El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero

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El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero

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muchos muertos. En mi opinión, la cosa cambiaría si Francia, nuestros antiguos jefes, nos ayudasen; pero, sinceramente, no creo que lo hagan. Como dijo tu hijo, aquí solo hay polvo. Y tampoco creo que a occidente le interese mucho que nos matemos en esta parte del mundo. El asunto es muy delicado.

      —Pero el ejército de Mali es poderoso y puede plantarles cara. —Mi padre dijo esto más por darme esperanza que porque verdaderamente lo creyese.

      —No será una guerra al uso —siguió Yaya—. Será una guerra de guerrillas. Ellos conocen el desierto mejor que nadie e irán tomando los pueblos que ellos consideren legítimos uno a uno. No será una guerra en terreno abierto, donde tendrían las de perder, y no creo que se les ocurra ir a Bamako, allí el ejército los arrasaría. Pero se rumorea que en poco tiempo tomarán Tombuctú y Kidal. Esta gente del desierto no tiene escrúpulos y ya he escuchado historias terribles de lo que han hecho en los dos pueblos que han tomado. Moussa, deberías haber colaborado con ellos. Has sido un viejo estúpido.

      Yo miré a mi padre para que me diese explicaciones, pero no pude arrancarle ni una sola palabra. Mi padre enseguida cambió de tema para no continuar por ese camino la conversación, pero ante lo evidente de la tensión de mi mirada le dijo a Yaya:

      —Eso nunca, no quiero ser cómplice y vivir con esa losa el resto de mi vida.

      —Son solo negocios, Moussa. Tú y yo somos gente de negocios, si cambiases de idea yo creo que a lo mejor se apiadarían de ti.

      —La decisión está tomada. Hoy estoy aquí con mi hijo para lo que habíamos hablado, sigue en pie, ¿no es así?

      —Claro que sí, soy un hombre de palabra. ¿Has traído el dinero?

      —Sí, pero vamos adentro. Amadou, hijo, quédate aquí un momento.

      Los dos hombres entraron en la casa y yo me quedé fumando y bebiendo solo. La situación me parecía de lo más surrealista. Por un lado, me sentía bien porque estaba siendo tratado como un adulto, pese a que no me habían permitido entrar en la casa para el intercambio del dinero; pero, por otro lado, me estaba enterando que en mi pacífico y tranquilo país se estaba declarando una guerra civil. ¿Qué sería de mi familia y de mis amigos? ¿Qué sería del futuro de Mali? Negaba dentro de mi cabeza lo que acababa de oír, no podía ser verdad. Pero, en el fondo de mi corazón, sabía que sí lo era. ¿Qué era eso de lo que hablaba Yaya, que mi padre se había negado a colaborar? Conocía a mi padre y sabía que no mencionaría lo sucedido, y menos delante de Yaya, pero en cuanto estuviésemos solos en el camión le abordaría a preguntas hasta sonsacarle la verdad.

      Los oí discutir durante un rato, no lograba entender de qué hablaban, aunque escuché varias veces la palabra Marruecos y, alguna vez, la palabra Mauritania. Mi padre, un hombre inmutable, estaba elevando el tono de voz, en un registro que yo no conocía. Al cabo de unos quince minutos, los dos hombres salieron al patio como si no hubiese sucedido nada. Terminaron sus tés y fumaron del narguile. Permanecimos en silencio durante un buen rato. Cuando el humo del narguile empezó a ser casi inexistente dejaron la manguera a un lado.

      Empezó mi padre:

      —Amadou, como te dije en el camión, si a mí me pasa algo, debes ir de inmediato a buscar a Babá, el padre de Seidy, y te traerá hasta aquí. Yaya te llevará hasta la costa de Marruecos, donde en una barca llegarás a las Islas Canarias, territorio español y europeo.

      —Pero… —empecé a decir.

      —No hay peros que valgan, hijo —me cortó de raíz.

      —He dado mi palabra a tu padre, Amadou, y así lo haremos —zanjó Yaya.

      Sentí ganas de rebatirles, pero hubiese sido una gran falta de respeto, así que opté por guardar silencio.

      —Acabo de pagar lo acordado a Yaya para que así sea. Cuando lleguemos a casa te daré más dinero para los imprevistos del camino, pero a Yaya ya no tendrás que pagarle nada. Es importante que lleguéis al pueblo de noche. Babá ya lo sabe, de día sería muy peligroso. No puedes hablar de esto con nadie del pueblo, ni con tus hermanas, cuanto menos sepan, mejor, ni siquiera con Faiatu. Tu madre sí lo sabe, pero te recomiendo que actúes como si no pasase nada.

      —Es lo mejor —puntualizó Yaya.

      Me parecía estar viviendo un sueño, mejor dicho, una pesadilla. Si no fuese por la solemnidad con la que hablaban estos hombres, pensaría que me estaban gastando una broma de mal gusto. La intervención de Yaya me hizo salir de mi aturdimiento mental.

      —Es hora de que os vayáis, Moussa. No conviene que os vean en mi casa. Últimamente las paredes tienen oídos.

      Los dos hombres se dieron un abrazo sincero. Sabían que sería la última vez que se verían con vida. Al separarse, se quedaron un rato mirándose a los ojos, sin decir nada, pero expresando una multitud de emociones. Aquel hombre al que debería acudir si a mi padre le pasaba algo tendría que haber sido un gran amigo de Moussa; sin duda, habrían compartido infinidad de momentos y anécdotas, su complicidad era evidente. Sabía el aprecio que mi padre me tenía y, aunque nunca me lo había dicho, sabía que me quería mucho y que no dejaría mi vida en las manos de nadie que no fuese de su total confianza.

      —Que la paz sea contigo, Yaya. Protege a mi hijo.

      —Y contigo la paz, Moussa. Lo haré con mi vida si es preciso. Te he dado mi palabra, viejo amigo. Mucha suerte. —Después, se dirigió hacia mí y, con una mirada desgarradora, me dijo—: Recuerda que has de venir de noche, entrad en el pueblo con las luces apagadas. Trae lo justo e indispensable, no vamos a tener mucho espacio. No olvides traer agua y comida. Cruzar el desierto no es nada fácil, mi joven amigo. Que la paz sea contigo —me dijo mientras me ponía la mano en el hombro.

      —Y contigo la paz —le respondí.

      Nos metimos en el camión entre un silencio sepulcral. Atravesamos el pueblo ante la aburrida mirada de quienes nos encontrábamos, ajenos a la suerte que iban a correr dentro de muy poco tiempo, como si aquello que nos acababa de contar Yaya no fuese con ellos. Y, en realidad, así lo parecía. Nada en sus caras hacía presagiar miedo o preocupación, aquellas gentes vivían en su propio mundo. Su tranquilo mundo rutinario, tal y como lo habían hecho durante generaciones y generaciones. No sabían que en menos de una semana su aldea quedaría reducida a cenizas.

      La vuelta a casa transcurrió con un silencio muy incómodo. Una vez que dejamos Djennai en el retrovisor del camión, interrogué a mi padre sobre lo que Yaya había mencionado. Le pregunté sin rodeos por qué no había querido colaborar con los tuaregs y que, según su amigo, podría salvarle de su tétrico destino. Necesitaba saber qué era aquello con lo que, según mi padre, no podría vivir en el supuesto caso de haber colaborado. Lo único que recibí como respuesta fue una negativa, alegando que cuanto menos supiese del asunto mejor para mí, para mis hermanas y mi madre.

      Insistí con la pregunta, mil ideas de las hipótesis que yo barajaba se apoderaban de mi mente, pero mi padre no dio su brazo a torcer. El resto del camino lo pasamos en absoluto silencio, y solo fue interrumpido por mi padre para cerciorarse de que había entendido bien lo que debería hacer llegado el momento.

      Cuando apagó el motor y nos disponíamos a bajar del camión, mi padre me cogió del brazo, me miró fijamente y me pidió que no hablase de esto con nadie. No convenía involucrar y preocupar a la gente, ni siquiera a Seidy ni a Faiatu. Me hizo jurarlo, y así lo hice.

      Al entrar a casa, mi madre nos escudriñó sin decir ni una sola palabra, pero sin duda ella

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