El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
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Decía que mis hermanas me estaban dando un abrazo, traté de tranquilizarlas forzando una sonrisa y enseñando así el diente mellado. Pensaba que se iban a reír, pero todo lo contrario, pusieron una expresión seria. Faiatu me preguntó si me dolía mucho. Su bello rostro, que había heredado de mi madre, se mostraba retorcido por la enorme preocupación que sentía. A mi hermana no le pude mentir y le dije que sí, pero que pronto se me pasaría con la comida que nos habían preparado, un arroz con pollo que se olía a un kilómetro a la redonda. Mi madre me dijo que no podía comer esa comida sólida, que debería probar solamente leche esta noche para reforzar el diente tambaleante, tal y como nos había aconsejado el doctor. Esas palabras me sentaron como un jarro de agua fría, ¡con el hambre que tenía! Mi padre intervino para poner un poco de cordura en la conversación, diciendo que un poco de leche no era comida para todo un hombre que había plantado cara a los hombres del desierto, comentario que me encantó y me hizo subir el ego. Como mi padre había intervenido, mi madre no rechistó y me sirvió un buen plato de arroz con pollo. Me costó comerlo, no podía masticar, y al dolor de la cara y al de los dientes se sumó el de la mandíbula; no había hecho cuentas yo con ese dolor que se sumaba a los anteriores. Me costó mucho acabar con mi plato, algo de extrañar, ya que siempre era el primero en terminar de comer. Mi madre me regañaba y ponía mala cara a la vez que decía: «hasta que no te atragantes no vas a comer como una persona normal».
En mi casa, a diferencia de las demás casas bámbaras, cada uno comía en su plato y no todos de una fuente central, ya que según mi padre así controlaba mejor lo que comía cada uno de nosotros. Una vez terminada la cena, mis padres mandaron a dormir a mis hermanas y allí me quedé yo con mis padres, como un adulto más, custodiando el sueño de ellas.
Nuestra choza no era muy grande. Era todo diáfano, con dos cortinas, una para separar la estancia de mis padres y otra para separar la cocina. Todos dormíamos en esteras y, desde hacía un tiempo, los animales dormían en una pequeña cabañita que había construido mi padre con mi torpe ayuda de niño pequeño. Esto era un verdadero alivio, ya no solo por el olor de los animales, sino también por el ruido y por no despertarse por la noche mil veces con un pollo encima de las rodillas. Yo dormía en la misma sala que mis hermanas, contradiciendo una norma entre los bámbara, en la que los chicos y las chicas deben dormir en distintos habitáculos, pero que mis padres no hacían cumplir debido a las pequeñas dimensiones de nuestra infravivienda.
Comparadas con otras familias no teníamos muchos animales, solamente gallinas y ovejas. Otrora habíamos tenido dos vacas, pero se murieron de hambre y ya no pudimos comprar más.
Aquella noche, en que mis padres mandaron a dormir a mis hermanas y a mí me permitieron quedarme con ellos, la recordaría durante toda mi vida. Si ahora mismo cerrara los ojos, podría visualizar las miradas de tristeza que se proferían mis progenitores, las caricias que se dieron en las manos, el cariño que se respiraba en el ambiente. Pero nada bueno podía acontecer a partir de aquel momento. Mi padre hizo el ademán dos o tres veces para empezar a hablar, pero otras tantas se calló sin haber empezado. El viejo Moussa no encontraba palabras que decirle a su esposa Kadiatou y a su hijo. Eso me entristeció, porque mi padre siempre fue un hombre muy sabio, conocía todas las respuestas, siempre encontraba las palabras adecuadas para cada situación. Muchas fueron las veces en que los vecinos del pueblo venían a pedirle ayuda sobre infinidad de asuntos y él, siempre con una calma pasmosa, aconsejaba a todo el mundo. Nadie le contradecía, lo que Moussa decía era siempre una verdad incuestionable, pero aquel momento era diferente.
No sé el tiempo exacto que pudo transcurrir cuando, por fin, mi madre dijo que era hora de ir a descansar. Me dio las pastillas que me había recetado el médico y un beso en la frente. Me espetó un «gracias por defenderme» casi inaudible y corrió la cortina de su estancia. Mi padre me estrechó entre sus brazos y me recomendó que tratase de dormir, y que ya hablaríamos al día siguiente. Corrí la cortina hacia mi habitáculo, allí estaban Amina y Bintou, que acurrucada en el pecho de su hermana roncaba plácidamente. Faiatu se despertó, aunque sospecho que no había estado durmiendo. No me dijo nada, pero desde su estera me ofreció su mano. Yo la cogí y la estreché con fuerza, al rato ella se quedó dormida y sentí su respiración acompasada. Sin embargo, yo esa noche no pude dormir. No dejaban de sucederse en mi mente las imágenes del día. Ahora, podía ver mucho mejor los turbantes de los hombres que nos habían asaltado esa tarde. Podía dibujar sus caras barbudas en mi mente, visualizar los cañones de sus ametralladoras y el sonido de sus risotadas, así como el tintineo de sus camionetas mientras se alejaban de la aldea. Fue curioso, porque esas imágenes eran más nítidas al recordarlas en mi mente que cuando sucedieron en realidad.
La historia que Seidy me había empezado a contar, con muertos de por medio, y que mi padre había cortado para protegernos, no era nada halagüeña. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué se metían con gente pacífica, honrada e inocente? Fuera lo que fuese no tenía buena pinta. ¿Volverían a venir aquellos hombres a casa? ¿Les debería algo mi padre? No, eso sí que no, eso era imposible.
El dolor en mi cara se llevó gran parte de mis pensamientos aquella noche. Era la primera vez que me agredían y, por desgracia, no sería la última. La impotencia de no haber podido hacer nada, la desolación por haber visto cómo manoseaban a mi madre e insultaban a mis padres me quemaba por dentro. Una rabia hasta ahora desconocida se apoderó de mí. Y en el silencio de la noche, en nuestra choza, lloré. Lloré para adentro para no despertar a mis hermanas y mis padres, pero lloré. Lloré con el alma y unas lágrimas tántricas brotaron de mis ojos hacia dentro, mientras el aroma del arroz con pollo aún impregnaba todas las instancias de la casa.
El día siguiente lo pasé en casa con mis hermanas y mi madre. Mi padre salió rápida y misteriosamente, me dijo que debía hacer un transporte de mercancías que lo tendría alejado del poblado varios días, aunque yo pensé que su verdadera intención era pasar unos días fuera visitando a algunas personas que pudiesen ayudarles a elaborar un plan contra los hombres del desierto. Cuando pregunté a mi madre si estaba en lo cierto no supo qué contestarme, aspecto que yo interpreté como un «sí». Antes de subirse a su camión, me prometió que a su vuelta hablaríamos largo y tendido, pero que ahora tenía que partir deprisa y así me daría un poco más de tiempo para que me recuperase de mis dolores.
Ese día, mi madre me pidió que acompañase a Faiatu al mercado a por algunas verduras, ya que mi hermana estaba visiblemente afectada por lo acontecido el día anterior. Fuimos en silencio hasta el mercado; nuestra aldea, como ya os dije anteriormente, pertenecía a la etnia bámbara, una etnia numerosa en Malí. Teníamos la mala suerte de estar cerca de donde moraban los hombres del desierto, lindando con el norte, cerca de la ciudad de Goundam, y a poca distancia de Mauritania. En mi país se podían encontrar numerosas etnias y, aunque no nos mezclábamos demasiado, sí que había bastante respeto entre todas, exceptuando los hombres del desierto, nómadas que no se relacionaban con los demás. Pero, ¿por qué esa violencia repentina?, ¿por qué ese afán de hacerse notar precisamente ahora? Esperaba poder hablar con mi padre sobre esto cuando volviese.
Llegamos al mercado, atravesando las estrechas calles, con casas de adobe y techumbres de paja, levantando polvo a nuestros pasos. Las mujeres mayores enseguida se interesaron por mi estado de salud. En una aldea tan pequeña las noticias corrían como la pólvora, y el altercado del día anterior no había pasado desapercibido. Agradecí aquella preocupación, pero me hicieron sentir un poco raro, ya que mi timidez no jugaba a mi favor tras haberme convertido en el protagonista del pueblo. Estábamos de vacaciones escolares y eso favorecía que muchos chicos de mi edad estuvieran ayudando a sus madres con las compras. Muchos de aquellos chicos con los que apenas había hablado en la escuela vinieron a interesarse también, yo creo que con más ganas de cotillear que por interesarse de verdad por mí. El caso es que esa mañana todo el mundo quería hablar conmigo.
Faiatu llevaba la voz cantante