El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero

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El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero

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grande y las transportaba hasta nuestra casa. Al llegar a la choza, mi madre me preguntó si habían venido muchas personas a preguntarme por el incidente, y también se interesó por saber qué había respondido yo. Achaqué que no quisiese venir con mi hermana y conmigo al mercado por esta cuestión. No le gustaba ser el centro de atención, ni tener que dar explicaciones, y sabía cómo eran de curiosas las personas del pueblo.

      Ese día mi madre me pidió que le ayudase a hacer la comida, lo que me extrañó, ya que en mi casa siempre cocinaban ella y Faiatu, y últimamente también Amina, pero accedí con gusto. Pasamos una mañana entretenida, las mujeres de la casa se reían de mí. Bueno, más que de mí, de mi torpeza en la cocina; pero pasé la mañana entretenido con ellas y eso evitó que pensase demasiado. Es por eso que mi madre, que siempre controlaba todos los detalles de todo lo hizo, quería evitar a toda costa que le diese vueltas a lo sucedido el día anterior, y quería hacernos sentir como si nada hubiese pasado, y sobre todo, tranquilizarnos de que eso no volvería a pasar jamás. Y ojalá hubiese tenido razón, pero la realidad iba a ser muy distinta, aunque nosotros eso aún no lo sabíamos…

      Confusión

      Al escuchar ruidos en el salón me sequé las lágrimas, no quería que en mi primer día dentro del piso en Madrid me viesen llorar. Verónica estaba saludando a algunas personas, no entendí bien lo que decían, pero a los pocos segundos tocaron en la puerta de mi habitación y acto seguido entró Verónica, junto a dos chicos y otro hombre. Me los presentó: Mohamed y Souleymane serían mis compañeros de piso; Gerardo, otro de los educadores. Los tres me dieron la mano. Verónica me presentó como el chico nuevo, y pidió que me ayudasen a integrarme. Después, Gerardo y Verónica se fueron al despacho y yo me quedé en la habitación con Mohamed, marroquí, y Souleymane, guineano.

      Mohamed, que era un chico alegre y extrovertido, tomó la iniciativa y me preguntó si me gustaba el fútbol, y de qué equipo era, al tiempo que me mostraba una foto que tenía colgada de Messi. La habitación que íbamos a compartir era bastante grande, tenía cuatro camas en fila y cuatro armarios empotrados. También observé que todos ellos estaban decorados con fotografías de futbolistas. Había una mesa grande con cuatro sillas, el suelo de parquet y una alfombra enrollada detrás de la puerta para los rezos. Al fondo había dos ventanas grandes que daban a la ruidosa calle Alcalá.

      Le contesté, con una mezcla de español y francés que le costó entender, que era del Barcelona, y que mi jugador favorito también era Messi. Eso le hizo mucha ilusión, me dio un apretón de manos y se burló de Souleymane, que era del Madrid.

      Yo recelaba bastante de los chicos marroquíes, ya que mis experiencias en Marruecos habían sido muy traumáticas y me habían tratado fatal en aquel país. Siempre solía decir que los marroquíes eran mala gente, pero tengo que decir que tratar con Mohamed me hizo cambiar esa visión y, al final, con el tiempo, terminaría convirtiéndose en mi mejor amigo dentro de la casa.

      En ese momento, Mohamed tenía veinte años y llevaba dos en el piso, al que llegó de un centro de menores cuando cumplió los dieciocho. Había llegado a España en los bajos de un camión, en una experiencia que le había resultado fallida en tres ocasiones anteriores. Me contó que era de Tánger, el menor de tres hermanos varones, un metro setenta de estatura y delgado. Hablaba bastante bien el castellano y apenas se le notaba el acento marroquí, cosa que me sorprendió un poco. Estaba estudiando mecánica de motos y soñaba con poder convertirse en piloto profesional.

      Souleymane, por su parte, venía de la capital de su país, Conakry. Era de complexión fuerte e introvertido, tenía varias cicatrices visibles en la cara y en los brazos, y nunca me habló de cómo había logrado entrar en España; aunque Mohamed me contó que había llegado en patera hasta Canarias, hecho que me resultó familiar, como os contaré más adelante. Llevaba en el piso un año y medio, y hablaba el español de forma peculiar, le costaba construir las frases, pero se hacía entender bastante bien.

      Mohamed me mostró de nuevo la casa. Había tres habitaciones: la nuestra, que era la más grande; otra más pequeña en la que vivían Yakub, guineano, y que me había traducido con Verónica, y Youssef, de Palestina. La tercera habitación tenía una sola cama, en la que vivía Fabrice, de Camerún. Según me explicó Mohamed, Fabrice era el cuidador del piso, algo así como el responsable de la casa cuando los educadores no estaban. Los demás estaban en clase y ya los conocería más tarde.

      La cocina era amplia, con muchas cosas que yo no sabía para qué servían: un microondas, un horno, una cafetera y demás aparatos que había visto alguna vez en la televisión de Tenerife, pero que nunca había visto en persona. El espacio también disponía de una mesa y varias sillas para poder comer sin salir de la propia cocina.

      Había un cuarto de baño grande con tres duchas, dos váteres y dos espejos enormes. Me sorprendió su tamaño, ya que nunca había visto espejos tan grandes. El salón era bastante espacioso, con un ordenador con conexión a internet, un sofá grande, varias sillas y una mesa. La televisión era tan antigua que no tenía mando a distancia. También se encontraba colgado un panel de corcho en el que estaban pinchados los cuadrantes con las tareas de la casa, así como el menú de las comidas y de las cenas. Varias fotos de chicos que no conocía decoraban las paredes.

      Por último, estaba el despacho de los educadores, un espacio donde había una mesa y cuatro sillas, un ordenador con impresora y un teléfono; disponía también de un armario donde había un botiquín y un extintor.

      El piso era un tercero sin ascensor, y los vecinos, según me contó Mohamed, eran bastante mayores, por lo que no había ninguna chica guapa. Mohamed me dijo que no me preocupara, que ya me presentaría a alguna amiga de las muchas que tenía. He de decir que se portó muy bien conmigo y me hizo de cicerone, tanto en el piso como en la ciudad. Gracias a él aprendí español muy rápido. Descubrí los secretos de Madrid, una ciudad que me encantó desde el principio. Me presentó a mucha gente y siempre se interesó por mí. Desde ese primer día nos hicimos inseparables dentro del piso y compartimos mucho tiempo fuera.

      Ese primer día comimos Yakub, Souleymane, Mohamed y yo con Verónica y Gerardo. Nos apretujamos en la mesa de la cocina y devoramos un plato de espaguetis con atún que había cocinado Yakub. Estaba muy bueno, pero todos los demás bromearon diciéndole que le habían quedado muy mal. Cuando terminamos de comer, los educadores se fueron a una reunión y, en el transcurso de una hora, fueron llegando los demás chicos. Fue así como conocí a Youssef, un chico palestino, alto, moreno, que hablaba español perfectamente, muy educado, pero que apenas se relacionaba con el resto de los chicos del piso. Estaba estudiando peluquería, cosa que me llamó la atención, pues yo consideraba que eso era una cosa de chicas, pero que por lo visto en España lo hacían muchos varones. Youssef había llegado a España en avión con un pasaporte falso, huyendo del conflicto eterno que vivía su país. También conocí ese día a Bailou, mi otro compañero de habitación. Venía de Senegal, era muy alto y fuerte, estaba estudiando cocina y, según me contó Mohamed, todos los chicos se relamían cuando le tocaba preparar la comida a él. Entró a Europa saltando la valla de Melilla, y tenía varias cicatrices en los brazos y en las piernas. De todos, era el que menos tiempo pasaba en casa, ya que, palabras de mi nuevo amigo alcahueto «tenía una novia española y estaba todos los días en casa de ella, ya que sus padres solo volvían para dormir». Por último conocí a Fabrice, el cuidador, un chico muy alegre y que se llevaba bien con todo el mundo. Llevaba en el piso tres años. Al igual que Bailou, estaba estudiando un curso de cocina y ahora estaba realizando las prácticas en un restaurante de un pueblo de las afueras de Madrid. Era una persona que imponía respeto, tenía nuestra misma edad, pero se le veía más maduro; una de esas personas a las que la vida le ha dado una responsabilidad antes de tiempo. Días después, en una de las charlas que tuve con él, me contó que se tuvo que hacer cargo de su familia cuando apenas contaba con doce años. Guardaba todos y cada uno de los diez euros que le daban en el piso semanalmente para mandárselos a su madre y a sus dos hermanos pequeños.

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