Superar los límites. Rich Roll
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Tras la competición, me mandaron a una fiesta de nadadores en una casa local. El equipo había ganado y los ánimos estaban altos, literal y metafóricamente. Antes incluso de que pudiera quitarme la chaqueta, ya me habían plantado en la cara una enorme jarra de plástico de cerveza, la primera de mi, hasta entonces, corta vida, cortesía de Bruce Kimball.
Bruce, acertadamente llamado «El remontador», era el mejor saltador de Míchigan y acababa de ganar una medalla de plata en los Juegos Olímpicos de 1984 desde la plataforma de 10 metros. Sólo tres años antes, Bruce había sido envestido de frente por un conductor borracho que le rompió una pierna y le fracturó todos y cada uno de los huesos de la cara. Tuvo una laceración en el hígado y le habían quitado el bazo. Las cicatrices de su rostro contaban el trágico suceso. Todo el mundo sabía quién era Bruce: su historia era leyenda. Y ahora estaba allí, dándome una cerveza. Mi primera cerveza.
—¡Traga! —gritó Bruce, seguido de sus compañeros.
—¡Traga! ¡Traga! ¡Traga!
Aunque yo no era saltador, idolatraba a Bruce y todo lo que había tenido que superar para alcanzar la grandeza. Así que no estaba dispuesto a decepcionarle, a pesar de mis dudas ante ese extraño brebaje. Siempre me había sentido orgulloso de mi abstemia y era bastante crítico con los compañeros que se pasaban los fines de semana borrachos, pero esta vez era diferente. Esta vez, una auténtica leyenda del deporte me estaba exhortando a beber. Me sentí obligado a inclinar la jarra tamaño Big Gulp y a tragarme el litro entero hasta que no quedó ni una sola gota. No estuvo mal para la primera cerveza de mi vida.
Con el estómago hinchado, me doblé intentando mantenerlo a raya. Pero tras unos segundos, se me calmó. Lo que experimenté después me cambiaría la vida para siempre. Para empezar, me puse rojo. Después, un profundo calor empezó a subirme por las venas, como si la mantita más cálida del mundo me envolviera todo el cuerpo. Y, de repente, todos esos sentimientos de miedo, resentimiento, inseguridad y aislamiento desaparecieron convirtiéndose en una avalancha de confort y sentido de la pertenencia.
¿Mi único pensamiento? Consigue más. Ahora. Y para deleite de los nadadores de Míchigan, en un abrir y cerrar de ojos ya me había bebido la mayor parte de un paquete de seis, y venían más de camino. Y cuanto más bebía, mejor me sentía. Por primera vez en mi vida experimenté lo que podría ser sentirse normal: unirse a un grupo de personas y, simplemente, iniciar una conversación espontánea; mirar a alguien a los ojos y bromear; flirtear con una chica, reír y, en general, sentirme bien conmigo mismo. Me sentí encantador, incluso divertido, y el centro de atención. Sinceramente, había encontrado la respuesta. ¿De verdad podía ser tan fácil?
Los datos preliminares indicaban que sí, que era así de simple. En una hora, Bruce Kimball se había convertido en mi mejor amigo. Juntos nos tomamos más cervezas, y vi con asombro cómo este raro espécimen deportivo realizaba lo que, hasta el día de hoy, sigo considerando el mejor truco de fiesta que he visto en mi vida. Con una jarra de cerveza llena en una mano, desde una posición inmóvil, saltó varios metros sobre el suelo antes de doblar las rodillas y echar la cabeza hacia atrás hasta completar una perfecta voltereta clavando la caída sin el más mínimo bamboleo. ¿El giro inesperado? No derramó ni una sola gota de la cerveza que llevaba en la mano. Fuera lo que fuera lo que tenía ese chico, yo lo quería.
Pero el futuro de Bruce no sería la maravillosa historia de éxito que me imaginaba en ese momento. Tres años más tarde, en 1988, sólo dos semanas antes de las pruebas de salto para el equipo olímpico estadounidense, arroyó a un grupo de adolescentes con el coche a cerca de 150 km/h matando a dos niños e hiriendo a cuatro. Fue sentenciado a 17 años de cárcel por conducir borracho, que, al final, se quedaron en cinco.
Por supuesto, no podía adivinar el futuro ni cómo transcurriría mi propia vida a raíz de las semillas plantadas aquella noche. No, aquella noche mi horizonte se limitaba a mi borrosa visión y al creciente éxtasis que sentía. Estaba extremadamente feliz, no sólo porque por fin me había mezclado con un grupo de extraños y había descubierto que podía ser encantador con las chicas, sino también porque había encontrado una cura para todo lo que me afligía. Sólo había un pensamiento que me rondaba la cabeza: ¿cuándo puedo volver a hacerlo?
Volví a casa, a Bethesda, deseando ir al siguiente viaje de reclutamiento. Durante unos cuantos meses más, repetí mi aventura por toda la Costa Este. Pasé por Princeton y me paseé por sus famosos eating clubs tomando vodka con tónica con la élite académica. Después de eso, puse rumbo a Providence, donde asistí a las mejores fiestas que Brown pudo ofrecerme y en las que comí almejas y ostras, y bebí innumerables cervezas. Frente a pasar un buen rato, pasaron a segundo plano asistir a clase, averiguar qué podía ofrecerme cada universidad y evaluar sus programas de natación. A continuación fui a Harvard, que, por razones obvias, era mi primera elección. La universidad soñada. En Cambridge, para mi fin de semana Harvard-Yale, empecé jugando un partido informal de fútbol americano de toque con los nadadores de Harvard. Tragar cerveza de un barril parecía obrar milagros en mi falta de coordinación entre mano y ojo. Con la cabeza zumbándome, nos dirigimos al partido de fútbol Harvard-Yale, en el que me mantuve caliente bebiendo mi primer bourbon, elegantemente servido en una petaca de plata monogramada. En el descanso, salí del estadio con los nadadores Dave Berkoff y Jeff Peltier y nos metimos en la cercana piscina Blodgett, las excelentes instalaciones de Harvard. Sólo estábamos nosotros tres acompañados de un paquete de doce cervezas. Nos pusimos nuestros speedos, nos subimos a la plataforma de salto de 10 metros y nos bebimos por turnos las cervezas antes de tirar nuestros borrachos cuerpos a la piscina en un concurso improvisado de panzazos. El resto de los nadadores del equipo y de visitantes no tardaron en unirse a nosotros empujando hasta el borde de la piscina un carrito de supermercado con un barril recién pinchado para jugar al «cervezapolo». Con la piscina entera para nosotros solos, jugamos durante dos horas a una versión alcohólica del waterpolo que era pura hilaridad.
Completamente borracho, tuve que ducharme, vestirme y poner rumbo a un restaurante local para reunirme con el entrenador Joe Bernal. Hice todo lo posible por parecer sobrio, pero no paré de meter la pata durante toda la cena «de negocios», mascullando mi discurso y quedando en evidencia al repetir las preguntas, hablar sin parar y pasarlo mal para no dar una cabezadita. Mis recuerdos de la entrevista son vagos, pero estoy bastante seguro de que la pifié. Tanto para ir a Harvard. Seguro que el entrenador Bernal se dio cuenta de que estaba como una cuba. Me sentí realmente decepcionado conmigo mismo por haberme comportado así. Había trabajado tanto y había llegado tan lejos. ¿Cómo pude poner en peligro la oportunidad de mi vida actuando así? Ése no era yo. Todavía no. Fue el primer bache en mi carrera de alcohólico.
Antes de irme de Cambridge, me aseguré de que el entrenador Bernal supiera quién era en realidad, así que, con toda la humildad que fui capaz de reunir:
—Para empezar, me gustaría disculparme por lo que pasó la otra noche. Fue imperdonable —dije intentando mantener el contacto visual.
—¿Disculparte por qué? —me respondió con cara de desconcierto. ¿Había esquivado una bala? ¿O es que le daba igual? Decidí no remover el avispero y dejarlo estar.
—Simplemente quería asegurarme de que sabe lo mucho que me gustaría venir a Harvard. Si me aceptan, definitivamente vendré. Definitivamente.
—Estupendo, Rich. Eso es justo lo que quería escuchar. A partir de ahora, todo depende de los chicos de admisión, pero nos encantaría contar contigo. Estaremos en contacto.
Cuando se calmaron las aguas, me habían aceptado en todas