Superar los límites. Rich Roll

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Superar los límites - Rich Roll Deportes

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en su habitación. Me encantaba verlos dormir. Con sus once y diez años, respectivamente, pronto serían adolescentes reclamando independencia. Pero por ahora todavía eran niños con pijama metidos en sus literas soñando con monopatines y Harry Potter.

      Con las luces ya apagadas, empecé a arrastrar mis 94 kilos escaleras arriba cuando, a medio camino, tuve que pararme: me pesaban las piernas y tenía problemas para respirar. Sentía la cara ardiendo y tuve que inclinarme para poder recuperar el aliento, con la barriga plegándose sobre unos pantalones vaqueros en los que ya no cabía. Con náuseas, miré hacia atrás, al tramo de escaleras que ya había subido. Eran ocho peldaños y quedaban más o menos la misma cantidad por subir. Ocho peldaños. Tenía 39 años y me faltaba el aire por ocho peldaños. «Tío, ¿es en esto en lo que te has convertido?», pensé.

      Lentamente conseguí llegar hasta arriba, y entré en nuestro dormitorio, con cuidado de no despertar a Julie y a nuestra hija de dos años, Mathis, acurrucada junto a su madre en nuestra cama. Mis dos ángeles iluminados por la luz de la luna que entraba por la ventana. Mientras las observaba dormir me quedé quieto esperando a que mi pulso se ralentizara. Empezaron a brotar lágrimas de mis ojos abrumado por una mezcla confusa de emociones: amor, por supuesto, pero también culpa, vergüenza y un temor repentino y agudo. En mi mente apareció una imagen clara de Mathis el día de su boda, sonriendo, flanqueada por sus dos orgullosos padrinos de boda —sus hermanos— y su radiante madre. Pero en ese sueño lúcido, sabía que había algo que no iba nada bien. No estaba allí. Estaba muerto.

      A medida que un sentimiento de pánico se apoderaba de mí, sentí un hormigueo en la base del cuello que con rapidez me recorrió toda la columna. Una gota de sudor cayó al suelo de madera oscura. Me quedé cautivado por la gotita, como si fuera lo único que pudiera evitar que me derrumbara. La pequeña bolita de cristal había predicho mi triste futuro: no viviría para ver a mi hija casarse.

      Entonces volví en mí. Agité la cabeza e inspiré profundamente. Me arrastré hasta el lavabo y me eché agua fría en la cara. Cuando levanté la cabeza, me encontré con mi imagen en el espejo. Me quedé paralizado. Hace tiempo que se había ido la imagen del joven bien parecido de antaño, del campeón de natación que una vez fui. Y, en ese momento, por primera vez la negación se hizo añicos dando paso a la realidad. Era un hombre gordo, en baja forma y poco sano que se precipitaba en la mediana edad, una persona deprimida y autodestructiva desconectada por completo de lo que había sido y de lo que quería ser.

      Para el observador externo, parecía estar todo bien. Hacía más de ocho años que no bebía, y durante ese tiempo había reparado lo que era una vida rota y desesperada, convirtiéndola en un claro modelo del moderno éxito americano. Tras obtener varios títulos en Stanford y Cornell, y pasar años como abogado de empresa —una década impulsada por el alcohol, soporíferas semanas laborales de ochenta horas, jefes dictatoriales y fiestas hasta altas horas de la madrugada—, por fin había conseguido la sobriedad e, incluso, había creado mi propio y exitoso bufete de abogados especializado en la industria del ocio. Tenía una mujer guapa y comprensiva que me quería y tres hijos sanos que me adoraban. Y juntos habíamos construido la casa de nuestros sueños.

      Así que ¿cuál era mi problema? ¿Por qué me sentía así? Había hecho todo lo que se suponía que tenía que hacer y aun más. No se trataba de simple confusión. Estaba en caída libre.

      En aquel preciso instante me sentí abrumado por la absoluta certeza de que no sólo necesitaba cambiar, sino que además estaba deseando hacerlo. De mis aventuras en la subcultura de la recuperación de adicciones había aprendido que la trayectoria vital de alguien se reduce a unos cuantos momentos identificables, de decisiones que lo cambian todo. Sabía muy bien que momentos como estos no deben desperdiciarse. De hecho, deben ser respetados y aprovechados a toda costa porque no se dan con tanta frecuencia, si es que acaso se presentan. Incluso si experimentas un momento de tal potencia una sola vez en la vida, ya puedes considerarte una persona con suerte. Parpadea o aparta la mirada un instante y la puerta no sólo estará cerrada, sino que literalmente habrá desaparecido. En mi caso, ésta era la segunda vez en que había sido bendecido con tal oportunidad; la primera vez fue un momento de claridad que me hizo permanecer sobrio en rehabilitación. Al mirar el espejo aquella noche, pude sentir cómo el portal volvía a abrirse. Tenía que actuar.

      ¿Pero cómo?

      Y ésta es la cuestión: soy un hombre de extremos. No puedo beberme sólo una copa. O soy totalmente abstemio o me emborracho hasta despertarme desnudo en una habitación de hotel de Las Vegas sin tener ni idea de cómo llegué allí. O me levanto a las 4.45 de la madrugada para hacerme unos largos en la piscina, como hice durante toda mi adolescencia, o zampo Big Mac en el sofá. No puedo beberme una sola taza de café. Sólo por diversión tengo que ir a Venti con entre dos y cinco dosis extra de expreso. Hoy por hoy, el «equilibrio» se ha convertido en mi destino final, una amante caprichosa que sigo persiguiendo a pesar de su total desinterés. Sabiendo esto de mí mismo y utilizando las herramientas que había desarrollado en mi recuperación, entendí que todo cambio verdadero y duradero de mi estilo de vida requeriría rigor, especificidad y responsabilidad. No funcionarían ideas vagas del tipo «comer mejor», o quizá «ir al gimnasio con más frecuencia». Necesitaba un plan urgente y estricto. Necesitaba trazar una raya firme en la arena.

      A la mañana siguiente, lo primero que hice fue pedir ayuda a Julie.

      Desde que la conocía, Julie había estado muy metida en la práctica del yoga y las terapias alternativas, con algunas ideas «progresistas» (por decirlo con suavidad) sobre nutrición y bienestar. Siempre madrugadora, empezaba cada día con meditación y una serie de saludos al sol, seguida de un desayuno de hierbas aromáticas y té. En busca de crecimiento personal y consejo, se había sentado a los pies de muchos gurús, desde Eckhart Tolle hasta Annette, una mística de ojos azules, pasando por el jefe Águila Dorada de la tribu lakota de Dakota del Sur y Paramhansa Nithyananda, un sabio indio joven y bien parecido. De hecho, el año anterior había viajado sola al sur de la India para visitar Arunachala, una montaña sagrada reverenciada en la cultura yóguica como «incubadora espiritual». Siempre la he admirado por su deseo de explorar, y para ella parecía haber funcionado. Pero este tipo de «pensamiento alternativo» siempre había sido su territorio, no el mío.

      Sobre todo en lo que se refiere a la comida. Si abrías nuestro frigorífico podías ver una línea invisible pero evidente que lo dividía en dos. En un lado estaba la típica comida estadounidense inductora de ataques al corazón: perritos calientes, mayonesa, bloques de queso, aperitivos procesados, refrescos y helado. En el otro lado, el de Julie, había una serie de bolsitas misteriosas llenas de preparados herbales y un tarro o dos sin etiquetar llenos de pastas medicinales de origen desconocido y de olor pútrido. Con paciencia me dijo que había algo que se llamaba ghee y también chyawanprash, una mermelada picante y pegajosa de color marrón hecha con una grosella india llamada el «elixir de la vida» en ayurveda, una forma de medicina alternativa tradicional de la India. No me cansaba de burlarme de los preparativos ceremoniales de esas extrañas comidas de Julie. Aunque me había acostumbrado a sus intentos de hacerme comer cosas como brotes de poroto chino o hamburguesas de seitán, decir «nunca jamás» sería un eufemismo.

      —Sabe a cartón —había dicho agitando la cabeza mientras cogía una sabrosa hamburguesa de ternera.

      Ese tipo de comida estaba bien para Julie, incluso para nuestros hijos, pero yo necesitaba mi comida. Mi comida de verdad. Tengo que decir en su defensa que jamás me atosigó para que cambiara mi alimentación. Francamente, creo que me había dado por caso perdido. Pero, en realidad, lo que pasaba es que ella sabía que había un principio espiritual crucial que todavía tenía que aprender. Puedes permanecer en la luz y ser un ejemplo positivo, pero no puedes hacer que alguien cambie.

      Pero hoy era distinto. La noche anterior me había dado un regalo: un sentido profundo de que no sólo necesitaba cambiar, sino que también quería

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