Somos luces abismales. Carolina Sanín

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Somos luces abismales - Carolina Sanín

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tiempo vuelve a correr como acostumbra.

      En París comienza la mañana, y nosotras dos nos vamos a dormir.

      Cuando imagino que Ánima se fue a otro continente que coincide con mi casa, veo a Ánima dentro de mí, y yo me pongo dentro de ella: en esa ninguna parte, esa antípoda y ese nuevo mundo que es el animal con el que vivo.

      Voy en su cuerpo de perra salchicha, tan determinado, con las patas cortas, la mancha blanca en el pecho, la manchita negra de la cola, las orejas como alas que se cierran al ruido. Mi vida –visible, invisible– puede salirse momentáneamente de toda ley: no solo de la rotación, de la gravedad y de las horas, sino también de la convención que determina que mi perra y yo somos dos. En esa unión se extrema mi libertad.

      Tal vez Ánima no me responde cuando la llamo antes de dormir porque allá donde estamos tenemos otro nombre. O no tenemos ninguno.

      Cada noche conmigo, a mi lado, al mismo tiempo que yo, mi perra se va al sueño.

      Se queda dormida entre mis pies, si me acuesto bocarriba. Mis pies se quedan dormidos con ella.

      Cuando me acuesto de lado, se ampara contra mi pecho, junto a mi cabeza; en mi cueva y mi pared.

      Nos sumimos juntas. Nos profundizamos.

      Ella casi siempre quiere estar donde estoy yo.

      Eso digo, pero no sé cómo será para Ánima la distinción entre dos lugares que ocupa. Tampoco es atinado decir que ella quiere algo. Habría que decir, más bien, que va. Pues querer y hacer parecen ser en ella una sola acción. Mi perra se mueve hacia las cosas directamente; es atraída por ellas, irresistiblemente llevada, sin dejar de estar en su lugar.

      Aquí la tengo, sin entenderla, en la cama conmigo.

      Le pregunté a un amigo si él creía que Ánima conocía mi nombre, y luego le dije que yo creía que si ella hablara, para referirse a mí diría “yo”.

      ¿Quise decir que Ánima sentía que yo era parte de ella, o que yo era su sombra, o que me veía como el cuerpo de su cuerpo, su anfitriona?

      Mi amigo y yo veníamos hablando de mi perra de camino hacia mi casa, por la carrera novena.

      La diferencia entre los lugares sirve para que en ella tenga lugar la conversación. En la evocación de la distancia se recuerdan las palabras.

      Entre mi perra y yo no ha habido conversaciones: no hay ningún espacio entre nosotras más que la interminable pausa de ninguna palabra.

      Aquí, en cambio, converso. Escribo para alejarme y acercarme.

      Ahora Ánima –que en realidad se llama Dalia– está despierta a mi lado, escarbando en la alfombra. Y ahora está acostada en una almohada, junto a mí. Con su hueso en la boca se ha transportado de una habitación a otra, detrás de mí, y ahora muerde el hueso con ahínco, buscando llegar a donde el hueso se habrá convertido en un hueco en el aire.

      Ella muerde de afuera hacia adentro, y yo escribo de un lado a otro.

      Lo más real de mi vida parece ser esta compañía entre mi animal y yo. El significado de mi casa –aquello que me convence de que tengo un lugar– es esta relación sin lugares y sin habla, con estas coordenadas que trato de trazar.

      Le digo –sin dirección y sin distancia, en la continua contigüidad del corazón–: “Yo siempre quiero estar donde estás tú”.

      Mi perra y yo vivimos solas. Yo vivo sin nadie que me hable. A veces vivo queriendo a alguien que me diga: “Vivo aquí contigo, Carolina”. A veces me enamoro de un hombre que podría decírmelo. Otras veces me aficiono a una línea que yo misma escribo, y entonces ella me dice, con otras palabras, “Vives aquí conmigo”.

      Tal vez el sosiego que encontré al preguntar en voz alta si mi perra de repente se había ido a París no estaba en la fugaz imagen de un mundo quieto, ni en la de mi cuerpo contenido en el cuerpo de mi perra sin tiempo, sino en la ilusión de un cuerpo vecino al mío, separado y distinto del mío, que se extrañara al oírme preguntar si nuestra perra se había ido en medio de la noche al otro lado de la Tierra. Descansé en la fantasía de que alguien me preguntara: “¿Qué?” y en la intuición de esta página, en la que le respondería.

      Algunas veces he pretendido poner mi corazón en lo que me ha parecido que no tenía corazón. El hueco vacío que he sentido fuera de mí se me ha llevado el centro.

      He abandonado mi corazón en el lugar del corazón de un hombre abandonado, para ver si allí podía sosegarme.

      ¿Qué significa “abandonado”? Significa que te han dicho: “Tú te quedas aquí, en el borde de este camino, como en el borde de cualquier camino. Tú estarás en cualquier parte. Caminarás por donde yo no te vea. Vivirás sin que otro conozca tu nombre. Sin que nadie te dé el nombre por el que te llamé, que es tu nombre propio”.

      Entre las manos de otro pecho dejé mi corazón, que nadie buscaba recobrar.

      Todos los hombres están abandonados.

      Pero mi corazón, fuera de lugar, no ha servido de nada.

      En vez de latir sosegado, se ha puesto a rugir.

      “Abandonado” comparte una raíz con “bandido”.

      Cuando me he vuelto sobre mi pecho y he visto el hueco que he dejado, he lanzado palabras furiosas para enlazar mi corazón: palabras que pudieran oírse por encima de su rugido y lo hicieran volver.

      ¿Qué significa “abandonada”? Significa descalza. Con un vestidito blanco que se transparenta. Hija del hombre. La última a la derecha de un grupo de hombres alineados hombro con hombro y mirando al frente. De menor estatura que todos ellos. Significa muy pobre.

      De regreso de la pretensión de amar –del abandono, el bandidaje– he vuelto a escribir. He izado mi corazón desbandado, atado a su cuerda nuevamente.

      “Abandonada” y “bandera” comparten una misma raíz. Como “corazón” y “cuerda”.

      Ese es el desenlace de la historia.

      La continuidad de la historia es el intento por poner el corazón –no el mío sino el nuestro– en su otro lugar, que no es el pecho de nadie.

      El corazón es una bomba que bombea. Y las bombas que explotan y matan y destruyen son también corazones: cada una, un corazón roto que ha quedado por fuera del concierto del latido; que siente que tiene que reventar y el mundo tiene que reventar con él: ya, de una vez, sin ritmo, porque el tiempo ha pasado. Porque no hay tiempo y ha llegado el momento.

      Pienso en los dinamiteros, en los fabricantes y ponedores de bombas. Hacen un mecanismo preciso. Con la minucia del tiempo hacen un reloj; un corazoncito exacto, paciente: lleno de leyes, cumplidor de esas leyes. Y luego lo hacen estallar.

      También un escrito se hace así: en el pecho partido, con desesperado detenimiento, con el mecanismo y el engranaje y la cuenta del tiempo, y también para que estalle contra el tiempo. Pero que no explote en el cúmulo torpe de fuego y humo, sino como los fuegos artificiales: plantando un jardín en el cielo. Que no lleve la determinación de la muerte, sino la intención de la mirada; la admiración de un nuevo

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