Somos luces abismales. Carolina Sanín

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Somos luces abismales - Carolina Sanín

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       SOMOS LUCES ABISMALES

      CAROLINA SANÍN

Blatt & Ríos

      Índice

        Cubierta

        Portada

        Dedicatoria

        El sosiego

        Un potro

        El pesebre

        Las alturas

        Nidos y tumbas

        Nombres y ríos

        Las Pléyades

        Composición con héroe

        Nota

        Sobre la autora

        Créditos

       Para Ramiro Sanín, mi padre, y Martha Paz, mi madre.

      El sosiego

      Últimamente cuando Ánima, mi perra, se me pierde –cuando me llega la hora de dormir y no sé si ella está enrollada en su frazada, o si está acostada en el cojín grande de la sala, o si ya se metió en mi cama–, me pongo a caminar por toda la casa, diciendo: “¡Ánima! ¿Dónde está Ánima? ¡Se me escapó! ¿Se habrá ido a París? ¿Se habrá ido a conocer París? ¡Ay, qué preocupación, Ánima sola en París! ¿Qué habrá ido a hacer a París?”.

      Cuando en Bogotá tiene lugar esa escena, en Bogotá es medianoche.

      A esa hora, en el París de Francia está amaneciendo el día siguiente.

      Siempre, en cada momento de mi vida, hay otra como yo que está en el otro lado de la Tierra: en Indonesia, que es la antípoda geográfica de donde vivo, o en París. Otra está bajo la luna mientras yo soy visible bajo el sol; otra duerme mientras estoy despierta, y trabaja mientras duermo. En eso, tan regular y simple –en esa condición de condiciones–, está mi inquietud. En ese misterio del lugar vivo sin descanso.

      Vivo en un cuerpo esférico que da vueltas sin parar en el infinito abismo, sobre sí mismo y alrededor de una estrella: alumbrándose con su luz y retrayéndose a esa luz. Y al mismo tiempo es cierto que no vivo en ningún cuerpo esférico: vivo en un plano, pues la Tierra, redonda como una cabeza, es también plana como una mesa. Todos lo sabemos. La Tierra es plana y arrugada como un papel que se hubiera apretado dentro del puño y que luego la palma abierta hubiera vuelto a alisar.

      En la Tierra existe un occidente, y aun un occidente del occidente, que es donde yo vivo. El día llega a esta parte después de que ha llegado a casi todas las demás. O sea que yo vivo después: en el futuro de esas otras partes. O sea que vivo antes: en el día que en esas partes ya pasó, pero en el que suceden cosas que el ayer de allá no vio.

      Al oriente de donde vivo está Cádiz, y más al oriente está París, y más al oriente está Uruk, y, más aún, Benarés. Y en el oriente del oriente está o estuvo el jardín de Edén, de donde París y Bogotá y yo (y no sé si mi perra) vivimos expulsadas. Allá –en el jardín– amanece primero y todo aparece primero: el amor que aún no tengo y la oración que no he escrito. Y de allá todo llega hasta aquí, a la prolongación de su día: a su futuro, que es su pasado transformado.

      En la Tierra que es plana como una mesa, el jardín del oriente del oriente está en el extremo más lejano a mí. En la Tierra que es redonda como una cabeza, el oriente del oriente está aquí mismo: en el occidente de occidente.

      En el papel, escribo de izquierda a derecha. De occidente a oriente. Cada oración que escribo es un intento por ir a mi lugar; al lugar donde comienza el día. Cada tarea con la que ocupo el espacio es una manera de decir que estoy aquí y que ya no estoy aquí; que estoy yendo incansablemente hacia allá, de donde vengo. Es una manera de interpretar la expulsión, el tiempo.

      Cuando el renglón se acaba, no le doy vuelta al papel –o al computador– para seguir por el otro lado. Como si el otro lado del mundo no existiera –como si no hubiéramos descubierto y probado que navegando sin parar se vuelve al punto de partida–, no sigo adelante, sino que bajo al renglón siguiente, por el mismo lado de la hoja. Me devuelvo al extremo occidental e intento otra oración, nuevamente de izquierda a derecha. Una y otra vez. Y sigo, de arriba abajo: de norte a sur, de la cabeza de la página a los pies. Como si todo el tiempo se perdiera.

      Trabajo en la Tierra plana. Insisto en la Tierra plana. Viajo por la Tierra redonda. Creo en la Tierra redonda. Imagino la Tierra redonda. En ese doblez del pensamiento está mi inquietud. Entre esos dos modos de existir, vivo sin descanso.

      Medio minuto después de llamar a mi perra, la encuentro y agradezco que haya regresado de París. Le pregunto para qué fue allá. Qué encontró. Si había muchos orines para oler. Que qué tal las palomas. Los ratones. Los papeles untados de comida en la basura.

      No es veraz mi uso del presente, ni que diga “últimamente cuando Ánima, mi perra, se me pierde”, como si describiera un hábito que he tomado, pues solo dos veces he jugado a que Ánima está en París. Me extrañé al jugarlo anoche por primera vez. Me extrañé porque tuve un instante de sosiego: me detuve. La pregunta por Ánima en mi casa y en París –su búsqueda en los lugares que ella había dejado en el pasado y su inmediato regreso del futuro– hizo que por un momento yo me sintiera ocupando la Tierra entera. Sentí que estaba en mi lugar: quieta. En el presente conjugado.

      París y Bogotá estaban ambas en mi medianoche.

      La tierra flotaba en la noche central.

      Ánima y yo nos encontrábamos más allá, infinitamente afuera y lejos, y más acá, cerca y adentro.

      Me extrañó mi juego, como dije, y entonces volví a jugarlo enseguida y lo filmé con el teléfono. Fue la segunda vez que lo jugué y fue la última. En el video pregunto nuevamente que dónde está Ánima, si acaso está en París, y entonces levanto las cobijas de mi cama y ahí la encuentro, en su guarida. Ella bate la cola contra la sábana y me mira con esa mirada suya que va de abajo

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