Job. Juan Olivera Monteagudo

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Job - Juan Olivera Monteagudo

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      Job

      D93

      Juan Olivera Monteagudo

      Job

      D93

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunica­ción pública o transformación de esta obra solo puede ser reali­zada con la autorización de sus titulares, salvo excep­ción pre­vista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de De­re­chos Reprográ­ficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

      © Juan Olivera Monteagudo (2019)

      © Bunker Books S.L.

      Cardenal Cisneros, 39 – 2º

      15007 A Coruña

      [email protected]

      www.distrito93.com

      ISBN 978-84-17895-95-2

      Depósito legal: CO 516-2020

      Diseño de cubierta: © Distrito93/ Kendra Springer

      Fotografía de cubierta: © AdobeStock/ Innovated Captures

      Diseño y maquetación: Distrito93

      Agradecimientos a

      Enrique García Cabero

      A mi madre.

      Por siempre, por siempre, jamás…

      Mi nombre es Jacobo —como mi abuelo—, pero en el trabajo me llaman Job el Silencioso. No puedo asegurar quién ha elegido el sobrenombre, supon­go que uno de esos oficiales mal avenidos de la constructora, uno de esos tontos que andan por ahí como hormigas, cargando con sus pequeñas exis­tencias como cosa sagrada.

      Ellos gozan burlándose de mí. Creen dañarme con sus bromas tontas y murmullos entrecortados. ¿Qué saben ellos del placer de mis maquinaciones? ¿Qué saben ellos del placer que otorgan el silen­ciamiento y la prudencia del aislamiento? ¿Qué saben ellos de mi goce de vidente, de mi sen­sualidad del monólogo, de mi resignación del mal? Soy un buscador de consecuencias, un disfrutador de los acontecimientos diarios. No soy juez, pero gozo dictando sus condenas. Así como un accidente no necesita de la luz del día para mostrar su po­derío, puede sorprendernos en cualquier lugar y momento, como en la banalidad del hogar o en la rutina del trabajo. El horror no precisa la oscu­ridad, espectros horripilantes, enormes monstruos o un tonto adolescente cortándose las venas; le basta cualquier callejón, plaza o la estrechez de una habitación; así también yo solo requiero de mi carácter reflexivo y esta perspicaz observación para ser feliz.

      Ya desde niño crecí entendiendo que algo an­daba mal, que las gentes vivían sometidas a un rigor inexistente que les hacía bajar sus cabezas ante unos cuantos. Por eso mi primer objetivo consistió en borrar ese peso que significa estar atado a una mora­lina boba a la que todos temen, borrar la maldición de pertenecer a un sistema hipócrita para poder ser yo y exigir lo que por derecho me pertenece. Así que me forjé una personalidad diferente y establecí mis propias reglas para causar este grado de temor que he logrado. No me jode ser el que soy… Es más, estoy orgulloso de serlo. Con la fuerza de mi pensamiento puedo derrocar a líderes e intelec­tuales, a buenos y villanos; pero mis tiros no van por ahí. Mi objetivo consiste en deleitarme, portán­dome como un valiente cara dura, práctico, malé­volo, solitario…, pero siempre en compañía. Un tío depravado que se pasa el día hurgando en las pe­queñas miserias humanas y se va después contento a la cama con la conciencia tranquila de haber hecho lo adecuado para su existencia.

      Arrastrado por mis oscuras pasiones, ha ido saliendo a flote este sombrío mecanismo de auto­defensa que anida en todos, pero que pocos se atreven a consentir porque no llegan a aceptar que no son más que las huellas que de niño nos tatua­ron. Bien sé yo que nuestras vidas y honras no nos pertenecen a nosotros, sino a los que nos envidian, a los que nos admiran, a esos cuantos incapaces de decidir sobre sí mismos que buscan en otros lo que no pueden ser.

      Soy un observador pasivo y silencioso, un Job disfrazado de corderito al que hay que tolerar.

      Mi sola sonrisa asusta; mi asentimiento de complicidad inquieta.

      Me gusta sentarme en la silla de mecer que perteneció a mi abuelo. Me gusta mecerme en la vida sin llamar la atención, ocuparme de los asun­tos banales y esperar las consecuencias.

       … Sí, es verdad. Soy un Job pútrido y paciente.

      Diario

      Ayer domingo la Antonia se ha negado tres veces a hacer el amor…, ¡la muy puta! ¡Como si no supiera que se masturba pensando en el Juan María, el car­nicero!

      Por la mañana una grata visión me ha seducido mientras me daba la espalda para preparar el café. He visto por un segundo su frágil cuello quebrarse entre mis manos temblorosas. No he podido evi­tarlo, un regocijo reconfortante ha emergido de lo más profundo de mi ser, incitándome a soltar un par de sonoras carcajadas. Desperté la curiosidad de mi hija, la Mariana. Esta ha dejado de untar la mermelada en su tostada y me ha preguntado en forma de reproche el porqué de esa risotada (al pa­recer, me está prohibido reír en esta casa) y no he atinado más que a decir que era por el clima. ¡La qué se armó! Afuera llovía torrencialmente, así que la Antonia, la Mariana, el Rubén y hasta la ecua­toriana —que lavaba el servicio— han dejado de hacer lo que hacían, han vuelto sus ojos hacia la ventana que daba a la calle, se han observado unos a otros extrañados y luego me han echado una mirada como si estuviera loco. No he podido evitar otra sonrisa de triunfo.

      ¡Vaya forma de iniciar la semana! Para comenzar, por la madrugada tropecé con la gata del Rubén; la muy puta ha soltado un espantoso maullido que ha despertado a la Antonia. Y yo, que la quería dor­mida y alejada —como todas las mañanas—, me he visto forzado a su compañía. No he logrado impe­dir que se desplazara con ese andar fatigoso, como reprochándome sus achaques, para preparar mi desayuno en la cocina. Yo le dije que no se moles­tase —con mi mejor cara—, que siguiera durmien­do porque yo me las arreglaría solo; pero ella, para hacerme sentir mal, se ha negado con esa manera tan suya, tan desganada y forzada: «Deja, deja, inútil, que yo te hago el café», que tanto me desa­grada.

      Es precisamente ese talante servil que emplea lo que más detesto de ella, esa actitud casi escla­vizante para que me sienta culpable; la aborrezco por eso cada día más y más. Se asemeja a un recor­datorio, una perenne advertencia de que, si ella está así —con esa vida hueca que se alcanza des­pués de treinta y siete años de matrimonio, dos hijos y una hipoteca de por vida—, se debe a mi culpa. ¡Como si yo le hubiese puesto una pistola en la cabeza para que abriera las piernas! ¡Como si yo la hubiese engañado para convertirla en mi mujer!

      Una vez más, solo he atinado a sonreír agra­decido, mientras me desdoblaba en mi imagina­ción y le asestaba una docena de puñaladas por la espalda. ¡Dios! ¡Cómo la detesto! ¡Cómo repudio su presencia vana, su voz apagada, su desliz somno­liento, su respiración entrecortada, sus bostezos de

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