El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

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El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa

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su propio suicidio pudiera engrosar estadísticas más o menos ocurrentes en aquellas webs casi satíricas. Se imaginó objeto del sarcasmo más cruel, el detective que se suicida tras seguir unas pistas que lo llevan a descubrir sus propios hermosos cuernos, el investigador que había sido inteligentemente engañado por su última esposa. Pero a Danilo Porter no lo habían engañado. No que no. Un poco de respeto, oiga. Sin embargo, si se suicidaba, él ya no podría dar explicaciones ni aportar pruebas ni ofrecer su versión de los hechos. Solo podría ser el hazmerreír de navegantes varios que malgastaban su tiempo en la red, y esa cómica inmortalidad digital, la del investigador que se suicida tras descubrir la burla de su propia esposa, recorrería la blogosfera llenándose de comentarios jocosos. Solo imaginar ese destino gracioso, de blog en blog y de tuit en tuit, de muro en muro y de email masivo en email masivo, restó ánimos a su trágica determinación. No. Danilo Porter, al menos por ahora, no se suicidaría. Sin embargo, sus navegaciones y cabotajes por internet despertaron su interés por la creciente ola de suicidios, mejor decir auténtico maremoto de suicidios, que estremecía al mundo, y su natural curioso hizo el resto. Dedicaría al menos su tiempo libre a averiguar qué estaba ocurriendo, por qué el índice de suicidios se había sextuplicado a lo largo de los primeros años del tercer milenio y viviría holgadamente de sus informes para las mutuas de la Seguridad Social española, siempre tratando de cazar in fraganti a todos esos que disfrutaban de unas inmerecidas vacaciones a costa del Estado gracias a dudosas bajas laborales.

      La verdad es que había mucho tiempo libre en la soledad de Danilo Porter. Después de los casi dos años que había durado su matrimonio con Eleonore, la peor de sus ex esposas y, sin embargo, la más que amó, ni siquiera tenía muy claro qué hacer con el tiempo que ahora se le desparramaba por todas las esquinas de su vida. Eleonore lo había llenado todo, todo lo había rebosado, y Danilo Porter, justo ahora lo descubría, se había acomodado al tipo de vida que ella había prefabricado para los dos.

      Contemplaba los imanes que ella había dejado en la nevera de su piso. Unos imanes feos, resueltamente horteras, que imitaban las formas de diversas frutas y hortalizas: una naranja, una lechuga, una zanahoria. Del imán—naranja pendía una breve nota de amor que él le había escrito cuando más roto estaba por la separación.

      Amada Eleonore,

      Quiero escribirte las más bonitas palabras de amor. Las palabras que todos los enamorados del mundo quisieran escribir, las palabras de los amores imborrables.

      El amor grande rompe la línea del tiempo. Abre un hueco y en él se acomoda para siempre. En ese bucle pervive, eterno e inolvidable, y da igual que concentremos todas nuestras fuerzas en olvidarlo porque ese amor ni siquiera está ya dentro de nosotros, dentro de mí, sino que está fuera, en ese incómodo lazo del tiempo, siempre inaccesible, que funda su propia infinita raíz. Yo amé tus sabores, olores y colores, y porque los amé los amo, y porque los amaba los amaré, mi instante frenético de luz. Ese amor me hizo saber del amor. Del amor mayúsculo.

      Te añoro siempre. Te recuerdo siempre. Y siempre estoy contigo, haga lo que haga, presencia constante. Tu cuerpo, tan pequeño, volvió reposo lo que siempre fue búsqueda. Amarte sin respiro llenó mi vida. Descubrí que eres mi principio y mi final. Si añoro tus besos pienso en tu saliva. Si recuerdo tu olor me nace el hambre. El deseo solo lo pronuncia tu nombre, solo se dice a tu manera. Es tu cuerpo el que musita música. Ah, ese ardor impronunciable, blanca sábana de mi alegría. Te quiero porque te quise y te quiero en presente, pasado y futuro, y es peor que lástima, peor que tristeza, saber que tú no me amaste igual, que nuestro amor solo a mí me sacó del tiempo: relámpago, instante de fruta, paraje postrero del alma llena. Quererte hasta nunca decir basta, morirme con este amor intacto en esa curva del tiempo.

      Mientras él se había sentido poeta, Eleonore había hecho las maletas. Mientras él le daba vueltas y más vueltas a la certeza de que ella no lo había querido nunca, Eleonore había recogido minuciosamente todos sus enseres, desde el champú que aseguraba permanentes rizos perfectos a la última de sus bragas. Como últimos vestigios de su breve matrimonio quedaron los ridículos imanes de la nevera y el anillo de compromiso que Eleonore abandonó sobre la mesa de la cocina y que así, tan sin sentido, tan fuera de lugar, a Danilo Porter le pareció el objeto más triste de este mundo.

      Telefoneó a Eleonore numerosas veces para intentar una reconciliación. Se arrastró por el fango de su despecho. Su mente enamorada trató de olvidar y justificar la infidelidad de Eleonore, a pesar de las pruebas que él mismo había reunido. Volvió a arrastrarse, enamorado, por los lodazales de la humillación, pero en ella no encontró sino indiferencia, altivez, egoísmo. Y pensó varias veces en escribirle una nota de suicidio y culparla de su muerte y, cada vez que ideaba esa nota, cada vez que emborronaba algún folio con sus rabias, más ridículo se sentía. En su relación era más que evidente que siempre había sido él quien bebía los vientos por ella, enganchado a su modo de actuar caprichoso y terco. Porque, salvo en la cama, siempre discutían. Solo el cuerpo de Eleonore, el sexo que ambos desplegaban, acallaba los grandes problemas de convivencia que los enredaban. Escuchar sus suspiros al ritmo de la penetración, sentir su aceleración a medida que se precipitaba el orgasmo y sentir el caldo en que se convertía Eleonore, empantanando las sábanas y calando el colchón, enorme y contagioso manantial de sexo a espuertas, era algo que Danilo Porter solo había sentido con ella. Esa indómita fuerza de la carne que lo ataba a ella, impulsándolo a hacerle el amor todos los días, todos, durante el tiempo que duró su relación, esa misma tenaz inercia de la pasión es lo que acabó enfermando su vida.

      Al principio de la separación casi no podía respirar. Le dolía el pecho, agrietado por el desamor, y el aire no llegaba a todos los vericuetos de sus pulmones. Bajó once kilos en dos meses y medio porque su estómago tiritaba y no sentía hambre. Cumplió todos los tópicos del amante abandonado y, acaso su peor momento, el instante en que tocó fondo, fue aquella noche en la que desplegó todas sus fotos de pareja sobre la mesa de la cocina y se puso a llorar mientras tomaba largos tragos de Jameson. Justo antes de sentirse demasiado borracho jugueteó con el cuchillo jamonero, cuyo filo posó sobre su muñeca izquierda, seguro de que ni todo el whisky del mundo habría de darle el valor suficiente como para segarse las venas. Añadió las fotografías en las que Eleonore aparecía abrazando a un tal David y su estómago, hirviendo una montaña de grados de alcohol, acabó de arder. Incendio de arcadas. Solo le dio tiempo de levantarse para vomitar sobre la loza sucia que había en el fregadero de su cocina.

      No lograba odiarla. A veces hay tanto amor que es imposible dar ese paso. A pesar de que la vida con ella era insufrible y que Eleonore era incapaz de pensar más allá de sí misma, la amó tanto que llegó a decirse que el sexo tan pletórico que disfrutaban bastaría para hacer de ellos una unión feliz y perdurable. Engañarse es gratis y hasta por eso mismo, demasiado habitual. Y decirse que Eleonore no lo quiso nunca lo bastante le hería, saber que, hiciera lo que hiciese, su relación era imposible, era una realidad que apretujaba su corazón hasta el ahogamiento.

      Pero decidió vivir. Vivir aún sin olvidarla, dando tiempo para que la presencia de esa adicción llamada Eleonore fuera desapareciendo y llegara el día en que al menos podría presumir de vivir sin que su recuerdo le agitara la respiración. Eso se repetía, sin descanso, sobre todo en los momentos en que se sentía desfallecer y su propia mente trataba de convencerlo de que la telefoneara, de que ya había dejado pasar un tiempo y de que, acaso también ella, quisiera dar marcha atrás y recomenzar. Pero no, no te engañes, Porter. Nada que precise el concurso del tiempo es tan fácil.

      Y en esos primeros años del siglo XXI en que Danilo Porter volvió a la soltería, France Telecom comenzó a levantar en el número 15 de la céntrica Rue Fasquelle de París su nueva sede, el primer edificio antisuicidios que se construía en el mundo. Los suicidios habían sido tan abundantes en el seno de la compañía francesa que la mala prensa y la imagen espeluznante que habían provocado lograron, en menos de un año, que los beneficios que la empresa generaba acabaran recortándose a la mitad. Y eso sí que no. Y eso sí que no podía permitirse, que para eso había unos

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