El juguete rabioso. Roberto Arlt

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El juguete rabioso - Roberto Arlt

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a la garita. Lucio encendió otra vez su linterna.

      En los rincones del cuartujo estaban amontonadas bolsas de aserrín, trapos de fregado, cepillos y escobas nuevas. El centro lo ocupaba una voluminosa cesta de mimbre.

      —¿Qué habrá ahí dentro? —Lucio levantó la tapa.

      —Bombas.

      —¿A ver?

      Codiciosos nos inclinamos hacia la rueda luminosa que proyectaba la linterna. Entre el aserrín brillaban cristalinas esfericidades de lámparas de filamento.

      —¿No estarán quemadas?

      —No, las habrían tirado —mas, para convencernos, diligente examiné los filamentos en su geometría. Estaban intactos.

      Ávidamente robábamos en silencio, llenando los bolsillos, y no pareciéndonos suficiente cogimos una bolsa de tela que también llenamos de lámparas. Lucio, para evitar que tintinearan, cubrió los intersticios de aserrín.

      En el vientre de Irzubeta el pantalón marcaba una protuberancia enorme. Tantas lámparas había ocultado allí.

      —Miralo a Enrique, está preñado.

      La chuscada nos hizo sonreír.

      Prudentemente nos retiramos. Como lejanas campanillitas sonaban las peras de cristal.

      Al detenernos frente a la biblioteca, Enrique invitó:

      —Mejor que entremos a buscar libros.

      —¿Y con qué abrimos la puerta?

      —Yo vi una barra de fierro en la piecita.

      —¿Sabés qué hacemos? Las lámparas las empaquetamos, y como la casa de Lucio es la que está más cerca, puede llevárselas.

      El granuja barbotó:

      —¡Mierda! Yo solo no salgo... no quiero ir a dormir a la leonera.

      ¡La pecadora traza del granuja! Habíasele saltado el botón del cuello, y su corbata verde se mantenía a medias sobre la camisa de pechera desgarrada. Añadid a esto una gorra con la visera sobre la nuca, la cara sucia y pálida, los puños de la camisa desdoblados en torno de los guantes, y tendréis la desfachatada estampa de ese festivo masturbador injertado en un conato de reventador de pisos.

      Enrique, que terminaba de alinear sus lámparas, fue a buscar la barra de hierro.

      Lucio rezongó:

      —Qué rana es Enrique, ¿no te parece?, largarme de carnada a mí solo.

      —No macaniés. De aquí a tu casa hay sólo tres cuadras. Bien podías ir y venir en cinco minutos.

      —No me gusta.

      —Ya sé que no te gusta... no es ninguna novedad que sos puro aspamento.

      —¿Y si me encuentra un cana?

      —Rajá; ¿para qué tenés piernas?

      Sacudiéndose como un perro de aguas, entró Enrique.

      —¿Y ahora?

      —Dame, vas a ver.

      Envolví el extremo de la palanca en un pañuelo, introduciéndola en el resquicio, mas reparé que en vez de presionar hacia el suelo debía hacerlo en dirección contraria.

      Crujió la puerta y me detuve.

      —Apretá un poco más —chistó Enrique.

      Aumentó la presión y renovóse el alarmante chirrido.

      —Dejame a mí.

      El empuje de Enrique fue tan enérgico, que el primitivo rechinamiento estalló en un estampido seco.

      Enrique se detuvo y permanecimos inmóviles..., alelados.

      —¡Qué bárbaro! —protestó Lucio.

      Podíamos escuchar nuestras anhelantes respiraciones. Lucio involuntariamente apagó la linterna y esto, aunado al espanto primero, nos detuvo en la posición de acecho, sin el atrevimiento de un gesto, con las manos temblorosas y extendidas.

      Los ojos taladraban esa oscuridad; parecían escuchar, recoger los sonidos insignificantes y postreros. Aguda hiperestesia parecía dilatarnos los oídos y permanecíamos como estatuas, entreabiertos los labios en la expectativa.

      —¿Qué hacemos? —murmuró Lucio.

      El miedo se quebrantó.

      No sé qué inspiración me impulsó a decir a Lucio:

      —Tomá el revólver y andate a vigilar la entrada de la escalera, pero abajo. Nosotros vamos a trabajar.

      —¿Y las bombas quién las envuelve?

      —¿Ahora te interesan las bombas?... Andá, no te preocupés.

      Y el gentil perdulario desapareció después de arrojar al aire el revólver y recogerlo en su vuelo con un cinematográfico gesto de apache.

      Enrique abrió cautelosamente la puerta de la biblioteca.

      Se pobló la atmósfera de olor a papel viejo, y a la luz de la linterna vimos huir una araña por el piso encerado.

      Altas estanterías barnizadas de rojo tocaban el cielo raso, y la cónica rueda de luz se movía en las oscuras librerías, iluminando estantes cargados de libros.

      Majestuosas vitrinas añadían un decoro severo a lo sombrío, y tras de los cristales, en los lomos de cuero, de tela y de pasta, relucían las guardas arabescas y títulos dorados de los tejuelos.

      Irzubeta se aproximó a los cristales.

      Al soslayo le iluminaba la claridad refleja y como un bajorrelieve era su perfil de mejilla rechupada, con la pupila inmóvil y el cabello negro redondeando armoniosamente el cráneo hasta perderse en declive en los tendones de la nuca.

      Al volver a mí sus ojos, dijo sonriendo:

      —Sabés que hay buenos libros.

      —Sí, y de fácil venta.

      —¿Cuánto hará que estamos?

      —Más o menos media hora.

      Me senté en el ángulo de un escritorio distante pocos pasos de la puerta, en el centro de la biblioteca, y Enrique me imitó. Estábamos fatigados. El silencio del salón oscuro penetraba nuestros espíritus, desplegándolos para los grandes espacios de recuerdo e inquietud.

      —Decime, ¿por qué rompiste con Eleonora?

      —Qué sé yo. ¿Te acordás? Me regalaba flores.

      —¿Y?

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