El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero

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El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero

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despacho para que les contara qué tal había sido la primera toma de contacto. Verónica, que me había parecido una chica atractiva desde el primer momento, ahora me lo pareció aún más. Utilizaba las gafas para conducir y leer, por lo que en ese momento no las llevaba puestas. El pelo le llegaba hasta la cintura, de un rubio que a mí me llamaba mucho la atención, rasgos finos, delgada y medía uno setenta. Una mujer alta, o por lo menos para mí lo era. Se podría decir que era bella. Como pude comprobar más tarde, tenía treinta y dos años, y un novio con el que vivía y que, de vez en cuando, pasaba por el piso a recogerla.

      Gerardo, por su parte, tenía la misma estatura que Verónica, también llevaba gafas, pero al contrario que su compañera, las llevaba puestas todo el día. Era de complexión normal, ni gordo ni delgado, con el pelo negro y ensortijado. Inspiraba confianza nada más verlo, con cara de buena persona y de trato afable.

      Me dijeron que en dos días conocería a María, la educadora de los fines de semana. Por lo visto, Verónica trabajaba por las mañanas, Gerardo por las tardes y María los fines de semana.

      Al comunicarme que debían marcharse, me dieron los números de teléfono del director de la asociación, al que ya conocería, y el teléfono del cuidador, al que me remitieron en caso de que necesitase algo en su ausencia. Les dije que no tenía teléfono y me explicaron que debería ahorrar de mis pagas semanales si quería conseguir uno. En esos momentos ignoraba que mi nuevo amigo Mohamed me conseguiría uno en un tiempo récord y a un precio muy bueno, aunque de dudosa procedencia.

      Me desearon buenas noches y me dieron la bienvenida por enésima vez, a la vez que me dijeron que los primeros días conociese a los compañeros y que, poco a poco, empezarían a hacer cosas conmigo, como estudiar español, enseñarme el barrio, etc.

      El resto de ese primer día lo pasamos en la casa. Estaba lloviendo, algo que era poco común en esa época del año, según me dijeron, ya que estábamos en el mes de junio, por lo que nos dedicamos a ver el partido de fútbol del Sevilla contra un equipo que no recuerdo bien. El día dio para entablar conversación con mis compañeros, con mezcla de francés y español. Cuando finalizó el encuentro me fui a la cama sin comer nada. Fabrice me dijo que tenía tortilla de patata para cenar, pero entre vergüenza, timidez, cansancio y una sensación rara que no sé describir me fui al cuarto. La idea era dormir, pero estaba muy excitado por todo lo que había sucedido durante el día. Estaba feliz, ¡lo había conseguido! Estaba en Madrid, había hablado con mi madre y, aunque por el tono de su voz había percibido que las cosas no iban demasiado bien en casa, al menos estaban vivas, y dada la época que atravesaba mi país en aquellos tiempos ya era mucho…

      Me había costado muchísimo esfuerzo, casi tres años intentándolo, vagando de aquí para allá. Mi vida había corrido peligro en varias ocasiones, pero ahora estaba en el madrileño barrio de Pueblo Nuevo, en una asociación que iba a ayudarme a conseguir mi sueño, con unos compañeros que me comprendían porque habían pasado historias parecidas a la mía, y con unos educadores que me daban muy buena espina. Además de Verónica, tan guapa ella… Su cara bonita aparecía en mi mente a cada rato…

      A mis diecinueve años, no había tenido ninguna relación sexual, tampoco había besado a una mujer, y en los últimos tiempos no había dedicado mucho tiempo a pensar en ello, ya que había asuntos muchos más importantes para mí y para mi familia. ¿Qué se sentiría al besar a una mujer?, ¿cómo sería eso de hacer el amor?, ¿sabría hacerlo bien? Mohamed me acababa de decir que me iba a presentar a amigas suyas, ¿querría alguna ser mi novia? En Mali, un chico de mi edad ya se consideraba preparado para desposar a una mujer. En alguna ocasión, mi madre me había dejado entrever la posibilidad de casarme con Kadiatou, una vecina de la aldea, tocaya de mi madre y que parecía muy buena chica, aunque apenas había cruzado con ella algunas palabras en el barrio y, por supuesto, nunca había estado a solas con ella. Casarme no estaba entre mis planes inmediatos, ahora lo más primordial era encontrar un trabajo para poder ayudar a mi madre y a mis hermanas. No había otro pensamiento en mi cabeza. Esa era la prioridad, ya estaba en España. «El trabajo lo encontraré en cuestión de días», pensaba, ingenuo de mí, «y más con la ayuda de esta asociación que me ha acogido». Ese falso pensamiento de que en Europa el trabajo nos caería al doblar la siguiente esquina era algo muy generalizado en Mali y en toda África. Todos los niños de la aldea soñábamos con ser como Kanouté, o como Samuel Eto´o o Didier Drogba, grandes futbolistas que triunfaban en Europa, y hacían proyectos de beneficencia en sus respectivos países. Los que no éramos buenos en el fútbol, pensábamos que podríamos trabajar de cualquier cosa y ganar muchísimo dinero, y en unos años regresaríamos a nuestras aldeas cargados de regalos, como los Reyes Magos o Papá Noel, como hacen aquí en el primer mundo. Lo que nunca llegué a imaginar es lo difícil que me resultó conseguir un empleo, me lo llegaron a advertir algunos amigos que hice por el camino, pero no quise escucharlos, las ganas y la imaginación siempre podían mucho más que la cruda realidad. Tampoco podía imaginar, que tanto yo como mis compañeros habíamos llegado a Europa en plena crisis, sobre todo en España. Con algo que ya contaba, pero para lo que no estaba preparado, fue con el racismo de algunas personas, que me hicieron sentir mal, muy mal…

      María me encontró tumbado en el sofá del salón viendo dibujos animados.

      —Hola, debes de ser Amadou, ¿verdad? —me dijo con un tono tan amable que parecía forzado.

      —Sí —respondí, con una voz que me sorprendió a mí mismo por lo bajo que había sonado.

      —Yo soy María —me contestó aquella chica bajita, algo regordeta, de pelo castaño, con cara redonda y ojos pequeños.

      Debía de ser la más joven de los tres educadores, no llegaría a los treinta años, aunque por poco. Me preguntó si había desayunado, a la vez que sacaba de una bolsa unos dulces alargados a los que llamó churros. Youssef y Fabrice salieron de sus cuartos con cara de sueño y bromearon con ella diciendo que cómo se notaba que había un chico nuevo, porque ya hacía mucho tiempo que no llevaba churros para desayunar. Me gustaron mucho, y los devoré rápidamente; no intervine mucho en la conversación porque su español en aquellos momentos era demasiado bueno para mí. Lo que sí percibí fue la buena relación que había entre María y mis compañeros. Cuando terminaron de desayunar, me llevó al despacho de los educadores y me preguntó cómo iba todo, si estaba a gusto, si ya conocía a todos y más preguntas por el estilo. Me propuso enseñarme un poco el barrio y fuimos a dar un paseo por los alrededores de la vivienda para que me empezase a ubicar. Todas sus palabras las acompañaba de gestos para facilitar mi comprensión. Fue así como descubrí dónde había que comprar el pan, dónde estaba la frutería, la ubicación del metro más cercano. Fuimos andando hasta la plaza de toros de Las Ventas, el edificio me impresionó mucho, nunca había visto nada igual. Pero más me impresionó lo que creí entender que María me dijo que allí se hacía. «¡Estos españoles están locos!», pensé. «Mira que ponerse delante de un toro…». Todo era nuevo para mí: los edificios tan altos, el tráfico…, y eso que María me dijo que al ser fin de semana la cosa estaba tranquila. «Menos mal», pensé sin atreverme a compartirlo con ella. Cogimos el metro para volver hasta Pueblo Nuevo y la verdad es que aluciné. Lo había visto alguna vez en películas, pero las escaleras mecánicas, para una mente como la mía que estaba acostumbrada a vivir en el medio rural durante casi toda la vida, eran simplemente impresionantes. María sonreía ante mi cara de asombro, aunque ella sonreía por casi todo, siempre estaba de buen humor y era algo que se nos contagiaba al resto cuando estábamos a su lado. Me costó subirme a las escaleras mecánicas porque me daba impresión, no sabía cómo tendría que hacer para bajarme una vez llegase abajo. Mi educadora trató de explicarme cómo orientarme con un mapa que me entregó, yo le dije que lo había comprendido, aunque la verdad es que no me enteré de nada y me imagino que ella lo sabía, pero los dos seguimos el juego como que me había enterado. Al llegar al piso, ya estaba todo el mundo en pie limpiando la casa. María me explicó que al ser mi primer fin de semana no me habían metido en el cuadrante para limpiar, aun así le eché una mano

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