El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
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Asentí secándome las lágrimas de los ojos.
—¡Pero tiene que haber otra solución, papá! —le dije gritando con la rabia que se estaba acumulando en mi interior—. Yo no sé nada sobre Europa, mi familia y mis amigos están aquí en Mali. ¿Qué voy a hacer para ganar dinero cuando llegue allí? ¿Cómo voy a poder llegar? ¡Europa está muy lejos!
Mi padre perdió la mirada en el horizonte y apostó a que yo lo conseguiría, tanto mi madre como él creían ciegamente en mí; me dijo que confiaban en su instinto de padres para saber que su hijo tenía la fortaleza física y mental para llegar a Europa y convertirse en el cabeza de familia.
«¿Yo, a mis diecisiete años, el cabeza de familia?». Me parecía una idea absurda, pero no podía contradecir al viejo y sabio Moussa, y mucho menos teniendo en cuenta la suerte que iba a correr irremediablemente.
Me hizo jurar que lo haría, que llegaría a Europa y que mantendría a mi familia trabajando de lo que hiciese falta; trabajando duro para conseguirlo. Y así lo hice, le juré que así lo haría, pero yo no estaba convencido de lo que decía, no estaba convencido de la locura que pronto tendría que hacer, no estaba convencido de nada en absoluto. Pero aquel día, parados en la carretera desértica que conducía a la aldea de Yaya, le juré a mi padre que me haría cargo de mi familia y que sería capaz de llegar a Europa.
Mi progenitor me miró con orgullo: «Sé que lo harás», me dijo tranquilizadoramente. Encendió de nuevo el motor de su camión y nos adentramos despacio en esa aldea que no había visto nunca en mi vida para buscar la casa de un hombre del que nunca había oído hablar, pero en el que tenía que confiar mi vida y la de mi familia, llegado el momento en que a mi viejo padre le pasase algo…
La casa de Yaya estaba a las afueras del pueblo; se trataba de una aldea polvorienta, como casi todas en esa zona de Mali; las casas eran de adobe y paja, algunas forradas con los excrementos de los animales. Espacios para el ganado y para personas se mezclaban muchas veces con un olor característico que me era muy familiar. No tenía que ser mucho mayor que nuestra aldea y, si algún viajero viniese desde lejos, bien podría pensar que se trataba de nuestra misma población. La mezquita era el único edificio que destacaba del resto, aunque la de nuestra pequeña aldea me parecía más bonita, mi padre me indicó que eran iguales.
El calor lo impregnaba todo, los perros callejeros estaban tirados en las sombras que encontraban, y no ladraban a los forasteros que nos internábamos en sus dominios. Un gallo entonaba su canto al paso de nuestro convoy. Atravesamos todo el pueblo como fantasmas dentro de un pueblo fantasma. Un par de viejos que estaban tomando el té a la puerta de una de las chozas saludaron a mi padre con aire cansado. En realidad, todo en ese pueblo resultaba cansado y viejo; no vi a ningún niño corriendo como era habitual en los pueblos malienses, no se oía ni una sola palabra. Parecía que, por arte de alguna hechicería, hubiesen arrancado de cuajo la vida y la felicidad de esa triste aldea.
Al bajar del camión, una bofetada de calor nos dio la bienvenida, un calor que no por ser conocido dejaba de incomodarme; debería haberme puesto los calzones cortos, pensé, aunque ese pensamiento se fue rápido de mi cabeza cuando recordé de nuevo en lo que íbamos a hacer allí, y la gravedad del asunto precisaba de unos pantalones largos, viejos pero solemnes.
Yaya salió a la puerta para recibirnos. Era la última casa del pueblo y la más grande, un poco más digna que el resto. Era un hombre de una edad incierta, sería unos años más joven que mi padre, pero tenía la piel tan curtida como él. Sin duda, el sol durante toda la vida hacía estragos entre los hombres malienses. Llevaba una túnica larga y blanca al estilo de muchos de los hombres de esa parte del país. Recibió con un cordial abrazo a mi padre, después fijó su mirada en mí, me dijo que yo debía ser Amadou, mi padre asintió y nos invitó a entrar en su casa.
Era más grande de lo que yo había juzgado en un primer momento, tenía alfombras solemnes por todo el suelo y unas tazas de té con decoraciones muy bonitas. Nos hizo salir a un amplio patio en el que dos burros y cuatro corderos se cocían, literalmente, por el sofocante calor. Nos colocamos debajo de un toldo, sentados sobre una estera con dos cojines que a mí me parecieron muy cómodos.
—Esperad aquí.
Yaya entró en la casa, mi padre y yo permanecimos en silencio durante los cinco minutos que tardó en salir de nuevo. Lo hizo con un narguile y una tetera, empezó a marear el té de un vaso a otro para darle cremosidad, el aroma a hierbabuena impregnó el patio rápidamente. Sirvió un té para cada uno y empezó a fumar el narguile.
—Bueno, ¿qué tal la familia? —preguntó Yaya para romper el hielo.
—Muy bien, aquí tienes a mi hijo Amadou, ¿no te dije lo guapo que era? —y ambos echaron una risotada.
Yaya me cogió de la mandíbula inferior e hizo que le enseñase el hueco que había dejado mi diente en la boca.
—Vaya, estos tuaregs no respetan ya ni a los niños.
—Con todos mis respetos, no soy un niño, ya tengo diecisiete años.
Esta respuesta sorprendió mucho a mi padre, el respeto hacia los mayores es algo sagrado en Mali, y el viejo Moussa no se esperaba que yo respondiera con esa gallardía; sin embargo, a Yaya no pareció importarle.
—Ya lo creo que lo eres —respondió, mientras expulsaba el humo por la boca y pasaba la manguera a mi padre para que fumase—. Aunque espero que llegado el momento estés a la altura.
Mi padre fumó y, aunque yo sabía que fumaba a veces cuando se juntaba con amigos, hacía mucho tiempo que no le veía hacerlo y me resultó extraño. Después de tres caladas, me pasó el narguile a mí, lo que me descolocó del todo. Hubo un momento de duda, pero Yaya me hizo un gesto para que fumase, miré a mi padre y este asintió con toda naturalidad. Yo no había fumado nunca, pero era algo que despertaba mi curiosidad, así que aspiré por el tubo. Enseguida empecé a toser ante la risa de mis dos acompañantes.
—Le queda mucho por aprender —le dijo Yaya a mi padre.
—Es un chico inteligente, aprenderá rápido —agregó mi padre, mientras le daba un sorbo largo a su espumeante té.
—Te lo diré sin rodeos, Moussa —empezó diciendo Yaya—. Ya han tomado dos de los cinco pueblos que componen esta comarca. Y esto es solo el principio; según dicen, están muy bien armados. —Hizo una pausa para beber un sorbo y continuó—: Es solo cuestión de tiempo que tomen también los tres pueblos restantes y, una vez que hagan eso, empezarán a bajar un poco hasta lo que ellos consideran los límites de sus territorios.
—Pero, ¿qué es lo que quieren? —preguntó mi padre.
—La independencia, quieren hacer un estado independiente de Mali, un estado tuareg, en el que campen a sus anchas y en el que ellos tengan el poder y el control de estas tierras, sin depender para nada del yugo de Bamako. Quieren dominar por entero el Azawad1.
—Pero si aquí no hay nada, ¡aquí solo hay polvo! —intervine lleno de ira.
—No te falta razón, hijo —dijo Yaya—. Pero ellos lo consideran su polvo, dicen que llevan viviendo aquí desde hace muchísimos siglos y no quieren que sus costumbres se pierdan, quieren perpetuar su modo de vida. Yo los conozco bien y son tozudos, sé que no cejarán en su intento hasta que lo consigan o hasta que los aniquilen a todos.
—¿Tú qué crees que pasará? —preguntó