Muerte en el barro. Miguel Ángel Císcar

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Muerte en el barro - Miguel Ángel Císcar

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húmeda alcanzó las afueras del pueblo.

      Su primo Tomás Sanjuán vivía en la Calle del Pilar, un barrio de viviendas baratas de dos plantas, corral y entrada para carro. La casa lindaba con la carretera que unía Picaña con el vecino pueblo de Paiporta. Más allá todo eran huertos de naranjos y tierras en barbecho. Cuando el Nano llegó al portal, llamó al timbre pero no sonó, o al menos no lo oyó sonar. Golpeó febril la puerta con la palma de la mano. Nadie abría. Volvió a aporrear la puerta. «Ya va», oyó que voceaban por dentro de la casa.

      Tomás Sanjuán abrió y se quedó boquiabierto al ver a su primo apoyado en el marco de la puerta. Más enflaquecido, derrengado, el pelo crespo y el pantalón húmedo hasta las ingles; intentaba hablar pero apenas emitía un hilo de voz.

      —Pero Pedro… ¿qué es lo que te ha pasado? —preguntó cogiéndolo del brazo.

      —Tomás, primo, tienes que esconderme. Por tu padre, escóndeme.

      6

      La casa de comidas Los Pedralvinos reabría sus puertas tras una semana cerrada. Habían aprovechado la escasez de suministro para ultimar pequeñas reparaciones y darle una mano de pintura al local. Galán y Sánchez solían frecuentarlo, ya que quedaba a diez minutos escasos de comisaría. Ese día no fue la excepción.

      —Hoy tenemos plato único: arroz al horno, y podemos poner una ensalada al centro —informó la camarera—. ¿Qué les pongo de beber?

      —El vino de la casa y agua mineral con gas, que mi compañero no tiene el día muy católico —comentó Sánchez desplegando la servilleta sobre el muslo.

      Galán salió de los lavabos y se aposentó frente a su colega, mientras la camarera servía las bebidas. Había intentado limpiarse los bajos del pantalón y los zapatos, pero estaban tan acartonados que dudaba que se pudieran recuperar. La persecución a Pedro Sanjuán le había dejado exhausto.

      —¿Qué le pasa? Tiene mala cara —preguntó la muchacha.

      —No es nada, Mari; la tripa, que no la tengo muy entonada.

      —Será por la gripe, seguro. Aquí tenemos a la mitad de baja. Si quiere le puedo pasar por la plancha un filete, aunque hoy no tenemos mucha oferta, como podrá comprobar.

      —Tranquila, el arroz estará bien.

      Se sirvieron vino en las copas y bebieron al unísono un largo trago. Atacaron la ensalada mientras esperaban el plato de arroz.

      —¿Dónde has colocado a la mujer de Pedrito? —preguntó Galán.

      —La he dejado en el 2º confesionario. El chiquillo se lo ha quedado la hermana de Planells, esa a la que no quitabas ojo… —comentó Sánchez libidinoso con los labios brillantes—. Bien buena está la condenada.

      —Céntrate y recapitulemos. A priori no podemos descartar que el objetivo fuera Miguel Planells. Podría ser que alguien quisiera eliminarlo o quizá haya sido algo fortuito, un robo… —aventuró Galán, bajando la voz cuando la camarera dispuso los platos en la mesa—. Aunque para ser un robo extraña que no le afanaran la cartera ni nada de valor. Desde luego la reacción de Pedrito el Nano ha sido rara de cojones.

      —Es probable que tuviera miedo y entrara en pánico por si le acusábamos de algo. Ese saltimbanqui nunca ha estado muy templado —masculló Sánchez con la primera cucharada de arroz en la boca.

      —Ya, pero Pedrito tiene mucha mili para caer en esas pifias. Si no tenía nada que ver bien podía haberse mantenido en sus trece. Incluso la hermana del difunto apoyaba su versión. Parece que no era la primera vez que le dejaba el coche.

      Quedaron en silencio varios minutos dando buena cuenta del plato. Galán comenzaba a reponerse y notó una modorra placentera tras el primer vaso de vino. Volvió a llenar las copas. Apurando los últimos granos, Sánchez habló pausado escrutando los ojos de Galán.

      —Igual ese bobo no tenía miedo a venirse con nosotros, sino a que el asesino de Planells rectificara el error —dijo Sánchez—. Quizá el Nano vio claro quién era el verdadero destinatario de las balas y decidió poner tierra de por medio.

      —Eso parece bien traído. O que Miguel y el Nano llevaran algún chanchullo entre manos, pero no sé, no acabo de verlo… Por lo que sabemos de Miguel no me lo imagino metiéndose en líos. Cuando acabemos de comer yo me quedo en comisaría y tú te acercas a Macosa. Habla con el encargado, los compañeros de Miguel y con el infiltrado de la Social. Mira si te informan de novias o amistades fuera de la fábrica o de algún asunto político…

      —¿Y el coche de Pedrito? Igual valdría la pena que la científica lo revisara.

      —Eso si supiéramos dónde para esa chatarra… Se podría buscar en los depósitos municipales pero dudo que encontráramos alguna pista tras la riada y el derrumbe.

      —Mari… ¿qué tenemos de postre? —preguntó Sánchez a la muchacha que pasaba cargada con los platos en equilibrio.

      —Hoy todo de lata. Tenemos pijama, con flan pero sin nata.

      —Bonito pareado. Adelante con los postres. Y tráenos también dos cafés bien «tocaditos» —ordenó Sánchez mientras daba fuego con el Zippo al cigarrillo de Galán.

      Solo había dos habitaciones en la comisaría a las que llamaban «sala de interrogatorios» y eran angostas como tumbas. No tenían ventanas, las paredes de cemento estaban sin lucir y una bombilla pendía del techo con la potencia justa para iluminar la mesa y las dos sillas, único mobiliario de la estancia. En realidad eran dos antiguos calabozos en la planta baja reconvertidos con ese fin, aunque no era raro que en caso de necesidad se usaran como celdas improvisadas.

      Juana permanecía sentada en una de las sillas. Cabizbaja, se estiraba nerviosa la manga de la rebeca. El gancho del pelo se le había soltado y un mechón colgaba desmochado sobre su frente. Galán daba vueltas lentamente a la mesa, situándose con frecuencia a espaldas de la mujer. Olía su perfume mezclado con el sudor dulzón de sus axilas. El inspector ojeaba parte de la documentación, incluyendo la ficha policial de Pedrito Sanjuán.

      —Tu nombre es Juana Marques, 32 años, natural de Requena. Casada con Pedro Sanjuán —leyó Galán protocolario—. Un hijo en común de 2 años. Con domicilio en Valencia, en la Calle Portal de Valldigna nº15, 3º piso, puerta 3. Y por lo que veo sin antecedentes penales. ¿Es correcto?

      —Sí señor —contestó áspera sin levantar la mirada—. ¿Sabe dónde está mi hijo?

      —Está con tu vecina, por eso no te apures. Solo preocúpate de contestar lo que te pregunte. Cuando antes acabemos antes te irás a casa. ¿Entendido?

      —Sí señor.

      —Bueno, tu marido, por lo que estoy leyendo, es una buena pieza. Detenido en varias ocasiones por hurto, robo con violencia, estafa… Por otro lado, nada que tú no sepas, claro.

      —Pedro ya cumplió y ahora está limpio. Eso es agua pasada. Incluso ayuda a la Policía. Aquí precisamente, en esta comisaría sé que tiene buenos amigos —respondió intentando demostrar entereza.

      —Sí, ya conocemos a sus amigos. Pero quiero que me saques de dudas. Si ya no ejerce su antiguo oficio… ¿cómo se gana ahora la vida? Me extraña que los chivatazos alcancen para vivir

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