El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
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Estábamos de vacaciones en la escuela coránica a la que íbamos, por lo que pasábamos los días en la calle con los amigos, a ratos jugando al fútbol, a ratos hablando sobre los rumores que se escuchaban de los tuaregs; pero la mayoría del tiempo lo pasaba con Seidy, nos gustaba ir al río que había a unos dos kilómetros de casa. Era raro que las hienas se acercaran a beber a las horas que íbamos nosotros, ya que hacía mucho calor; pero, por si acaso, siempre íbamos con nuestros mejores palos. Por suerte nunca tuvimos que utilizarlos.
Nos zambullíamos en el agua, pero sin meternos donde cubría demasiado, pues no sabíamos nadar bien ninguno de los dos y era mejor no tentar a la suerte. Todos los años moría algún chico del poblado fingiendo saber nadar mejor de lo que en realidad sabía, o podía, delante de los demás chicos del pueblo. Solían hacer saltos y competiciones, que algunas veces terminaban en tragedia; era por eso que a mí me gustaba estar solo con Seidy, mojarnos y secarnos al sol.
Era una gran suerte contar con un amigo como él, nuestra amistad era verdadera, conocía todos sus sueños, emociones y secretos; al igual que él conocía los míos. Teníamos una forma de ser muy similar, siempre había sido un chico tranquilo, que evitaba meterse en problemas, tímido hasta unos niveles insospechados. Sentía vergüenza de tener que hablar con desconocidos. Su tartamudez le confería cierto aspecto cómico ante los demás chicos, no ante mí, que le apreciaba como a un hermano. Habíamos compartido muchísimo tiempo juntos, no nos hacía falta hablar para saber lo que estaba pensando el otro, y esto era una gran ventaja a la hora de comunicarnos. Para Seidy, yo era su gran apoyo, no se relacionaba prácticamente con nadie más. No es que yo tuviese muchísimos amigos, pero al menos interaccionaba con el resto de los chicos de la escuela y no tenía problemas por hablar con todo el mundo. Se podría decir que, en ciertos momentos, Seidy sentía una especie de celos cuando yo jugaba con otros chicos de la escuela y no directamente con él. En esos momentos, él prefería quedarse al margen para no tener que hablar y que los demás se burlasen de su defecto en el habla.
Un día al atardecer, ya casi de noche, al llegar a casa, encontré a mis padres discutiendo en la puerta de entrada, habían salido fuera para no despertar la atención de mis hermanas. Al verme, me cogieron del brazo y me llevaron hasta el camión. Nos metimos los tres y cerraron las puertas. Mi padre sacó de la guantera un sobre, me lo entregó y me pidió que lo abriera.
Seguí sus instrucciones y me di cuenta de que había mucho dinero, eran euros. Yo no estaba muy familiarizado con ese dinero europeo, pero a juzgar por el número de billetes me pareció que había muchísimo.
—Hay dos mil quinientos euros, Amadou —dijo mi padre—. Son los ahorros de toda nuestra vida. Con esto deberías tener suficiente para llegar a Europa. A Yaya no hay que darle nada, pero llegado el momento deberás pagar a un hombre en Marruecos para que te lleve en barca hasta Canarias. Confío al máximo en Yaya, él te dejará en buenas manos y, hasta llegar a la costa de Marruecos, costeará todo el transporte y la comida con el dinero que le di.
—Son todos los ahorros que tenemos —continuó mi madre—. No los malgastes, hijo, y cuida bien de este dinero que tanto esfuerzo nos ha costado reunir. —Su mirada era una mezcla de melancolía, pena y un atisbo de esperanza.
Yo no sabía qué decir, me sentía avergonzado por recibir esa cantidad de dinero, dinero que tanto esfuerzo le había costado reunir a mi familia y que me era confiado para afrontar una difícil misión. Esperaban que gracias a ese dinero yo pudiese llegar a Europa y sostener a mi familia, con un trabajo que tenía que conseguir pronto.
Los miré a los ojos durante un rato sin saber qué decir, no encontraba las palabras, pero algo tenía que comentarles para que les diese esperanzas en esos momentos tan difíciles.
—No os preocupéis por mí —dije—. Llegaré a España sin ningún problema y trabajaré de lo que sea para que este esfuerzo no haya sido en vano —solté esto sin ninguna convicción y temí que mis padres se percatasen.
—Sabemos que así será —dijo mi padre—. Confiamos en ti, Amadou.
—No hagas ninguna locura, hijo, sé prudente y cuídate mucho, haz todo lo que te diga el amigo de papá y no habrá nada que temer —añadió mi madre. A la vez sacó de la parte de atrás del camión una mochila, según ella para que metiese algo de ropa y un poco de comida para los primeros días. También añadió que, en la parte de atrás de la casa, en la cabaña de los animales, había un bidón de cinco litros de agua que debía llevar y algo de fruta, mantequilla y pan para meter en la mochila. Todo esto debía cogerlo antes de ir a buscar a Babá, el padre de Seidy. Me recomendó que guardase el dinero en un sitio bien oculto y no en los bolsillos.
La tristeza se apoderó de los tres, pero ninguno lloró, ni siquiera mi madre, que era de lágrima fácil. Nos cogimos de la mano en silencio, acariciándonos, con una ternura poco frecuente, pero reconfortante en esos momentos. Mi madre no podía apartar los ojos del rostro de mi padre. La tristeza que exhalaba aquel camión se podía tocar con los dedos. Mi padre rompió el silencio para sugerir entrar en casa y que mis hermanas no empezasen a sospechar nada.
Bajamos del camión y nos dirigimos hacia casa, antes de entrar escuchamos unos ruidos de cláxones. Unas camionetas venían a toda velocidad en nuestra dirección, dejando un rastro de humo producido por la alta velocidad. La noche estaba empezando a cerrarse. Mi padre besó a mi madre a la vez que le hacía un gesto para que entrase en casa, a mí me dijo que guardase bien el dinero y me escondiese rápidamente en algún sitio en la cabaña detrás de la casa.
Esa sería la última vez que vería a mi padre con vida…
1 Término referido a una zona del Norte de Mali que los tuaregs consideran su territorio.
Remordimientos
—Amadou Koulibaly, tiene que acompañarme. —Un policía que no había visto hasta entonces me vino a buscar a la sala donde nos encontrábamos unas veinte personas. Había otras tantas camas, en un espacio donde si estuviésemos la mitad ya se podría decir que era un espacio reducido para tanta gente. Todos éramos negros, exceptuando cuatro chicos magrebíes.
Bajé de mi litera, del Centro de Internamiento de Extranjeros de Aluche, ante la mirada de mis compañeros. Dos de ellos me dieron un abrazo y me desearon suerte, me sonaban sus caras, pero no me acordaba de sus nombres.
Seguí al policía por un corredor hasta llegar a una pequeña sala en la que había otros dos agentes y una mujer de unos cuarenta y pico años, pelo corto y moreno recogido en una coleta. Me hicieron sentarme al lado de la mujer, a la que no conocía, pero que enseguida me dio la mano y se presentó como Raquel, la abogada de la asociación Parterre. Me preguntó si me encontraba bien, asentí y me tranquilizó diciéndome que me sacaría de allí enseguida. Su voz sonaba sosegada y segura, transmitiéndome una confianza que sin ninguna duda necesitaba.
Hacía unas dos horas que había ingresado en el cie, detenido por haberme colado en el metro, y me sorprendió la rapidez con la que se habían movido desde la asociación para venir a sacarme de aquel problema. La anterior vez había pasado cuarenta de los peores días de mi vida y la idea de que eso volviese a sucederme me estaba torturando por dentro. Raquel y los policías estuvieron hablando durante unos minutos. Yo solo lograba entender palabras sueltas, estaban utilizando palabras técnicas y, aparte, mi cabeza