Job. Juan Olivera Monteagudo
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Aunque afuera me aguardaba un estrepitoso aguacero, para mí era una agradable llovizna.
Mismo día, por la tarde:
Mientras esperaba el autobús que me devolvería a casa, he leído tres amanerados artículos de una revista pasada que hallé en el asiento del paradero. Los analizo a continuación, ya que no tengo mejor cosa que hacer:
El primero habla sobre un paralítico. Se trata de una carta escrita por una esposa dedicada. «Mi marido, sentado en su butaca —dice—, no puede ocultar la tristeza de su mirada, ni la postura antinatural de ese brazo dañado por la hemiplejia, ni el cansancio de un día más, buscando sentido a esa vida de hombre de cuarenta y siete años al que los niños llaman viejecito cuando me ven paseando con él. Cada día llora cuando no avanza lo suficiente —añade, entre otras cosas, para luego terminar con un sollozo melodramático—. Él sí es un héroe».
¡Vaya payasada! ¡Vaya falta de valor, hombría y orgullo! ¡Y se atreve a llamarlo «héroe»! ¡De estar yo postrado en una silla de ruedas, hace tiempo que me hubiera metido un tiro en la cabeza! ¡Ag! ¡Qué descaro! ¡Qué falta de dignidad! ¡Si ese problema se puede resolver con un revólver! ¡Bang!... ¡Y encima se deja llamar «héroe»!
Unas páginas más adelante encuentro las fotografías de cadáveres de inmigrantes africanos que yacen en la playa de El Buzón. El titular reza: «Recuperados otros catorce cadáveres del naufragio de una patera en Cádiz». La foto que acompaña el encabezado del artículo muestra uno de esos cuerpos hinchado y putrefacto, apenas en pantalones; los brazos extendidos, la cabeza hecha un cráneo y los huesos de los pies abrillantados por el sol… ¡Qué prodigio de imagen! ¡Qué maravillosa representación de la violencia natural! Los astutos pececillos se han encargado de cobrar a esos intrusos su osadía territorial.
No he podido evitar soltar una sonora carcajada de celebración, que un hombre que estaba a mi lado ha reprochado con una mirada desaprobatoria. ¡Qué sabrá este pelele de las verdaderas leyes que gobiernan el universo! ¡Qué sabrá de la sabiduría de la venganza y el ajusticiamiento oculto tras la careta de la fatalidad! Ellos se la jugaron y sus destinos fueron volcarse en sus pateras. Ellos apostaron todo a ganador a que la suerte estaría a su favor. Eligieron sus cartas a ciegas y no les tocó ni un cachito del premio mayor. Ahora descansan en las barrigas de los tiburones. ¡Qué revitalizante historia! ¡Hasta puedo sentir un complaciente hormigueo de satisfacción en el estómago!
En hojas aparte, en otra sección de la revista, se halla la proeza de un joven montañero que se amputó un brazo para sobrevivir. Al parecer, una roca de cuatrocientos kilos le aplastó una mano mientras intentaba descender por una grieta; quedó colgado de una cuerda con esta triturada y apresada. Aguardó tres días con dolor hasta que, al cuarto amanecer, comprendió que, si no se liberaba de aquella trampa, moriría en pocas horas.
Decidió seccionarse el brazo. El muy listo, primero, resolvió partírselo; empezó a dar vueltas con la cuerda sobre sí mismo, retorciendo el miembro hasta quebrarlo. Tal parece que el hueso se rompió entre el codo y la muñeca, así que se hizo un torniquete y comenzó a escarbar en la carne con una pequeña navaja, intentando atinar con la fractura para amputarse. El ejercicio le llevó una hora. Como un zorro que se ve atrapado de una pata, el muchacho logró arrancarse de su atadura; descendió con un solo brazo de la montaña, sin rendirse ni desmayarse, durante diez kilómetros, hasta encontrarse con otros montañeros que lo socorrieron. ¡Qué instructiva aventura! ¡Qué placentero ejercicio de sadismo!
Recuerdo la fotografía de una niña de doce años en uno de esos países de África donde siempre se están matando. Los rebeldes le habían arrancado a machetazos brazos y piernas. Fotografiada en el hospital, la niña no era más que un tronco vendado, pero ¡la muy puta sonreía a la cámara!
¿Se puede añadir algo más? ¿No muestran estas acciones por sí solas la belleza del dolor en toda su dimensión, la hermosura del sufrimiento en toda su superioridad?
No lo oculto. Hoy me siento satisfecho de pertenecer a mi género humano. Orgulloso de los taimados, ingenuos y violentos que llegamos a ser con nosotros mismos.
Recorto las fotografías. Me las guardo en el bolsillo de mi chaqueta para palparlas con devoción.
A veces me viene a la memoria aquella negrita de catorce años que un día desfloré.
Sucedió hará unos veinte años. Vivía en esta calle, a unos metros de aquí, y compartíamos la heladería de la esquina, la panadería y hasta a veces el mismo autobús, que nos llevaba a ella a la escuela y a mí al trabajo. Era pequeña, coqueta, juguetona; una putita que me saludaba, provocativamente, todas las mañanas, invitándome a tomarla.
Aún hoy puedo sentirla combatiendo bajo mi cuerpo, luchando por no dejarse penetrar; no hacía más que excitarme y enfurecerme hasta el punto de que notaba mi sangre agolpándose en las venas de mi cuello. También vuelvo a experimentar sus carnes internas abriéndose a mí, a este bello monstruo que poseemos los hombres entre las piernas, sus grititos entrecortados y la piel tersa y nueva de sus muslos.
No recuerdo muy bien cómo logré llevármela al aparcamiento; supongo que fue con engaños, aunque estoy seguro de que ya se hallaba dispuesta y su lucha fue solo una representación teatral. Lo que sí recuerdo muy bien es que dejé que la anarquía mental fluyera y todo resultó pan comido; además, una vez aceptada una inmoralidad, nada es imposible para el hombre, ¿no? Lo hice porque lo hice, porque afloró en mí el más primitivo de los instintos humanos, el de poseer lo que nos está prohibido.
¿Qué será de ella? A veces la imagino ya adulta, ya hecha una puta mayor, vendiéndose en una céntrica avenida.
Un día la vi, después de algunos años, en el autobús. La reconocí —aunque estoy seguro de que ella a mí no— dentro de esa masa nueva que se va tejiendo con la experiencia. Estaba rebosante de vida; al parecer, aquella tarde le hice un favor. A cierta edad los ojos se enturbian, la mirada languidece y la piel se deteriora disconforme a nuestras vidas; pero en ella su carne seguía lisa y húmeda, sin atisbos de sufrimiento. Sus arrugas, propias de la adultez, no mostraban los padecimientos e insatisfacción que va dejando el pasar de los años, sino la tranquilidad y buen humor que otorga la desfachatez. Sus manos eran hermosas (estuvo a un metro de mí), delgadas, finas y esmeradamente cuidadas; se dirían las de una monja. Sus labios reflejaban una sonrisa contenida de niña que cautivaba a los hombres mayores y su vestimenta resultaba propia de una mujer que gobierna su vida a su manera, sin señales de dominio matrimonial ni tontas influencias de la moda.
«¡Quién lo diría!», recuerdo que pensé con orgullo. «Los hombres les hacemos un favor cuando les practicamos el amor, las liberamos».
La apertura de la vida sexual de mi hija Mariana significó para mí una liberación; por fin la putita maduraba y se marchaba de casa. Lo consiguió con un enamoradito, el tal Pedrito que vive un par de pisos más arriba.
Un día los encontré en la parte trasera de su automóvil, retozando como dos lombrices desnudas. Yo los vi y ellos no se enteraron, así que decidí hacerme el desentendido, alegrándome la existencia. Pero ya han pasado algo más de tres años desde aquella vez y nada, aún no se independizan… Es más, ahora lo trae casi a diario a almorzar y el muy hijo de