Mientras haya bares. Juan Tallón

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Mientras haya bares - Juan Tallón

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con drogas. Qué lástima, pensé. Pero aquello no fue lo peor. Pasado un mes, llamaron a mi puerta. Era el hermano de Estíbaliz, acompañado del taxista que lo había llevado hasta allí. Entre ambos sostenían el tigre de cobre. Me resigné.

      Años después, en otra mudanza para irme a vivir tres calles más allá, la figura se extravió. Un amigo me aseguró que se había perdido, por error, en un basurero al que se llegaba tras desviarse varios kilómetros del trayecto que conducía a mi nueva vivienda. Di por buenas sus explicaciones. Errar es de humanos. Cuando el tío Agustín se presentó para conocer el nuevo piso, y preguntó por el tigre de la comunión, se llevó el disgusto de su vida, claro. Pero como digo, el pasado llega mucho después de pasar, en futuro. Hace dos años, a punto de mudarme a Madrid, llamaron a la puerta. Era domingo. Abrí con resaca y legañas. La sorpresa fue mayúscula cuando descubrí al tío Agustín con una pierna apoyada en el lomo del tigre de cobre, como si acabase de cazarlo.

      Creo que me voy a morir

      El miércoles fui a la oficina de empleo. Llovía y hacía sol. El funcionario estudió en silencio los papeles que le había entregado, y cuando finalizó, los volvió a estudiar. Quizá la primera vez los había leído pensando en un cruasán. O tal vez fuera un tipo exhaustivo, a pesar de que solo eran dos folios. Transcurrió un minuto, aunque no soy bueno en cálculo. Tal vez fueran dos semanas. En ese tiempo, no abandonó el silencio. En la función pública eso no es bueno ni malo. Malo es cuando el funcionario aprieta los labios y columpia la cabeza. Hostia puta. Significa que las cosas se complican inesperadamente para tus intereses.

      No pasa casi nunca, solo a menudo. El hombre rasgó al fin la incertidumbre: «Está todo bien, pero…», dijo, mientras balanceaba la cabeza. Le clavé los ojos. No tenía otra cosa para clavarle. Revisó una tercera vez los dos folios. «Está todo bien, en efecto, pero… falta un papel», dictaminó, mientras me miraba con desagrado, como si fuese la quinta vez que me faltaba un papel esa mañana. «¿Qué papel?», pregunté, por no escupir, como Clint Eastwood. «La factura», aclaró. «La factura es esta», señalé el segundo de los papeles, y le clavé un dedo encima. No tenía, repito, otra cosa para clavar. «Ah, es verdad».

      Cuando salí de allí había cambiado el orden de la mañana, y ahora hacía sol y llovía. Me habría fumado «un buen cigarro de cinco centavos», que según Thomas Marshall, vicepresidente con Woodrow Wilson, era lo que necesitaba ee. uu. para superar sus penurias de entonces. Pero ya no quedan cigarros así. Además, no fumo. Me sentía feliz. Había salido vivo a una de las frases más perniciosas que conozco. «Está bien, pero…». No sé cuántas veces la habré escuchado, pero sí que, después de oírla, las cosas se empiezan a torcer en mi contra. No le das importancia la primera vez. Solo es una frase inconclusa, piensas. Ya. Cuidado con las oraciones inofensivas.

      «Está bien, pero…» es otro tipo de frase que «creo que me voy a morir...», pero igualmente perjudicial. Es como oír, digamos, tambores de guerra. Cuando vivía del periodismo tenía una jefa que la manejaba con maestría. Yo escribía mi página de sucesos, que a menudo se dividía —o multiplicaba— en cuatro páginas más, y se la entregaba para su corrección. Cuando acababa de leerla, me la devolvía precisando: «Está bien, pero quita esto, y llama al abogado, y habla con el comisario, y no titules así, hombre, que pareces un becario». Esto es solo un garrafal caso. Si la vida te sonríe, la frase te sale al paso antes de llegar a una redacción, tal vez cuando retiras tu primer preservativo, pensando que has hecho algo grande. No sueñes.

      Mario Levrero teorizó muy bien sobre ese pero fatal. Una de sus novelas más divertidas arranca así: «“La novela es buena —dijo el Gordo, e hizo una pausa significativa—. Pero...”. Podía habérmelo imaginado, porque sé desde hace unos cuantos años que mis novelas pertenecen a esa clase; buenas, pero... Los críticos se esfuerzan por clasificar mi literatura como perteneciente a tal o cual categoría, pero los editores son más realistas, y unánimes; hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero…».

      Permanezcan borrachos

      Tu casa es ese sitio en el que vas acumulando tu chatarra inservible. No importa que sea una casa pequeña, que no tenga bidé, que oigas a tus vecinos cuando follan. Todos archivamos parte de nuestra mierda personal. Es un tic. Nunca la vas a necesitar, pero por si acaso el día que nunca llegará, finalmente llega, necesitas que tu basura esté ahí. En su sitio, contigo, bien perdida, para no tropezarte con ella. Alcancé esta conclusión el martes, buscando unos apuntes de la universidad que estaba seguro que jamás había tomado, y que encontré. Hay pocos momentos en tu vida tan felices como cuando descubres lo inexistente. La placidez del descubrimiento inaudito quedó bien definida en aquel grito exultante de Jaume Canivell, cuando descubrió la colección de vello púbico del marques de Leguineche en La escopeta nacional, de Berlanga: «¡Ostras, collons, pero si son pelos de coño!».

      En el fondo, nos identificamos con las cosas nimias, como determinado disco, o el póster del Atlético firmado por Futre, o en el caso de Leguineche, por su colección de pelos de coño. Es nuestra basura. No necesitamos más para saber quiénes somos. No sé si se me entiende, o si tiene sentido lo que digo. Qué importa. Basta que tenga alguno, aun insignificante. «No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?», se preguntaba Mark Renton en Trainspotting.

      Tengo un amigo que guarda, entre sus posesiones más valiosas, una mierda de maniquí femenino. Ahora está en el garaje, pero durante un par de años vivió en el salón. Mi amigo había terminado una relación con su novia de toda la vida, cuando al poco una noche salió de casa y descubrió en un contenedor de obra el maniquí. En realidad, él lo cuenta como si fuese un flechazo, y no un encontronazo con la basura. «Estaba desnudo, boca abajo, cubierto de escombros, como si acabasen de violarlo». De pronto, lo invadió una pena atroz, lo cargó a hombros y lo subió al piso. En el armario había todavía algunos trapos de su exnovia. Le puso una minifalda negra y una blusa blanca, además de unas bragas. «¿Qué hace esto aquí?», preguntaban al principio las visitas, desconcertadas. «Estamos saliendo», improvisaba él.

      Nuestra biografía es a menudo el pequeño catálogo de los objetos inocuos que nos rodean, a veces a escondidas. Hasta hace cinco años tuve unas cortinas en el salón que me acompañaron a lo largo de tres mudanzas distintas. Siempre sobrevivían al terremoto que es una mudanza. Tenían cierta historia aquellas cortinas, sí. Y algo de suciedad. A veces una simple mancha encierra una epopeya, ese tipo de epopeya, claro, que forma parte de tu basura personal. Y de la que te cuesta deshacerte. La llevas contigo hasta que un día aparece tu madre de visita, pregunta si es que usas las cortinas de servilleta —estás a punto de contarle la verdad— y al día siguiente se presenta con unas nuevas, y tira las viejas. Fue un desastre. Respeto mucho las cortinas sucias. No conozco buenas historias con cortinas limpias de fondo. En cambio, historias de cortinas sucias, podría citar varias. Hace dieciocho años Fernando Arrabal pronunció una conferencia en el salón de actos de mi facultad. Aquel día el dramaturgo padecía un resfriado magnífico, y a cada poco, se sorbía los mocos. Producía algo de pena. También un poco de aversión. Instantes antes de subir a la tribuna, mientras acababa de llenarse el recinto, Arrabal se acercó a una cortina y se sonó los mocos con ella. A continuación disertó, curiosamente, sobre ética y estética. La vida es así de estrafalaria y radiante. Permanezcan borrachos, como recomendó Dean Martin.

      Los típicos idiotas

      Cuando vives en un sitio como Ourense y eres un desgraciado, como me ocurre a mí, la vida te parece maravillosa porque algunas mañanas te levantas, bajas a la calle, a cero grados centígrados, y ves a Yosi, el vocalista de Los Suaves, cruzando desde su portal al bar de enfrente en zapatillas de casa. No tienes trabajo, ni futuro, ni sueños, ni amante, pero tienes a Yosi, qué carajo. Es más de lo que mereces. Te entran ganas de entonar a capela, desde tu

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