El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
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Mientras me encontraba sumido en estos pensamientos, el médico hizo su aparición en la estancia, un hombre de mediana edad, con la cabeza afeitada y una perilla al estilo de los actores de Hollywood. Explicó a mis padres que había perdido un diente incisivo y que tenía el otro bailando, que como era joven no hacía falta que lo quitásemos, pero que me dieran mucha leche para fortalecerlo con el calcio. Me palpó la cara con suavidad, pero aun así sentí un intenso dolor por debajo del ojo. Siguió diciendo que había tenido suerte, que podía haber sido mucho peor, y dijo algo así como que había sido muy valiente, pero que con ese tipo de hombres más valía ser cobarde y no plantarles cara, porque nunca se sabía por dónde podrían salir. Mi padre asintió ante la afirmación del doctor.
Me dio unas pastillas para el dolor y otras para bajar la inflamación. Por último, me preguntó cómo estaba, y no sé por qué motivo no contesté, aunque mi padre lo hizo por mí.
—Está bien, doctor. Muchas gracias por todo, no se preocupe que le daremos las pastillas tal y como nos dijo. ¿Cuánto le debemos?
—Nada —contestó el médico—, pero tengan mucho cuidado con esos hombres, no es la primera vez en este mes que viene alguien con una historia similar a la suya. Si no se les pone freno, que Alá nos proteja, porque no sé qué pueden llegar a hacer.
Mi padre se ruborizó y le dio las gracias, mi madre hizo lo mismo e hicieron que yo también se las diese. El viejo Moussa, mi padre, era muy querido en la comunidad, se había ganado el respeto de todos ayudando con su camión a quien lo necesitaba y, seguramente, sería el motivo por el que ahora el médico nos devolvía el favor.
De camino al camión, mi madre le dijo que menos mal que no nos habían cobrado, porque si no, no sabían cómo hubiesen podido sobrevivir ese mes.
Ya dentro del vehículo mi padre me dio un fuerte abrazo, me dijo que había sido muy valiente, pero que si volvían a venir esos hombres que fuese a buscar ayuda y ni se me ocurriese volver a plantarles cara. Este comentario me dejó la sangre helada, sonaba a profecía. ¿Quería decir que iban a volver?, ojalá que no, no me gustaría tener que pasar por lo mismo otra vez. No, eso no podía pasar de ninguna de las maneras. Creo que fue la primera vez que mi padre me habló como a un hombre, aunque él recalcase que cuando llegásemos a casa, y me encontrase mejor, hablaríamos de hombre a hombre para darme instrucciones precisas de lo que deberíamos hacer a partir de ahora. Recuerdo que esas palabras de mi progenitor me llegaron con una sensación agridulce. Por una lado, que el gran Moussa me hablase de ese modo me llenaba de orgullo, pero por otro lado sabía en lo más profundo de mi corazón que nada bueno iba a acontecer a partir de ahora; y hoy puedo decir que, después de ese comentario, mi niñez se dio por acabada y pasé a ser un adulto omitiendo un periodo que en Europa llaman juventud, pero que en mi aldea de Malí se da con muy poco frecuencia.
El trayecto hacia casa fue lento y tedioso. Los cinco kilómetros que separaban el hospital de nuestro hogar se tornaron en más de mil. Al dolor que sentía en el rostro se sumaban los baches de la destartalada carretera, aumentados por la incomodidad del viejo camión. No podía entender cómo mi padre podía estar todo el día en ese trasto y que no se le desmontasen los huesos.
Cuando llegamos a casa, mi amigo Seidy estaba en la puerta con cara de preocupación. Seguramente mis hermanas habrían exagerado un poco la historia, porque cuando me vio descender del camión su cara se tornó más alegre.
—Uff, pe pennsé que ttttte había pasado algo, hermano —dijo tartamudeando.
Siempre nos llamábamos hermanos, aunque no éramos ni parientes lejanos, algo extraño en una aldea como Sané, con unos doscientos cincuenta habitantes. Su familia vivía en la choza más cercana a la nuestra y, al ser de la misma edad, nos habíamos criado juntos. La relación entre nuestras familias había propiciado que siempre estuviésemos cerca y unidos; y, aunque no fuésemos hermanos de sangre, sí lo éramos de espíritu. Tenía mi misma estatura, su complexión era un poco más fuerte que la mía, lo que no era difícil, ya que yo siempre he sido tremendamente delgado. Seidy era un chico algo introvertido, al igual que yo, y quizás por eso hicimos buenas migas. Podíamos pasarnos tardes enteras sin apenas hablar, pero disfrutábamos de la compañía que nos brindábamos el uno al otro. Los chicos en la escuela se burlaban de él porque tartamudeaba, sobre todo cuando estaba nervioso, y si encima los niños se reían de él su tartamudez se acentuaba. Conmigo era diferente, mis padres siempre me habían educado diciéndome que todos éramos iguales y que nunca había que reírse de los defectos de los demás, porque cualquier día nos podía pasar a nosotros. El caso es que era mi mejor amigo y me gustó encontrarlo al llegar a casa, pero lo que no me hizo tanta gracia fue su comentario, no sé cómo se imaginaría que me encontraría.
—¿Cómo querías que estuviese? ¿Muerto? —Y le enseñé la ausencia de mi diente.
Soltó una risotada ingenua y me dijo que me quedaba bien, que estaba más guapo mellado. No sabía que a partir de ese día mucha gente me llamaría Mellado. Algo que al principio me dio mucha rabia, pero terminé comprendiendo que cuanta más ira mostraba ante eso, más me lo llamaban, así que con el tiempo lo asumí con naturalidad.
—Muchas gracias, Seidy, era justo lo que necesitaba.
—No, en serio herrrrrrmano, me alegro de verte, y de verte así ddde de bien, aunque no te lo creas. Hace dos días a un primo de mi padre le ma-ma-mataron y le robaron todo su gggganado los hombres del desierto, por eso cuando tus hermanas me contaron que habían sido ellos…
Mi padre cortó la conversación de golpe y me dijo que nos metiésemos en casa, que necesitaba descansar. Extendió a Seidy un sobre con el recado de que se lo entregase a su padre y le dio una palmadita en el hombro.
—Vete a casa, Seidy, es tarde. Mañana ven a ver a Amadou, seguro que ya estará mejor —le dijo mi padre a mi amigo.
Seidy asintió, nos hizo el gesto de despedida y salió caminando silenciosamente hacia su casa hasta que se perdió en la oscuridad de nuestra aldea.
Mis hermanas, Faiatu, la mayor después de mí, y Amina, la mediana, se abalanzaron sobre mí y me dieron un largo abrazo con los ojos llorosos. Mientras Bintou, que nos había acompañado al hospital y apenas balbuceaba, estaba empezando a quedarse dormida, ajena a la situación que acontecía en mi casa.
Siempre he estado muy unido a mis hermanas y he tratado de cuidar de ellas, ya que soy el mayor. Con Faiatu tengo una conexión muy especial, soy dos años mayor que ella, no nos hace falta más que una mirada para saber lo que estamos pensando los dos. Con Amina también hay conexión, pero la diferencia de edad hace que no tengamos tantos temas de conversación, a ella le saco cinco años. Es la más inteligente