias vivían allí, en ese enclave al sur de Calibán, la menor de la decena de islas que conforman el archipiélago Malvinio. Isla Calibán, alrededor de unos 278 kilómetros cuadrados de tierra abrupta y acantilada, como comprobó Danilo Porter cuando estuvo allí con ocasión de sus indagaciones.

      España, sumida por entonces en el desastre económico que congregó en el desempleo a la mitad de la población, había decidido, como la mayoría de los países, no hacer públicas las estadísticas de suicidios, una estrategia aconsejada por psicólogos que habían comprobado que hablar de suicidio llevaba a más de lo mismo. Por eso pasaron más o menos inadvertidos los primeros casos que se dieron en la remota Isla Calibán. Se consideraron normales, fruto de problemáticas personales o cuestiones económicas, motivos que estaban en la raíz de la mayoría de esas muertes.

      Danilo Porter, incluso, contempló esta opción, hundido en el vómito de su último desastre amoroso, y fue precisamente su propio abatimiento y su insólita búsqueda de métodos para quitarse la vida lo que le llevó a convertirse en un auténtico especialista, en ese investigador que desde hace unos cuantos años persigue comprobar una sospecha y preguntarse qué demonios hay detrás de los abultados índices de suicidios que vienen registrando todos los países sin excepción. ¿Se debía todo solo al crack de la economía mundial que empezó a destrozar el planeta a partir del cambio de milenio? ¿Tenían razón los agoreros que fijaban en el año 2000 el principio del fin del mundo? Danilo Porter tenía muchas preguntas sin respuesta dentro de sus bolsillos y eso era un peso intolerable para su propia curiosidad.

      Sus investigaciones, a título personal, porque ningún tipo de organismo oficial se lo había pedido, lo habían traído ahora a Isla Calibán, un destino que jamás habría entrado en sus planes a pesar de tan pacífico aspecto. Calibán, tan bucólica, habitada por poco más de cinco mil habitantes, en el transcurso de poco más de un lustro su población se había visto diezmada. Y, además, la isla en peso se había convertido en una especie de gran manicomio solo habitado por sordos.

      Y dicen que la culpa la había tenido el mar.

      Toda la dichosa culpa.

      El mar.

      Unos pocos años atrás, un tipo al que los calibanios apodaban Juan el Chingo por tener labio leporino, se arrojó por un acantilado convencido de que podría volar cual aguilucho. Se lanzó por los acantilados del norte tras correr unos cuatrocientos metros para ganar velocidad, como si fuera un avión. Quería volar desde Isla Calibán a Alemania, tras los pasos de una mujer llamada Celedonia Jesús, estimulante jovencita calibania que se había marchado tan al norte de la mano de su presunto novio teutón, un tal Hans Marcus Müller. Cuando muchas lenguas repiten una historia, sobre todo aquellas de las que se dispone de poca información veraz, ya se sabe, suelen deformarla hasta convertirla en leyenda, inventando por aquí y por allá. Danilo Porter averiguó que, efectivamente, el infeliz de Juan el Chingo se había matado al intentar volar, enamorado hasta las trancas de la tal Celedonia, arrojándose del pico más alto de los acantilados de Calibán. Pero también averiguó que lo apodaban “el chingo” porque tenía labio leporino y escupía al hablar, que la señorita Celedonia Jesús nunca le había hecho el menor caso y que el alemán, pieza clave de sus pesquisas, había existido realmente y había sido novio de Celedonia durante su estancia en la isla, pero que, un buen día, tal y como había aparecido, se desvaneció sin dejar rastro ni decir adiós a la pobre enamorada Celedonia, que no soportó ni el susto ni el engaño. Y la mujer despechada, al verse encerrada en aquella isla, sin posibles para ir tras él, acabó dándole de comer a los peces. Porque se fue al muelle viejo, donde aún quedaba una antigua escalera en desuso, y se amarró a ella cuando la marea estuvo baja. Y después cogió el extremo del cabo y lo amarró al fondo, a una de las varias anclas allí abandonadas, y esperó a que la marea creciera, alta, para dejarse ahogar, atada por un brazo a la escalera y por su tobillo derecho al ancla del fondo, así, toda estirada, espectáculo para los peces grandes y pequeños que, al segundo día, no dudaron en empezar a mordisquearla. Y si Juan el Chingo pensó que se había ido es porque todos lo pensaron y nadie imaginó que Celedonia, en la vorágine de su desespero, había decidido ser pasto de peces y tiburones en el fondo abandonado del muelle viejo. Nadie. Porque en menos de un mes tampoco había allí ni guiñapo que llamar Celedonia, porque una jauría de tiburones de alta mar, alertados por el festín de comida fácil, la habían desmenuzado a dentelladas. Si hay hambre no hay hueco para la misericordia, como todo el mundo sabe.

      Faltaríamos a la verdad si no dijéramos claramente que Danilo Porter también se interesó por el tema general del suicidio cuando se decidió a planear el suyo. Su último fracaso amoroso, el tercero en realidad, lo hizo sentir tan culpable que un buen día, frente a su ordenador, se sorprendió consultando páginas web que explicaban con detallada profesionalidad múltiples modos de quitarse la vida. Caros y baratos. Sangrientos y limpios. Fórmulas graciosas y fórmulas dramáticas. Desde las muy típicas, como cortarse las venas o envenenarse, a otras más o menos originales. Había, incluso (y sirvieron a Danilo Porter como menú de lectura durante bastante tiempo) páginas web que ofrecían al usuario la descarga gratuita de notas de suicidio ya redactadas con destino al jefe cabrón, a la esposa infiel, al amigo, a la suegra, a los padres, allanando el camino del futuro suicida hasta extremos increíbles. Había notas de suicidio que eran un prodigio de artificiosidad narrativa, propiciando tonos más o menos logrados donde el futuro suicida se mostraba enrabietado y su ira se canalizaba al estilo del realismo sucio, asentada en mil tacos tales como hijos de puta y grandes cabrones de mierda, os juro que desde la tumba escupiré en vuestras almas a otras más líricas, extraídas de la inspiración más romántica, tomadas casi directamente de la sangre enamoradísima del joven Werther, con frases ditirámbicas de este jaez: ¡Abandono este mundo sin consuelo, este mundo cruel! ¡Adiós, amigos! ¡Adiós amor mío! Me alejo de este espanto mientras veo mi roja sangre fluir y musitar tu nombre inmortal…

      Es cierto que Danilo Porter pasó más de medio año rumiando en serio la posibilidad de acabar consigo mismo, pero la propia comicidad con que algunas páginas de internet trataban el asunto, le arrancaron sonrisas sinceras. Una falta de “tragicidad” que propició en él cierta desdramatización del suicidio, restándole ánimos. Vio, casi sin querer, la esperpéntica caricatura de sí mismo en que se estaba convirtiendo.

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