Muerte en el barro. Miguel Ángel Císcar
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Читать онлайн книгу Muerte en el barro - Miguel Ángel Císcar страница 6
—Es Juana, la mujer de Pedro —observó Teresa en un susurro a espaldas de los inspectores.
—Buenas, señora, somos de la Policía. Quisiéramos hablar con su marido —expuso Galán escudriñando con disimulo el pasillo por encima de la cabeza de la mujer. Una puerta entreabierta separaba el recibidor del resto de habitaciones—. Es referente a su vecino Miguel.
—¡¡Pedro!! ¡¡Sal!! —gritó la mujer girando la cabeza hacia el interior de la vivienda. Buscó a Teresa con la mirada tras los hombros de los policías—. ¿Qué pasa, bonica? ¿Han encontrado ya a tu hermano?
—Sí Juana, sí… Se ha confirmado lo peor. Los señores quieren hacerle unas preguntas a Pedro.
Pedro Sanjuán acudió a la llamada, pausado, el cigarrillo en la boca y un periódico doblado bajo el brazo. Sobrepasaba los 40 años, de baja estatura pero fibroso. En su cara angulosa brillaban unos ojillos ratoniles. Iba en mangas de camisa y sus zapatos lucían lustrosos a pesar del barro de las calles.
—Pero bueno… ¿A qué se debe el honor? La Brigada Criminal en mi humilde morada —manifestó con seguridad al ver a los inspectores plantados en el umbral.
Galán y Sánchez cruzaron sus miradas y sonrieron al reconocer de inmediato a Pedro Sanjuán, también conocido como Pedrito el Nano o el Piernas. Un ladrón con varias detenciones, la mayoría por robos con escalo, en los que había demostrado una asombrosa pericia por su agilidad y rapidez de ejecución. Tampoco era desdeñable su habilidad con las ganzúas. Hasta donde ellos sabían parecía rehabilitado y ahora una parte de sus ingresos procedía de los servicios que ofrecía como confidente a la sección de atracos de Ruzafa. No era raro verlo zascandilear por comisaría o de compadreo en los bares con guardias e inspectores.
—Hombre, Pedrito, menuda sorpresa, no esperábamos que el buen samaritano fueras precisamente tú —apuntó Galán. Con recato la mujer con el niño hizo mutis hacía la cocina.
—¿Qué queréis? —preguntó desabrido Pedro.
—Que nos hables de tu vecino Miguel. Como puedes suponer lo hemos encontrado cadáver dentro de tu coche —replicó impaciente Sánchez.
—Bueno… En realidad me lo esperaba. Como llovía le dejé el coche para ir a la faena. No era la primera vez que lo hacía, aquí su hermana Teresa os lo puede confirmar —afirmó suspicaz señalando a la joven con el cigarrillo humeante en la mano.
—¿Y eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó Sánchez.
—Pues no sé qué queréis que os diga… Di una batida por los alrededores de la fábrica del muchacho para ver si encontraba el coche. Pero fue imposible. Lo di por perdido. Acabé dando parte a los municipales por si aparecía por un casual… Pero no he recibido ninguna noticia. ¿Me podéis explicar qué pasa? ¿Dónde cojones lo habéis encontrado?
Galán comenzaba a dudar que Pedrito Sanjuán estuviera implicado en aquella muerte. A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría asesinar al vecino en su propio coche, a pocos metros de casa y aparecer tan tranquilo fumando, periódico en mano.
—Alguien se lo cargó, y desde luego no fue el río —añadió lacónico Galán—. Mira, Pedrito acompáñanos a comisaría, te tomaremos declaración y allí nos explicas todo lo que sabes.
—¿Se lo cargaron? ¿Asesinado, queréis decir? ¿Y en mi coche?
—Sí señor —replicaron al unísono.
—¡Joder! Pero si no tengo ni puta idea de eso. Es la primera noticia… ¡Mecagoendios!
—¡Déjate de hostias y vámonos! —sentenció Galán.
—Dejadme al menos que coja la chaqueta y le explique a la parienta que me lleváis a comisaría…
Pedro Sanjuán se dirigió hacia el interior de la vivienda juntando tras de sí la puerta del recibidor.
Los inspectores se removieron inquietos esperando en el angosto vestíbulo. Pasado un minuto Galán y Sánchez cruzaron una mirada desconfiada.
—¡¡Pedro!! ¡Estamos esperando! —chilló Sánchez hacia el pasillo entreabriendo la puerta.
Pero nadie contestó.
—¿Dónde se ha metido este cabrón? —comenzaron a mascullar mientras avanzaban pasillo adentro abriendo puertas y buscando ávidamente en las habitaciones.
—¿Y tu marido? —preguntó Galán al llegar a la cocina. La mujer se sobresaltó con el cazo en la mano. El niño jugaba en el suelo de linóleo con un camión de madera.
—¡Y yo que sé, estaba con vosotros!
Galán salió de la cocina, llegó a la última habitación del pasillo y vio a Sánchez asomado a la ventana pistola en mano.
—¡¡alto!! ¡Párate o disparo! —bramó Sánchez.
—¡No seas loco! Guarda la pipa —recriminó Galán empujando a Sánchez a un lado.
Miró por la ventana y vio la coronilla de Pedrito, que descendía pegado a la pared del edificio como una lapa. Se descolgaba por la tubería de plomo y ya estaba a nivel del segundo piso.
—¡Vigila por dónde tira! ¡Voy a ver si pillo a ese imbécil! —espetó Galán corriendo hacia la salida y arrollando a Teresa que, desde el recibidor, miraba estupefacta la escena.
Sánchez volvió a asomarse, vio como el Nano se caía de la tubería sobre el barro, se incorporaba a trompicones y comenzaba a correr sorteando los escombros, torciendo a la derecha al llegar a la calle Baja.
Viendo la dirección que tomaba, el subinspector se precipitó hacía el rellano y, por el hueco de la escalera, gritó a Galán que llegaba al patio.
—¡¡Se va hacia el río!!
—¡¡Oído!! —respondió Galán saliendo por la puerta.
El policía comenzó a correr todo lo que daban sus piernas sobre el asfalto enfangado, esquivando montículos de muebles rotos, colchones, maderas y cañas. Al llegar a la calle Baja torció a la derecha. Algunos tranvías ya comenzaban a circular por Blanquerias y era una buena vía de escape si lograba confundirse entre los pasajeros. Se dirigió hacia el río, que ahora bajaba manso. Llegó a la altura de la vivienda derruida donde había quedado sepultado el coche con Miguel en su interior. Obreros y bomberos sacaban a mano escombros a los contenedores. Un pequeño buldozer vertía cascotes en el volquete de una camioneta.
—¡Soy policía! ¿Habéis visto pasar corriendo a un tío flaco? —preguntó a voz en grito a los operarios que desescombraban.
—¡Por aquí no ha pasado nadie! —contestó un bombero que cargaba una viga al hombro.
Volvió sobre sus pasos lanzando miradas al final de la calle y vigilando los portales de las viviendas. Dudó entre dirigirse hacia la Plaza de San Jaime o torcer hacia la populosa plaza de Mossen Sorell. Optó por lo último, imaginando a Pedrito camuflado en los aledaños del mercado.
Sobrepasó un carro tirado por un caballo alazán que transportaba