El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
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El domingo lo pasé con Mohamed, me llevó a que le viese jugar un partido con su equipo de fútbol 7, una modalidad que yo desconocía completamente. En la puerta del metro había quedado con sus amigos y amigas, los cuales me presentó, aunque no conseguí retener ninguno de los nombres. Bueno, solo me quedé con el nombre de María, yo creo que porque era igual que el de la educadora y eso me facilitó el trabajo. En total éramos un grupo de once personas: dos marroquíes, cinco españoles (tres chicas y dos chicos), dos chicos latinoamericanos, Mohamed y yo. No entendía nada de lo que hablaban, lo hacían muy rápido y solamente captaba palabras sueltas. Llegó la hora de coger el metro y todos tenían unas tarjetas con las que pasaban. María me había dicho que me daría un ticket de diez viajes para el metro, pero cuando se fue se olvidó de dármelo. No tenía dinero ni ticket, y así se lo comuniqué a Mohamed, que con una sonrisa me dijo que no me preocupase, que en Madrid mucha gente se colaba en el metro sin pagar y no pasaba nada. A mí la idea no me gustaba, mi educación no me permitía hacer esas cosas y, sobre todo, no quería meterme en líos; pero Mohamed le contó mi problema a los demás y todos me alentaron para que me colase.
El plan sería el siguiente, cuando Mohamed introdujese su ticket yo pasaría detrás de él, muy pegado, antes de que se cerrase el torniquete. Todo esto me lo explicó con gestos, ya que no lograba entenderle. Dudé, no estaba muy convencido de hacer eso y estuve a punto de darme la vuelta y volver para casa, pero tampoco quería causar mala imagen delante de los demás chicos, así que me armé de valor e hice lo que me dijeron. Fue muy fácil, y Mohamed me dijo:
—¿Has visto como es no es para tanto? No hay de qué preocuparse. —Al mismo tiempo echaba una mirada de complicidad al resto del grupo. Los demás me dieron palmaditas en el hombro a modo de felicitación. Todos iban muy tranquilos, pero yo no dejaba de mirar en todas direcciones esperando a que viniese un policía a por mí.
El partido me resultó aburrido. El equipo de mi amigo, en el que jugaban los demás chicos que nos acompañaban, perdió por tres a dos. Mohamed marcó uno de los goles y corrió a dedicárselo a una de las chicas. Yo me había quedado con ellas en la banda, sin nada de lo que hablar porque estaba muy cortado y porque mi español no daba para mucho. Además, las chicas estaban muy concentradas hablando sobre los jugadores, decían cosas y se reían. De vez en cuando me miraban para comprobar si yo había entendido algo de lo que habían dicho, pero hacían gestos como diciendo «tranquilas, que este no se entera de nada»; y qué razón tenían, porque para mí eso era misión imposible.
Cuando terminó el partido pasamos el tiempo en un parque muy grande, me gustó mucho el sitio. Había personas que paseaban a sus perros con una correa, algo que a mí personalmente me parecía muy ridículo. Gente que corría, parejas besándose, grupos de jóvenes bebiendo cerveza. Mis compañeros, al ver al grupo de chicos bebiendo, me preguntaron si me gustaba la cerveza, yo les contesté que era musulmán y que mi religión no me permitía beber alcohol. Mohamed me dijo que la pregunta era si bebía, no si era musulmán, porque él también lo era y bebía cerveza de vez en cuando. Me dijo que una cosa no estaba reñida con la otra, y que en el Corán no ponía nada al respecto. Yo no hice caso a sus palabras y le contesté un no rotundo.
Los chicos latinoamericanos se fueron a una tienda y al rato volvieron con tres botellas de cerveza muy grandes que se pasaban los unos a los otros, para mi sorpresa las chicas también bebían. ¡Qué país más extraño! Los chicos cocinaban y hacían la limpieza, las chicas bebían alcohol…, pero al estar en otro país que no era el mío tenía que aprender y respetar sus costumbres. Mi madre me había recalcado eso mismo antes de salir de Mali, además de decirme que no me metiera en líos, algo que incumpliría en muy poco tiempo, aunque aún no lo supiera…
Cuando terminaron de beber las cervezas, Mohamed me preguntó si quería volver a la casa. Mi nuevo amigo se estaba dando cuenta de que no estaba muy cómodo y mostró interés hacia mí, sintiéndose un poco mi protector. Yo no le contesté, pero mi cara debía de ser un poema, así que sin mediar palabra se despidió de todos y les dijo que nos íbamos. Y, aunque Mohamed se había despedido de los chicos con apretones de manos y con besos a las chicas, yo tan solo solté un adiós generalizado.
«He sido un estúpido», pensé. «Qué impresión les habré dado a los amigos de Mohamed, el primer día que salgo a conocer Madrid y he estado callado todo el tiempo». La mano de Mohamed en el hombro me hizo salir de mis pensamientos.
—Al principio cuesta entender el español, ¿eh? —me soltó de repente—. No te preocupes, a todos nos pasa lo mismo y, aunque creas que el español es muy difícil, ya verás cómo lo acabas hablando perfectamente.
—Hablar mucho difisil para yo —le contesté en español. Quería hacer caso a los educadores y practicar el idioma. Desde aquel momento Mohamed se dirigió a mí siempre es español, cosa que agradecí.
—Ya lo sé, encima algunas palabras que usan los latinoamericanos son diferentes a las que usan los españoles, te acabarás acostumbrando. ¿Qué te han parecido?
—Ser buena mucho gente —dije de un modo que no sonó demasiado convincente.
—¿Y el partido?
Mis titubeos provocaron una risa en Mohamed.
—Ja, ja, no te preocupes, sé que somos muy malos, pero nos lo pasamos muy bien. Menudo golazo he metido, ¿eh? —me dijo a la vez que me daba con el codo de modo amistoso.
—Sí, muy buen gol. —Aunque a mí me había parecido bastante normalito.
—¿Tú juegas al fútbol?
—Yo jugar fútbol, pero yo no bueno. En Mali el balón no bueno como España. El balón no balón de verdad —me esforzaba por chapurrear las cuatro palabras de español que sabía y me daba confianza percibir que Mohamed me entendía.
—Ya veo, ya.
—Si en Mali yo no bueno, en España yo menos bueno porque gente jugar mucho bien en España. —Me empezaba a sentir cómodo con aquel chico marroquí al que apenas conocía, y me sorprendía a mí mismo hablando en español. La conversación no era muy fluida, pero yo hacía esfuerzos por hablar y él por comprenderme. Llegamos de nuevo a la boca del metro y me echó una mirada de complicidad, como indicándome que haríamos de nuevo la misma operación de colarnos. No me vio muy decidido y me dijo que no me quedaba más remedio, porque andando hasta casa desde ese sitio había al menos una hora, según él. Así que no me quedó más que resignarme y accedí a seguirle.
Esta vez la cosa resultó muy diferente. Nada más pasar detrás de él, apareció un vigilante de seguridad que nos dijo que le enseñáramos el billete. Mohamed le enseñó el suyo, cuando me preguntó dónde estaba el mío le respondí que no tenía.
Mohamed habló con el guardia de seguridad, no les entendí muy bien, pero debía de ser algo así como que yo acababa de llegar a España y que tenía que regresar a casa, que no volvería a suceder. El vigilante no accedió a las peticiones de Mohamed.
Sin darnos cuenta, vino otro vigilante de seguridad; este tenía peores formas que el primero y, nada más llegar, me dijo que me iba a poner una multa. Yo no sabía muy bien lo que me estaban diciendo y me entró un pánico muy grande que me hizo quedarme bloqueado. Me hicieron un montón de preguntas, pero no sabía qué contestarles. Mohamed se portó muy bien y trató de interceder por mí en todo momento, pero los guardias de seguridad no cedían. Me metieron en la oficina del metro, dejando a Mohamed fuera pese a las súplicas de este diciéndoles que no sabía español y que me necesitaba para que