El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero

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El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero

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      El segundo de los vigilantes, un tipo muy alto, calvo y con cara de pocos amigos, se puso muy agresivo. El que me había parado en primer lugar trataba de calmarlo. Discutían entre ellos acaloradamente, me imaginaba que estaban viendo los pasos que seguirían a continuación. Yo los miraba con cara aterrada y desde fuera Mohamed trataba de tranquilizarme con la mirada.

      Pude entender algo referente a los negros, el calvo repitió esa palabra varias veces, y luego soltó una frase en la que aparecía la palabra policía. Mohamed desde fuera también lo escuchó y trató de abrir la puerta para poder hablar con ellos. Todo fue en vano, cerraron la puerta y me dijeron que iban a llamar a la policía, tal y cómo les dictaba el protocolo, para identificarme y que me pudiesen hacer llegar la multa que me iban a poner. Aunque eso me lo explicó posteriormente Mohamed, porque yo no entendía apenas nada.

      Los minutos se me hacían eternos, yo no sabía qué hacer ni qué decir, me sentía muy impotente. No podía venir la policía, otra vez no. Tenía que haber otra solución. Al poco, llegaron dos agentes de la Policía Nacional, me saludaron respetuosamente, eran jóvenes, ambos con el pelo corto y morenos, y me pidieron de nuevo el pasaporte. Mohamed les explicó que vivía en una asociación y les ofreció su teléfono para hablar con el director si no le creían. Educadamente, le dijeron a mi amigo que me iban a llevar a Aluche para identificarme y que me iban a recluir en el cie (Centro de Internamiento de Extranjeros). Yo les dije que del mismo cie había salido hacía dos días en dirección a la asociación Parterre. Mohamed insistió en mi argumento, pero no hubo manera. Cada policía me cogió de un brazo y me sacaron del metro hacia el coche patrulla, que estaba con las luces de emergencia, aparcado en doble fila. Mohamed me aconsejó que llamase al director del centro y me dio una tarjeta, la misma que yo tenía con los teléfonos del director y del cuidador del piso. Me calmó diciéndome que no me preocupara, que él también iba a llamar al director para que me pusieran en libertad. A mí se me saltaban las lágrimas, estaba aturdido, había salido del cie hacía dos días, después de otros cuarenta encerrado allí. Días en los que la sombra de la deportación me acechaba a cada instante y, ahora que había conseguido salir tras solo cuarenta y ocho horas, me llevaban allí de nuevo.

      ¿¡Cómo podía haber sido tan tonto!?, ¿¡en qué estaba pensando!? Si mi madre me viese así, en el coche patrulla, se avergonzaría de mí. ¿Me irían a expulsar del país?, ¿me deportarían? No, no podía ser, no merecía esta suerte.

      Quería odiar a Mohamed por haberme metido en este jaleo, pero recordé las palabras de mi padre y tenía razón: yo era el único responsable. Mohamed solamente había intentado ser amable conmigo y se había portado muy bien, no era justo culparle a él; pero fuera de quien fuera la culpa, ahora era lo de menos, la cuestión era que iba de nuevo hacia el cie, donde las condiciones de vida eran muy duras y donde seguramente acabaría deportado a Mali. No, otra vez no, por favor. Los policías me pidieron a través del espejo retrovisor que me calmara, fue en ese momento cuando me di cuenta de que estaba llorando como una magdalena.

      El viaje duró apenas quince minutos, que yo pasé entre sollozos y pensamientos malísimos: deportación, deportación, prisión, prisión. ¿¡Cómo podía haber sido tan estúpido!? La rabia era incontrolable y, por unos instantes, sentí una presión muy grande en el pecho que me impedía respirar. Esperaba al menos que Mohamed hablase con alguien para que me pudiesen sacar rápido de aquella pesadilla.

      Llegamos al cie y me hicieron pasar a una sala donde había más policías. Tras unas preguntas que no supe contestar, porque no les entendía, me volvieron a preguntar por el pasaporte. Yo les dije que no tenía, pero que estaba en la asociación Parterre y les entregué la tarjeta con el teléfono del director. Les imploré que le llamasen. Accedieron a mis peticiones, no sé si porque se apiadaron de mi estado o porque era un derecho que me correspondía.

      El caso es que llamaron tres veces y el teléfono del director del centro estaba ocupado, debía estar hablando con alguien. «¡Qué mala suerte!, ¿cómo puede ser?». Me calmaron diciéndome que no me preocupara, que luego llamarían de nuevo. Me cogieron el dedo índice y me tomaron la huella dactilar. De inmediato me devolvieron a la celda que me era familiar y donde continuaban muchos de mis ex compañeros, los cuales me reconocieron al instante y vinieron a hablar conmigo.

      Yo no quería hablar con nadie, solamente quería salir de allí, tan solo quería despertar de esta pesadilla…

      Ansiedad

      Había estado tres días sin poder pegar ojo, por mucho sueño que tuviera era imposible dormir en aquellas noches de verano; mas no era por el calor, o por el ronquido de mis compañeros de habitación por lo que se alargaba mi vigilia, era otro tipo de insomnio. Lo provocaban mis nervios hacia la que sería mi primera entrevista de trabajo. Hacía casi dos años que había ingresado en el piso de Parterre en Madrid. Las clases de español que recibí fueron lo suficientemente buenas para poder afrontar la importante cita con ciertas garantías. En el despacho de la asociación habíamos preparado la entrevista con mucha minuciosidad. Gerardo, junto a Verónica y María habían dedicado muchas horas a prepararme para todo lo que pudiera surgir en aquella entrevista.

      Llevaba seis meses realizando un curso de frutería en una asociación. El curso había sido eminentemente práctico y, lo que en un principio estaba haciendo para no defraudar a mis educadores, ya que nunca se me había pasado por la cabeza ser frutero, empezó a gustarme. No solo eso, sino que además se me daba bien; la mayoría de frutas y verduras eran desconocidas para mí, pero con el transcurso de los días se me fueron haciendo familiares. No tanto los nombres de algunas de ellas como chirimoya, alcachofa o zanahoria, que me costó mucho tiempo aprender y que, gracias a la perseverancia de Gerardo, entraron en mi cabeza para quedarse para siempre en mi memoria, al igual que todos los demás nombres de todos los productos que teníamos y vendíamos en la tienda donde realizábamos las prácticas.

      Por las tardes, Gerardo se sentaba conmigo en el despacho y, o bien con plantillas, o bien entrando en internet, repasábamos las frutas que había visto en la tienda durante el día, así como las características de cada una de ellas, que yo debía memorizar y explicar a los clientes de la frutería cuando la situación así lo requiriese.

      Para mí era una gran oportunidad desde que emprendí mi viaje desde Mali hacía ya casi cinco años. Trabajar en Europa, ese era mi gran sueño, esa había sido mi meta, y aquí se me presentaba mi primera opción para lograrlo. No les había dicho nada de la entrevista ni a mi madre ni a mis hermanas, ya que Ramón, el psicólogo de la asociación, decía que si no lo conseguía, mi decepción se uniría a la de mi familia y podría terminar cargando con esa culpa. Esta misma opinión la compartían mis tres educadores, por lo que opté por no contarle nada a mi familia.

      Allí estaba, sentado en una habitación pequeña, junto a Andrés, un chico con el que había compartido el curso de frutero y otra chica a la que no había visto nunca en mi vida, con aspecto de sudamericana. Se suponía que se iban a decidir por uno de nosotros tres para la vacante que había quedado en la frutería. A juzgar por el aspecto de los candidatos, yo era el más nervioso y, precisamente, era eso lo que más habíamos practicado Gerardo y yo en nuestras simulaciones de entrevista de trabajo.

      Siempre me decía que tenía que mirar a los ojos del entrevistador y aparentar mucha confianza en mí mismo, algo que me daba mucha vergüenza. Era raro ver a Gerardo tan serio y marcial cuando adoptaba el rol de entrevistador. Tanto era así, que yo realmente podía percibir que estaba en una entrevista de trabajo real y no solo en una prueba; me recalcaba que debía hablar con un tono fuerte y confiado, y que no tuviese miedo a equivocarme. Una y otra vez me decía que yo valía mucho y que la persona que me entrevistase seguramente habría oído hablar bien del trabajo que había hecho durante las prácticas, y eso sería una baza muy fuerte a tener en cuenta en la entrevista, que confiase en eso, que confiase en mí mismo.

      Siempre

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