Somos luces abismales. Carolina Sanín
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Somos luces abismales - Carolina Sanín страница 4
La imaginación es el amor: el vínculo entre lo visible y lo realmente existente.
Imaginar es estar atento a lo que hay, buscar el lazo entre las cosas, reconocer y desbrozar los caminos que llevan de una a otra, y abrir caminos diferentes, que lleven de otra a otra. Es moverse a través de las cosas y con ellas: vinculándolas, vincularse.
En la imaginación viven los caminos.
Si he pensado, ha sido porque amaba: porque quise recorrer el camino entre aquí y allá.
Si he tenido un pensamiento, es porque he sido amada: porque se quiso que yo recorriera el camino.
Amar es estar en otra parte.
El que ama dice: “Estoy donde no es aquí”.
Pero el que dice “no aquí” dice, en el momento de decir “aquí”, que no está allá. Entonces amar es ir.
Esto debe ser la intimidad: reconocer que se está en el lugar donde se sabe que no se está.
La intimidad es la insistencia.
El centro oscuro –esto, aquí, mi lugar– está abandonado. Aunque haya brillado y aunque luego brille, el presente del centro oscuro es su estar abandonado.
(Pero escribir eso, tratar de saberlo y de decirlo, también es el disfraz: la composición, la representación del fondo blanco luminoso, la búsqueda de la legibilidad y del amor bajo una lámpara, en el parche de luz donde no se encuentran, donde no se han perdido).
¿Qué abandono de mí misma hará falta para que yo me encuentre viva donde la abandonada; para poner el corazón brillante –que no aclara pero esplende– en el lugar vacío, oscuro, presente del corazón?
Desvincularse. Ir a donde nada necesita asociación ni camino. Ir dejando atrás la imaginación. Ir a donde la oración –toda escritura, todo espacio– es sobrante porque todo está en sí mismo sosegado, incomprensible, junto.
Todo está en otra parte. Mi mesa: mientras como sola en ella, come en ella un hombre frente a dos mujeres, en este mismo lugar pero que es otro, adentro, afuera, un poco desplazado, un poco arriba, flotando, soterrado, dentro del vidrio de la ventana. No conozco a ninguno de los comensales, que son seis. Siete, conmigo. Ocho, sin mí. En la mesa hay una manada de elefantes. No es la sabana africana, sino la meseta colombiana donde pasta el elefante que en otra era en Suramérica campeó. Allá en mi mesa es esta misma hora, pero está oscuro. Es veinticinco horas antes, cuando la Tierra se ha ensanchado. Elefantes, hombres y mujeres me conocen en mi mesa. Deciden mi suerte o la contemplan. Están allí, comiendo después de mi muerte, que es ahora mismo o cuando muera. Están comiéndome antes de que nazca.
Aquí es donde siempre quiero estar: en una habitación de hotel que es igual a las otras habitaciones de este mismo hotel y a las habitaciones de muchos otros hoteles. Nadie me conoce. No me encontraré con nadie. Hay una ventana con vista a los árboles o al agua.
Afuera, muy lejos, el amor cierto.
Y el odio, también lejos y afuera.
Ambos, a una llamada de distancia. Al otro lado del llamado.
Las constancias, en la parte que he dejado atrás.
Y al otro lado del mundo, el saludo.
La cama es limpia, ajena e interior, como el desierto. No corresponde al término “región”.
En el cuarto del hotel, fuera de toda intimidad, lejos de toda explosión, tengo lo que necesito. Y me descalzo. Me miro los pies.
El hotel es el océano comprensible.
En el corazón de ese lugar que se repite por el mundo estoy yo: larga en la cama, no en la sepultura. Entera.
Yo sola, conmigo, igual a todos.
En medio del cuerpo de Dios.
Estoy en París un mes después de imaginar que mi perra estaba allá.
Estoy en París realmente –pero “realmente” es también como Dalia (que en realidad se llama Ánima) estuvo en París la otra noche mientras se escondía en nuestra casa–. Estoy en París materialmente, pues.
Estoy aquí mientras cae la noche; de pie frente a Nuestra Señora de París, cuando en mi casa, en Bogotá, es el mediodía. Entré en la catedral justo antes de que el sacerdote levantara la hostia, y me quedé hasta después de que la misa terminara. Tuve cuidado para ser la última en salir. Los ujieres apuraban a los visitantes hacia la puerta porque había llegado la hora del cierre, y yo caminaba paso entre paso para rezagarme y poder ser, por un segundo, quien más dentro estaba de la catedral. Para ser la última y decirme: “La vi sola”.
Ya afuera, me vuelvo hacia la fachada de la iglesia y levanto los ojos. Arriba, a la izquierda, está esculpido san Dionisio. Me digo que ese hombre, que lleva sobre el pecho su cabeza, es mi patrón: el polo al que me mueve la necesidad; lo que nunca he podido ser (¿o a lo mejor he podido por un instante?). Mi santo: lo ajeno a mis acciones. Mi antípoda. Mi realidad.
San Dionisio, patrón de París, decapitado, carga su cabeza –la Tierra redonda– entre las manos. La lleva a la altura del corazón. Está de pie, flanqueado por dos ángeles. Un ángel de piedra mira la cabeza cortada. El otro mira de reojo y hacia abajo y a lo lejos, la cabeza, o el suelo, o el horizonte.
La cabeza cercenada mira hacia adelante. La sostiene cuidadosamente su antiguo dueño –su antiguo cuerpo–: por el mentón con la mano derecha, y por la sien izquierda con la mano izquierda. El halo de santidad ha quedado detrás del cuello talado.
Desde el lugar del corazón los ojos lanzan sus rayos de luz, no de luz sino de piedra. La cabeza sosegada le da ojos al corazón.
Después de que lo decapitaran –dice la leyenda–, Dionisio se levantó y recogió la cabeza que había sido suya. Anduvo hacia el norte llevándola bajo el brazo. Al cabo de un largo camino se detuvo donde iba a ser enterrado y donde se levantaría una iglesia con su nombre. Le entregó la cabeza a una mujer y se dejó caer.
Un potro
En medio de una carretera rural había un potro muy joven que estaba solo. Un potrico. Tal vez yo nunca había visto un potro de esa edad. Había visto muchas veces un potro de esa edad junto a la yegua, celosa y altiva, medio desentendida de él en apariencia, ensimismada, pero en realidad entendiéndolo del todo, únicamente: con el potro sujeto, y él con ella adentro. Eso lo había visto, ese conjunto, pero no un potro delante de mí, solo y entero, recortado contra el mundo, con los cascos en la tierra y el cuerpo en el aire, así.
Los animales nos hacemos visibles en el desamparo: somos luces abismales.
(Luces abismales: hay una caída larga que es una herida en la tierra, y abajo, entre la bruma, en el fondo –quién sabe si sea el fondo–, brilla una luz pequeña y firme, que concentra. Entonces la bajada es un camino y uno cae para remontarla haciéndose, bajo la luz, visible).
El potro que vi estaba sin madre en la carretera de polvo, suelto, audaz, cautivado, temeroso.