El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero

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El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero

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un aspecto feroz y hostil. Yo nunca había visto un arma de fuego hasta ese día, aunque por desgracia las vería con demasiada frecuencia en los años siguientes.

      —Hola, buena mujer, venimos buscando a Moussa —dijo un hombre armado, que parecía ser el cabecilla de aquella gente.

      Mis hermanas y yo nos apretamos más si cabe y empezamos a sentir una especie de miedo que se hacía plausible en nuestras ingenuas miradas.

      —No está —contestó mi madre, tratando de aparentar tranquilidad. Una tranquilidad que hacía tiempo había desaparecido de su rostro.

      —Ya lo veo, su camión no está aquí —apuntó un segundo hombre, que también sostenía una ametralladora—. ¿Cuándo volverá?

      —No lo sé, posiblemente mañana. Está comerciando. En esta ocasión ha ido a Bamako, y cuando trabaja en la capital pasa más tiempo que cuando está por los pueblos cercanos. —La voz de mi madre parecía sólida, al menos a los ojos de aquellos hombres.

      Los observé con detenimiento para intentar saber qué venían buscando. Carecían de uniforme, por lo que no podían ser militares. Su forma de actuar no me daba más datos para entender qué hacían en la puerta de casa. Mucho menos las armas que llevaban. Me recordaban a los hombres del desierto —así les llamábamos en la aldea—, sujetos que se dedicaban a asaltar a comerciantes que iban a los pueblos del Norte, forajidos de la justicia y que, según parecía, llevaban un tiempo armándose y preparando un ejército. Esto era lo que escuchaba en las conversaciones de mi padre cuando, en ocasiones, le ayudaba en el reparto de sus mercancías por los pueblos cercanos.

      —¿Sabe que el cerdo de su marido nos debe mucho dinero? —Empezó a entrarme calor por todo el cuerpo. Ese hombre que acababa de llegar se atrevía a insultar a mi padre, un hombre honrado, trabajador y que lo hacía todo por poder alimentar a su familia. ¿Cómo podía atreverse a hablar así sobre el gran Moussa?

      El hombre que había insultado vilmente a mi padre empezó a acercarse mucho a mi madre, más de lo que en nuestra cultura podría considerarse políticamente correcto entre un hombre y una mujer que no están unidos por el sagrado matrimonio. Se paró delante de ella, le cogió bruscamente la cara, se volvió a los demás y les dijo:

      —Eh, este viejo de Moussa no tiene mal gusto, ¿verdad? —No sé si me molestó más ese comentario o las risas de sus compañeros de fechorías. El caso es que se empezó a apoderar de mí una cólera que no había sentido nunca en mi vida.

      Mi madre le apartó la mano bruscamente y le dijo con una voz fuerte y decidida:

      —¡Déjame en paz! ¡No me toques! Eres un mentiroso, mi marido no os debe nada. ¡Es un buen hombre!

      —Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿El viejo Moussa no te ha enseñado modales, zorra?

      Sentía cómo la rabia se apoderaba de mi cuerpo. Primero insultaba a mi padre y ahora se atrevía con mi madre. Estaba furioso con aquel hombre que se estaba propasando con mi familia e instintivamente agarré un palo con el que solía jugar por las calles y que estaba al alcance de mi mano. Mi hermana Faiatu intentó agarrarme para que no lo hiciera, pero yo era más fuerte que ella y conseguí eludir sin problemas su mano temblorosa. El hombre seguía con su retahíla de insultos y empezó a manosear a mi madre descaradamente. Eso ya era demasiado para mí. No pude contenerme y salí con el palo, gritando que la dejase en paz. Mi madre trató de retenerme, pero yo me zafé y conseguí darle en las costillas con toda la fuerza que podía un chiquillo delgado de diecisiete años. El hombre emitió un pequeño grito y, como acto reflejo, me dio con la culata de la ametralladora en la cara. Todo lo que sucedió después lo recuerdo como si fuesen fotografías: mi madre llorando, los hombres riendo, mis hermanas chillando dentro de la casa, y yo sintiendo un extraño sabor a sangre en la boca. Antes de desmayarme, logré escuchar cómo decía uno de aquellos hombres:

      —Dile al viejo que volveremos, y esperamos que para entonces tenga listo todo el dinero que nos debe.

      Luego escuché, entre los sollozos de mi madre y de mis hermanas que acudieron a ver cómo me encontraba, el sonido de los motores de los vehículos que se alejaban.

      Libertad

      —¡Bienvenido, Amadou! Esta es tu nueva casa. Aquí tienes el salón, la cocina, el cuarto de baño y tu habitación. Dormirás con tres chicos más: Mohamed, de Marruecos; Baillou, de Senegal; y Souleymane, de Guinea Conakry. Ahora están en la escuela, pero luego por la tarde podrás conocerlos. Estoy segura de que os llevaréis muy bien. Toma tus sábanas y prepárate la cama. En cuanto lo hagas, ven al despacho y te explicaremos las normas de funcionamiento del piso.

      Esto me lo acababa de decir Verónica, la chica que había ido a recogerme al Centro de Internamiento de Extranjeros (cie), en Aluche. Allí, una trabajadora social me explicó que me trasladarían a una residencia en la que podría empezar una nueva vida. Me comentó que mi calvario había llegado a su fin. No me dio mucha información al respecto, apenas que se llamaba Asociación Parterre, situada en el centro de Madrid, y que conviviría con más chicos que habían pasado por lo mismo que yo. Habían pasado casi tres años desde el incidente en Mali, en el que me habían partido un diente de un culatazo, y ahora me encontraba en Madrid. Verónica y yo nos habíamos metido en su coche pequeño y de color blanco, desde el que había podido observar su cara linda. Sus ojos claros y mirada firme, pero tierna, se escondían detrás de unas gafas finas, acorde a la harmonía de su rostro. Se podría decir que era una chica bien parecida, me gustó desde el primer momento en que la vi. En el transcurso del camino hasta nuestro destino apenas hablamos. Me dijo que al llegar al piso ya me contaría más detalles sobre mi nueva vida y mi nueva residencia, en la que había más chicos africanos.

      Lo primero que llamó mi atención fue que una mujer fuera la jefa del piso, aunque según me habían comentado eran tres los jefes de mi nueva residencia. Imaginaba que los demás serían hombres. En ese momento, el nombre de ella me parecía imposible de retener en mi aturullada cabeza, pero, con el tiempo, Verónica se convertiría para mí en un gran apoyo; además de ser una de mis educadoras, como así me enteré más tarde que se llamaba, y no jefa.

      Hice lo que me pidió, coloqué las sábanas lo mejor que pude sobre el colchón, pero no fui al despacho porque me daba vergüenza, así que Verónica vino a la media hora para ver si estaba todo bien. Noté cómo se reía entre dientes y entre los dos rehicimos la cama. Por lo visto no había colocado las sábanas bien, ya que, a decir verdad, era la primera vez que afrontaba esa difícil misión en mi vida. Tras este momento embarazoso que me hizo ruborizar le acompañé al despacho, donde empezó a explicarme las normas del centro. Pasados unos minutos, se dio cuenta de que no me estaba enterando de nada; yo asentía todo el rato porque no quería ser descortés. Ella me tocó en el hombro, recuerdo que un calor me recorrió todo el cuerpo. Era la primera vez que una mujer que no fuese de mi familia me había tocado, y la verdad es que, aunque apenas fue un instante, yo me sentí extraño, pero me gustó.

      —Espera un momento, voy a buscar a Yakub para que te traduzca.

      Yakub era un chico guineano que también vivía en el piso. «¿Cuántos chicos seremos en total?», pensé.

      —¡Hola! —me estrechó la mano. Era un chico muy alto y delgado, yo diría que tan delgado como yo. Me dio la bienvenida en francés y me explicó las normas del piso. He de decir que mi francés no era muy bueno, pero bastante mejor que el español.

      La conversación fluyó de manera que primero Verónica le decía algo a Yakub y este me lo traducía. Me llamó la atención el hecho de que Verónica, aunque hablase con Yakub, me miraba a mí. Esto me hacía sentir raro,

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