Superar los límites. Rich Roll

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Superar los límites - Rich Roll Deportes

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En la piscina de saltos nos retábamos: veinte tandas de veinte metros mariposa a intervalos de veinte segundos, sin respirar, seguidas de inmediato de veinte repeticiones de veinte metros mariposa a intervalos de quince segundos. En Curl había aprendido a saltar al estanque de los tiburones para pasar a otro nivel, y estaba decidido a volver a hacerlo. Así que ¿qué importaba si no era un deportista becado? Se lo demostraría.

      Además, tenía la firme determinación de convertirme en el líder de los nuevos nadadores. Para conseguirlo, cada noche al volver de estudiar en la biblioteca, me pasaba por la residencia de un nadador diferente. Empecé a preocuparme mucho por mis nuevos amigos y me dediqué en cuerpo y alma al equipo. Y durante mis visitas a las residencias, también conocí a los amigos de mis compañeros. De esta forma, mis horizontes sociales se ampliaron de manera exponencial. En un mes tenía más amigos de los que podía contar. Y estaba realmente feliz. Estudiaba en una de las mejores universidades del mundo, nadaba con los mejores atletas del mundo y por primera vez en mi vida encajaba socialmente. La vida no sólo era bella, sino genial.

      Una semana antes de la primera competición dual importante contra los Texas Longhorns, el segundo equipo del ranking nacional tras Stanford, en una cálida tarde de octubre asistí al primer partido de fútbol de Stanford. Tras ir a varias fiestas previas al partido con mis compañeros de piscina, ya iba algo borracho antes de entrar en el estadio con mi compañero novato John Hodge, el veterano John Moffet y un paquete de doce cervezas. Por aquella época, en el estadio no había restricciones de alcohol. Los estudiantes arrastraban barriles de cerveza a las gradas y podías empinar el codo todo lo que quisieras.

      Esa noche, con nuestra frivolidad intensificándose lentamente, los dos Johns y yo subimos y bajamos las gradas de un barril a otro. Cuando acabó el partido, nuestra alegría acabó en una lucha cuerpo a cuerpo en las gradas. Riendo de manera histérica, vi cómo los dos Johns se metían en la pelea, ambos increíblemente fuertes al unir potencia y músculo.

      Y entonces empezó a llover. Mientras corríamos lateralmente entre los asientos resbaladizos de las gradas bajo un cielo oscuro iluminado por los halógenos del estadio, nos dimos cuenta de que era hora de ir en busca de la siguiente fiesta. Y entonces sucedió. Pasando de un asiento a otro cruzando el pasillo, mis chancletas resbalaron en la superficie mojada haciendo que mi cuerpo borracho cayera. ¡Crac! Mi pecho impactó con la afilada esquina metálica del siguiente asiento del banco y me caí. Tirado boca arriba, supe que, por primera vez, me había roto un hueso, una costilla, o quizá dos. No podía creerlo. Una semana antes de mi primera competición contra nuestros peores rivales, y en mi sopor etílico yo me había lesionado. ¡¿Cómo podía haber sido tan estúpido?! Tumbado en el suelo, abrí los ojos mientras la lluvia me caía en la cara y oía las risas histéricas de los dos John. Decidido a que no vieran mi dolor, me puse en pie y, con ayuda del alcohol, fingí que no pasaba nada.

      —¿Adónde vamos, chicos?

      Al día siguiente, a duras penas si podía respirar, y mucho menos nadar. A cada brazada una descarga de dolor me cruzaba el pecho y subía por la columna. Los rayos X confirmaron que me había fracturado dos costillas. Fue la primera repercusión realmente negativa de beber, pero no la última. Eso sí, no lo suficientemente motivadora como para que cambiara mi comportamiento. Acababa de empezar. Lo que me había pasado podía haberle pasado a cualquiera, ¿verdad? Después de todo, estaba mojado y oscuro, ¿quién podía afirmar que lo que me había pasado tenía algo que ver con el alcohol? Al menos, eso era lo que yo me decía. Pero lo cierto era que sólo una semana antes de que retáramos a los poderosos Longhorns, no podía dar ni una sola brazada. No me quedó otra opción que descansar de los entrenamientos el resto de la semana; no era lo ideal, pero sí la única forma de intentar recuperarme para la competición. Llegó el sábado y yo seguía muerto de dolor, pero no estaba dispuesto a empezar mi carrera deportiva en Stanford quedándome sentado en la primera competición, así que, no sé cómo, convencí a Skip de que estaba bien y me permitió competir sin ser muy consciente de cómo me había lesionado.

      Mientras subía a la plataforma de salida de la piscina para los 200 metros mariposa, miré a mi derecha. Allí estaba Bill Stapleton, uno de los mejores de Longhorns y que acabaría compitiendo en los Juegos Olímpicos de 1988 antes de alcanzar la fama como agente de Lance Armstrong. Pero en aquella época sólo lo conocía como uno de los mejores especialistas del mundo en mariposa. En otra calle estaba mi compañero de equipo Anthony Mosse, que estaba considerado el segundo del mundo en este estilo.

      Sonó el disparo de salida y empezamos a nadar; la adrenalina del momento hacía que el dolor de costillas fuera soportable. Tras los 50 primeros metros, Bill y Anthony ya me sacaban medio cuerpo. Intenté no entrar en pánico porque sabía que mi fuerte era la segunda mitad. Pero tras 100 metros, la ventaja ya era de un cuerpo entero. Había llegado el momento de tirar la toalla o doblar la apuesta. Así que agaché la cabeza y me puse a trabajar, decidido a no dejar pasar el momento sin dar lo mejor de mí. Cada brazada era como una espada que se me clavaba, pero ignoré el dolor y aceleré mientras mis pulmones clamaban aire. A los 150 metros, ya había reducido la ventaja hasta casi ponerme a la misma altura preparado para dar lo máximo en los últimos 50 metros. «Ha llegado el momento», pensé. Había llegado tan lejos. Y allí estaba, viviendo algo que jamás pensé que podría vivir, sincronizando brazada a brazada con dos de los mejores nadadores del mundo. Cuando hice el giro para los últimos 25 metros, de hecho, iba por delante de Bill y Anthony. ¡Lideraba la carrera! ¡Puedo ganar! ¡¿De verdad está pasando?! Pero mis pensamientos me habían hecho perder la concentración. Durante unos segundos, mi cabeza estuvo fuera de la carrera, una sentencia de muerte en un deporte en el que una centésima de segundo marca la diferencia. Quizá no creía que mereciera ganar a estos chicos; después de todo, sólo era un «figurante» desconocido. Y, bueno, también podía haber sido el dolor de mi caja torácica. O quizá que mi cuerpo se paralizara por haber forzado la máquina. Anthony acababa de adelantarme. Una vez más, segundo.

      Pero bueno, le había ganado a Bill. Cogió a todo el mundo, incluidos mis compañeros de equipo y Skip, por sorpresa. Nadie, y cuando digo nadie quiero decir nadie, jamás habría pensado que podría hacer lo que había hecho, sobre todo con dos costillas rotas. Apoyado en las corcheras —del naranja de los Longhorns y el rojo de los Cardinals— para poder agitar las manos, miré al borde de la piscina para compartir la escandalosa alegría de mis nuevos compañeros, emocionados por el esfuerzo de alguien que se esperaba perdedor.

      Por unanimidad, recibí el premio a la mejor actuación de la competición. Esa misma semana, Skip nos convocó a John Hodge y a mí a su despacho para comunicarnos que seríamos los próximos líderes del equipo. Nos dijo que el último año seríamos los capitanes del grupo, así que sería mejor que nos fuéramos haciendo a la idea.

      No podía creerlo. Unos meses antes ni siquiera creía que pudiera competir con los mejores. Y ahora lo había conseguido. Y mi primer año de carrera no hacía más que empezar. Me vi cegado por el brillo del futuro que se abría ante mí. Pero poco sabía entonces que ese sería el momento más importante de toda mi carrera como nadador. Fue el principio del fin. Pronto el alcohol me lo quitaría todo.

       CAPÍTULO CUATRO

       DE BAJO EL AGUA A BAJO LA INFLUENCIA

      Desde el momento en que aquel día nevado en Míchigan, Bruce Kimball me dio mi primera cerveza, supe que el alcohol me traería muchos problemas. Quizá no a corto plazo, pero sí en algún momento. Aunque se convirtió en un bálsamo milagroso para mis incapacidades sociales, simplemente me gustaba demasiado. Yo no había crecido en un hogar de alcohólicos —de hecho, nada más lejos de la realidad—, pero sabía lo suficiente como para ser consciente de que una atracción magnética de ese calibre no podía ser buena. Mi caída en las gradas del estadio confirmó esa convicción subliminal. Eso no significaba que fuera a hacer algo al respecto; fue sólo una señal de lo que pronto

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