El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
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El primero en pasar al despacho fue Andrés, que cerró tras de sí la puerta con su fuerte brazo. ¡Qué envidia sentía de Andrés por tener esos brazos tan fuertes! A mi lado parecía incluso cómico, mis brazos siempre han sido muy delgados, cosa que me ha hecho sentir acomplejado muchas veces y, en especial, cuando teníamos que levantar las cajas en las prácticas de la frutería. El esfuerzo que yo invertía en levantar las cajas era más del doble del que empleaba Andrés u otros chicos del curso.
Conforme pasaban los minutos me inmiscuí en mis pensamientos, ¿qué me preguntarían?, ¿servirían de algo las pruebas que había hecho con Gerardo? ¿realmente entendería las preguntas del entrevistador?…
Tras un rato se abrió la puerta, Andrés me chocó la mano, se le veía contento, me deseó suerte y salió hacia la calle. Ahí caí en la cuenta de que con los nervios yo no le había deseado suerte a él y eso me hizo avergonzar. Durante unos instantes, ese sentimiento se apoderó de mí hasta que desde el otro lado de la puerta llamaron a Guadalupe, la otra chica que aguardaba en la sala junto a mí. Le deseé suerte, a lo que ella correspondió con una mirada de indiferencia. Esta chica estuvo casi el doble de tiempo, y cuando salió me dirigió un lacónico adiós.
Fue en ese instante en el que escuché desde el otro lado de la puerta:
—¿Amadou?
Desconcierto
Mi padre me despertó muy pronto en nuestra aldea de Mali, lo que me sorprendió, porque la noche anterior no me había dicho nada, tal y como acostumbraba a hacer cuando necesitaba ayuda para ir a repartir sus productos con el camión. Me pidió que no hiciese ruido y que me diese prisa. Le obedecí aún medio dormido y, en menos de un minuto, estaba en la puerta de la choza vestido con mis viejos pantalones largos, una camisa a la que le faltaban varios botones y las sandalias que completaban mi peculiar uniforme de trabajo.
No pasamos por el almacén a recoger la mercancía tal y como siempre hacíamos, en un ritual que por esperado no dejaba de gustarme. Me encantaba entrar en aquel lugar que olía a viejo, pero que tenía mucho encanto, y en el que depositaban las mercancías muchos mercaderes de la zona. Cada uno tenía su hueco, en el que dejaban de todo: sillas de plástico, pienso para animales, garrafas de gasolina, utensilios de cocina y cualquier cosa que uno pueda imaginar. Pero no; esta vez fuimos directamente por la carretera hasta un pueblo que estaba en el límite del que se consideraba territorio seguro. Justo antes de la zona que controlaban los hombres del desierto. El pueblo se llamaba Djennai, había oído hablar de él, pero nunca había estado.
Mi padre estuvo muy callado durante el camino, no es que fuese una persona muy charlatana, pero siempre le gustaba hablar sobre cosas triviales como el tiempo, las cosechas, el fútbol. Asuntos con los que romper el hielo y que hacían que los interminables viajes por las carreteras desiertas se hiciesen más amenos. El viejo Moussa, con su aspecto de haber vivido desde el principio de los tiempos, inspiraba seguridad, su sola compañía me hacía sentir tranquilo, me proporcionaba la paz que en ese momento necesitaba.
Rompió su silencio cuando vislumbramos a lo lejos la aldea a la que nos encaminábamos. Me contó que la situación se estaba poniendo muy peligrosa y muy fea, que los tuaregs del desierto querían provocar una guerra contra las gentes pacíficas del sur, y que debíamos estar preparados por si esto sucedía.
Estas palabras provocaron un miedo atroz en mí, escuchar a mi padre hablándome con esa franqueza me hizo temblar en el asiento del copiloto. Continuó diciendo que me iba a presentar a una persona a la cual tendría que buscar enseguida si a él le pasaba algo. ¿Significaba eso que podrían matar a mi padre? Tenía que seguir dormido aún o el viejo Moussa debía de estar delirando, eso no podía ser verdad.
—Si tardo mucho en aparecer por casa, o me encuentran muerto, tendrás que ir a casa de Yaya. Él ya tiene instrucciones sobre lo que tienes que hacer.
Traté de articular palabras de consuelo, como que eso no iba a pasar o que estaba equivocado, pero mi padre me cortó llevando la mano a mis labios. Me pidió que no hablase, que me limitase a escucharle y a memorizar todo lo que debía hacer. De eso dependía el futuro de mi vida, la de mi madre y hermanas. Se echó a un lado de la carretera y apagó el motor.
—A mí me van a matar, Amadou —me lo dijo con una tranquilidad que me heló la sangre por completo—. Me he negado a venderles productos porque sé qué harían con ellos, también me he negado a hacerles de transportista y me han declarado persona non grata. Van a matarme y se van a quedar con mi camión; y, antes de que me preguntes por qué no les damos el camión y nos vamos, te diré que ya lo he intentado.
»Al día siguiente de lo que pasó en casa fui a buscarlos para decirles que nos dejasen en paz, que les daríamos todo lo que quisieran. Uno de ellos se rio diciendo que los muertos no hablaban y que yo ya estaba muerto. Siguió diciendo que tú también merecías morir por haberte atrevido a plantarles cara y que, solo dando lecciones de este tipo, los demás aprenderían. No sé si será una bravuconada, Amadou, pero hemos de ser precavidos y estar preparados para lo peor.
No sé cómo describir lo que sentí ante esas palabras. Escuchar que mi padre asumía su muerte como algo inevitable y que mi vida también corría peligro, me dejó paralizado. Solo alcanzaba a soltar sonidos guturales, empecé muchas preguntas que se me entrecortaban antes de formularlas, eran demasiadas emociones juntas. Noté un nudo en el estómago y en la garganta, y me dieron arcadas, aunque no llegué a vomitar.
Mi padre me abrazó. El mayor abrazo que nunca antes me había dado nadie, secó las lágrimas que brotaban de mis ojos con su mano arrugada, y me sonrió con la sonrisa del que se sabe muerto y no puede hacer nada para evitarlo. Como buen patriarca bámbara que era, nunca mostraba afecto hacia sus hijos en público y se cuidaba mucho de expresar sus emociones delante de los demás; pero en ese momento intuía que no le quedaba demasiado tiempo, sabía que su vida corría peligro real y no quería dejar pasar esta oportunidad para tratar de consolar a su primogénito.
—¿Por qué no nos vamos, papá? Vayámonos hoy mismo hacia Senegal o hacia Guinea, o a donde sea.
—Esta es nuestra tierra, hijo. Yo ya soy mayor. Podríamos hacerlo, lo he pensado y es lo que tu madre quiere hacer, pero yo pienso que no es buena idea, los ahorros que tengo los vamos a invertir en otra cosa. Es importante que prestes mucha atención a todo lo que vamos a hacer hoy, hijo. De ello depende el futuro de nuestra familia, pero sobre todo el tuyo. Sé que va a empezar una guerra en nuestro país, de hecho, ya ha comenzado. También sé que nuestra aldea es pequeña y no creo que se metan con tu madre y tus hermanas, pero no hay ningún futuro para ti, Amadou. A muchos de los varones que quedéis en Mali os reclutarán para pelear y tú no eres un asesino. Ni tu madre ni yo queremos que te conviertas en asesino, por mucho que los hombres del desierto sean malos, crueles y arrogantes. Nosotros no te educamos para matar y sí para amar.
»Es por eso que necesitamos que llegues a Europa con los ahorros que tenemos. Es la mejor inversión que podemos hacer, y desde allí tendrás que mantener a tu familia hasta que la situación se arregle. Esperemos que sea pronto. En esta aldea te voy a presentar a un hombre que te va a ayudar para llegar a Europa. Es amigo mío, pero también conoce a los hombres del desierto, ya que ha comerciado con ellos durante años. Tienes que confiar en él. El día que a mí me pase algo tendrás que venir hasta su casa. Hazlo de noche. Te estarás preguntando cómo podrás recorrer los treinta kilómetros que separan Djennai de nuestra casa. La solución es sencilla: ya he hablado con Babá, el padre de tu amigo Seidy,