Mientras haya bares. Juan Tallón
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Se nota que Yosi acaba de levantarse de la cama. No lleva ni calcetines. Por cosas así, o como salir en bata, o con un moño, en el vecindario queremos tanto a Yosi. Nos gusta comprobar que hay gente más desastrosa que nosotros. Envuelto en su melena gris, como si fuese una manta, presencias cómo atraviesa la Calle Progreso lentamente y extiende una mano hacia los coches, para que frenen y no lo maten. Eso sería horrible. Probablemente echase a perder la gira con la banda. Notas, desde tu acera, que su resaca es perpetua y hermosa, como la cicatriz que te queda en la frente cuando te caes de la bici el día de la comunión. Es inevitable que te venga a la cabeza esa otra letra, que tampoco recuerdas, en la que él mismo canta «Whisky y cerveza son su comida/ el hielo el motor de su vida/ tan pesada como un fardo,/ así pasa por la vida». Nadie toca el claxon. Se le venera demasiado. Es Yosi. No se puede ser más. Cuando se detienen y lo reconocen, los conductores bajan la ventanilla y a veces le gritan, como el sábado, «Yosi, no te mueras nunca, por favor. ¿Qué te cuesta?». Él saluda con la mano, sin volverse, como si la eternidad fuese, justamente, esa clase de cosas que se la sudan. Me agrada pensar que entre dientes los manda a tomar por el culo, y después entra en el bar Niza.
Hace ocho meses, recién instalado yo en el barrio, coincidí con él en el Dia, haciendo cola en la caja. Estaba justo delante de mí, con las típicas zapatillas a cuadros, como las que usan nuestros padres, que ya no se fabrican. Creo que adivinó que yo estaba pensando en decirle algo superingenioso, porque se volvió y me preguntó: «Oye, ¿me pagas el pan?». Me fijé que también llevaba el típico chándal que es, en realidad, el típico pijama. No tenía bolsillos, así que me pareció normal —típico— que tampoco tuviese dinero. Ese día no tenía resaca —yo no tenía resaca— y reaccioné enseguida: «¿Baguette o artesana?». Entretanto, metí la mano en el bolsillo para contar lo que llevaba encima. Raro es el día que tengo conmigo más de tres euros. «Baguette», aclaró. «Entonces tienes suerte», dije. Llevaba justo. Una cosa condujo a otra, y pocos meses después, acudí a uno de sus conciertos, en un descampado, a las afueras de Ourense. Me admiró cómo fumaba un cigarro cada dos o tres canciones, y lanzaba la colilla encendida al público. Al parecer, solo unas semanas antes, en un concierto en Pamplona, se había lanzado él personalmente. Había bebido algo, para justificar la resaca a perpetuidad del día siguiente, supongo. Y quién no bebe, tal y como andan las cosas. No están los tiempos para poner la felicidad en peligro. Un hombre inteligente, sostenía Hemingway, a veces tiene que emborracharse para poder pasar el tiempo con idiotas, en clara referencia a gente como yo y mis amigos, los típicos idiotas.
Bares mugrientos
Cuando diviso uno de esos bares inhóspitos, congelados en 1983, en los que sirven cubatas a dos euros, entro y pido uno rápido y otro más despacio. No es que tenga problemas de alcohol, o de dinero, pero hace doce años me metí en un local así, en Santiago, y encontré a Paul Auster apoyado en la barra. Entonces atravesaba la peor etapa de mi vida, que es cuando bebes y bebes, y a cada copa estás más sobrio. Por otra parte, había acabado la carrera, mis días adquirían lentamente la forma de un error imperdonable, y aún creía que la vida, como dice la canción, es «a veces un porro, a veces una paja».
En resumidas cuentas, no tuve valor para dirigirme al escritor norteamericano, que estaba de paso en la ciudad para recoger el premio San Clemente, aunque sí para bajar dos cubatas de whisky Dyc, a un metro de él, que me proporcionaron todavía más mesura. Era diciembre de 2001. Desde aquel día, cuando distingo un bar de mala muerte, vacío y mugriento, entro en plancha. Caiga quien caiga. No me importa si tengo prisa, si es media mañana, si es el día de mi boda. Me gusta pensar que tal vez ahí dentro descubra a Paul Auster, incluso a Hemingway.
En la vida hay que saber descender a los terrenos en donde nunca crees que se te pueda perder algo. A menudo ponen bien de beber, y si tienes mucha suerte, coincides con alguien con peor reputación que tú, dispuesto a enseñarte algo de la vida. Se trata, en el fondo, de disponer de un buen plan, un plan cojonudo, para desecharlo a la primera, camino de lo desconocido. Hace cinco o seis años me eché una novia efímera en Vigo. Iba a visitarla un par de veces a la semana. El día que cumplimos dos meses hicimos el amor, discutimos y todo se acabó. Pilar me dijo que era un cerdo y, sin más, me pidió que me fuese de su casa. No recuerdo por qué. En aquellos tiempos felices las parejas no necesitábamos hablar las cosas. ¿Para qué? «Sin compromisos, sin ataduras, sin lágrimas», le dice Audrey Hepburn a Gary Cooper en Ariane, de Billy Wilder. Nosotros, igual.
Era media tarde. Justo al lado de su edificio había un bar que se llamaba Cheers. Nunca había entrado, en parte por miedo a encontrarme al doctor Frasier Crane. Ese día, como estaba cerrado, tampoco descendí a sus infiernos. El caso es que necesitaba un trago, y lo que había en el siguiente portal, dejando atrás Cheers, era una librería de segunda mano. Qué demonios, me dije, y entré. No tenía nada que perder. Todo lo malo me había pasado ya. No exactamente, en realidad. Llevaba diez minutos en la librería, preguntándome si entre tanta porquería antigua no habría una vieja botella de whisky, cuando descubrí seis ejemplares —¡seis ejemplares!— de un libro que había publicado yo cuando tenía veintidós años. Ni que decir tiene que era un libro lamentable, infame, mal enfocado, mal escrito, mal de todo. No valía ni para envolver vasos en una mudanza. Y no solo me lo había parecido a mí, a la vista de la media docena de ejemplares de la que se habían desecho los primeros propietarios. Esa constatación fue brutal y luctuosa, pero feliz, porque esa noche, y las siguientes, no volví a recordar que estaba enamorado de Pilar.
La belleza del cero profundo
Todo procede de la ignorancia. La literatura, el arte, todo lo grande, inteligente y bello parte del cero profundo. Somerset Maugham poseía una interesante teoría según la cual, para escribir un buen libro, existen tres reglas que hay que cumplir. Desgraciadamente, nadie sabe cuáles son. Así se avanza en las creaciones humanas: ignorando cómo se construye el camino. Forjar toda gran creación, sea en el ámbito literario, artístico, social, económico o etcétera, requiere cierta densidad de niebla.
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