El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero

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El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero

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había unos hombres bloqueando la carretera. Babá paró el motor y nos ordenó que nos callásemos. Mantuvimos la esperanza de que no nos hubiesen escuchado, pero el motor de ese viejo coche sonaba demasiado. Enseguida alumbraron el vehículo con las linternas y, gritando, ordenaron que continuásemos hasta su posición. Babá nos ordenó que saliésemos del coche sin hacer ruido y nos escondiésemos entre los matorrales que estaban a nuestra izquierda.

      Dudamos un instante, pero le hicimos caso. Cogí la garrafa de agua y la mochila, abrí la puerta del coche con cuidado y eché a rodar hasta quedar fuera de la carretera y del alcance del foco de las linternas. Seidy salió del mismo después de mí, pero fue hacia el maletero. Le hice un gesto para que se diese prisa, pero no me vio. Abrió el maletero y sacó una garrafa de agua y una mochila parecida a la mía. Se echó a rodar y quedó a mi altura. Nos apretujamos y permanecimos inmóviles mientras veíamos cómo el coche en el que habíamos venido se ponía de nuevo en marcha y se dirigía hacia el puesto de control que bloqueaba la carretera.

      Noté de nuevo cómo se aceleraba el ritmo de mi corazón, la cara de Seidy reflejaba auténtico terror, y pensé que la mía tendría que ser parecida.

      —¿Qué hacemos aaaaahora? —me preguntó.

      —Shhhhhhshhhhhh, cállate, con suerte no nos han visto. Tenemos que esperar…

      El coche llegó hasta el puesto de control. No lo veíamos muy bien, pero había un par de vehículos cortando la carretera y al menos cinco hombres armados fuera de los coches. Vimos cómo hacían bajar a Babá y le interrogaban. Era muy difícil entender lo que decían, pero nos pareció escuchar que Babá decía que iba solo, lo repetía una y otra vez. Los hombres registraron el vehículo de Babá y continuaron interrogándolo, era imposible saber de qué estaban hablando. De repente, uno de los hombres le golpeó en la cabeza, Babá cayó de rodillas al suelo y se echó mano a la herida que le habían abierto en la frente. Seidy dio un pequeño respingo y lo tuve que sujetar.

      —Quieto, no seas tonto —le dije en susurros.

      Acto seguido, metieron a Babá en uno de los coches y salieron a toda velocidad hacia el norte, en la misma dirección que llevaba a Djianné. Otros tres coches se quedaron vigilando la carretera, junto al solitario coche de Babá.

      La tranquilidad de la noche volvió de repente y los ruidos de los grillos se hicieron reconocibles a nuestros oídos. Permanecimos inmóviles entre los matorrales durante un par de minutos, asimilando lo que había pasado y repasando mentalmente nuestras opciones. Estábamos a unos diez o quince kilómetros de Djianné, por lo que andando tardaríamos unas tres o cuatro horas, si no teníamos más contratiempos. Con suerte llegaríamos aún de noche, tal y como nos había pedido Yaya.

      —Tenemos que seguir a pie, hay que ir paralelos a la carretera a unos trescientos metros de distancia. Es posible que haya más controles de aquí a Djianné.

      —¿Y mi padre?

      —¿Qué quieres que hagamos?

      Seidy asintió, dándome la razón. Abrió su garrafa de agua, le dio un sorbo y me la pasó, yo hice lo mismo y se la devolví.

      —Tenemos que ser muy silenciosos, al menos hasta que estemos lejos del puesto de control —le dije a mi compañero, que a juzgar por su cara estaba valorando miles de posibilidades a la vez—. Tenemos que ser valientes, hermano. Hay que seguir, no tenemos otra opción.

      Eché a andar de cuclillas y vi que Seidy no me seguía. Volví sobre mis pasos y le zarandeé.

      —Ahora, hermano. Tenemos que irnos ahora de una vez.

      Me miró con cara de pánico y pareció volver a la realidad.

      —Sssssí… vamos, Mellado. Vamos.

      Nos arrastramos por los matorrales, pinchándonos con las plantas secas por las que nos movíamos, y poco a poco nos fuimos alejando. Fue una huida penosa hasta que llegamos a lo que consideramos una distancia de seguridad. Por suerte, en ningún momento dirigieron el foco de sus linternas hacia nosotros, por lo que nos sentimos aliviados.

      La temperatura de la noche era muy agradable, sentíamos calor por el peso de la mochila y la carga del agua. Nos pusimos en pie y nos dirigimos a toda prisa a Djianné, vigilando en todo momento la carretera por si veíamos algún vehículo o por si nos volvíamos a topar con otro control. A lo lejos, y transportadas por el viento, se oían las risotadas de las hienas en algún lugar a cierta distancia de donde nos encontrábamos. Aunque era un peligro potencial, y más de noche, no le dimos importancia. Íbamos sin nuestros palos antihienas, pero la determinación con la que avanzábamos hacia la casa de Yaya nos hizo olvidar esas risas de la noche de unas criaturas que siempre habían evocado en mí sentimientos encontrados.

      Avanzamos en silencio, yo delante y Seidy a un par de metros detrás de mí. Cargábamos con nuestras mochilas y las garrafas de agua, pero, sobre todo, con la carga que más pesaba, la de los pensamientos hacia nuestras familias y todo lo que estaba pasando. Sin duda, no estábamos preparados para lo que nos estaba sucediendo; tratábamos de asimilarlo, pero nos resultaba imposible, y era precisamente esa carga la que nos hacía doblarnos de dolor.

      Tras dos horas y media andando, más o menos, llegamos a las afueras de Djianné. La aldea estaba apenas iluminada, era un calco de cómo habíamos dejado Sané: algunas casas en llamas, el cadáver de un hombre y muchas mujeres a su alrededor llorando, y personas andando sin rumbo. Lo único que lo diferenciaba era que no se escuchaban disparos, pero los había tenido que haber, sin ningún tipo de duda, hacía unas horas. Fuimos hacia la casa de Yaya evitando las calles principales, no despertamos la curiosidad de las escasas personas con las que nos cruzamos.

      Al llegar a la puerta principal llamé con los nudillos, mientras Seidy vigilaba, mirando en todas direcciones como un gato asustado. Nadie abrió, y el silencio fue todo lo que encontramos por respuesta. Por un instante, se me pasó por la cabeza que el viejo se hubiese ido y nos hubiese estafado. Insistí más fuerte, pero no hubo ninguna respuesta. Nos empezamos a poner nerviosos, sin saber bien qué hacer. Empezamos a llamarle, primero casi en susurros, para acabar dando voces, pero seguimos sin escuchar ninguna respuesta del interior de la casa.

      Seidy tomó la iniciativa y empujó la puerta, que se abrió con un chirrido que nos heló la sangre. Todo estaba en silencio, ni siquiera se escuchaban los sonidos de los animales que tenía en el patio. Nos introdujimos en la casa y cerramos la puerta tras nosotros, tropecé con una mesa que había en el salón y varios utensilios de cocina cayeron al suelo y se esparcieron haciendo un ruido que delataba nuestra posición. Seidy me chistó para que no hiciese ruido y tuviese más cuidado. Nos dirigimos al patio, abrimos la puerta y lo que vimos acabó con todas nuestras esperanzas. Los sueños de llegar a Europa se desvanecieron de un plumazo. Todas las ilusiones de nuestras familias hechas humo. «¡No! No puede ser». Seidy y yo nos miramos con auténtico terror. «Esto sí que no». Lo que vimos en el patio de la casa de Yaya nos hizo perder todas nuestras ilusiones por completo. Estábamos perdidos.

      Adaptación

      Me despertó la voz de Verónica, acto seguido abrió las cortinas de la habitación metiéndome prisa para que despertara y me di cuenta que mis compañeros ya se habían marchado. Debí de haber dormido muy bien, y me sorprendió, ya que últimamente tenía el sueño muy ligero. Me vino a la cabeza la cita que teníamos con Raquel, la abogada de la asociación, para valorar la orden de expulsión que me habían puesto el día anterior en el cie de Aluche.

      —Date prisa o llegaremos tarde, Amadou. —La voz de Verónica me pareció el mejor de los despertadores.

      Esa

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