Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Si se tenía en cuenta su rudo aspecto personal, la poética delicadeza de Arthur Jermyn era mucho más evidente. La mayoría de los Jermyn había tenido una pinta particularmente extraña y desagradable, pero el caso de Arthur era asombroso. Era difícil decir con precisión a qué se parecía, no obstante, su expresión, su ángulo facial y la longitud de sus brazos generaban un gran rechazo en quienes lo veían por primera vez.
Sin embargo, el carácter y la inteligencia de Arthur Jermyn compensaban su rara apariencia. Culto y poseedor de un gran talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado a recuperar la reputación intelectual de su familia. Planeaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología africanas usando la magnífica, aunque extraña, colección de Wade. No obstante, su temperamento era más poético que científico. Llevado por su imaginativa mentalidad, pensaba con frecuencia en la prehistórica civilización en la que había creído absolutamente el loco explorador e imaginaba, relato tras relato, los alrededores de la misteriosa ciudad de la selva que era mencionada en sus últimas y más extravagantes anotaciones. Las veladas palabras sobre una feroz y desconocida raza de híbridos de la selva, le producían un confuso y mezclado sentimiento de terror y atracción al imaginar el posible fundamento de tal fantasía y al tratar de encontrar alguna pista en los datos recogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los Onga.
Después de la muerte de su madre en 1911, Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final. A fin de obtener el dinero necesario, vendió parte de sus propiedades, preparó una expedición y zarpó rumbo al Congo. Con ayuda de las autoridades belgas contrató a un grupo de guías y pasó un año en las regiones de Onga y Kaliri. Allí logró obtener muchos más datos de lo que él esperaba. Entre los Kaliri había un jefe anciano llamado Mwanu que poseía un grado de inteligencia excepcional junto a una gran memoria, además, de un profundo interés por las tradiciones antiguas. El anciano confirmó la historia que Jermyn había escuchado, añadiendo, tal como él la había oído contar, su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos.
Según Mwanu, la ciudad de piedra y las criaturas híbridas habían desaparecido hacía muchos años, eliminadas por los belicosos N’bangus. Esta tribu, después de matar a todos los seres vivientes y destruir la mayor parte de los edificios, se había llevado a la diosa disecada que había sido el objetivo de la incursión: la diosa-mono blanca. Las tradiciones del Congo atribuían a su cuerpo, que había reinado como princesa entre ellos y que era adorada por extraños seres. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron tener aquellos seres blancos y simiescos, pero estaba convencido de que ellos eran quienes habían construido la ciudad que estaba en ruinas. Jermyn no logró formarse una opinión muy clara, pero después de infinitas preguntas logró una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.
Se decía que la princesa-mono se convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Ambos reinaron en la ciudad durante mucho tiempo, pero se marcharon de la región al nacer su hijo. Luego, el dios y la princesa regresaron y al morir ella, su esposo había ordenado momificar el cuerpo, entronizándolo en una gigantesca construcción de piedra donde era adorado. Luego volvió a marcharse solo. En este punto la leyenda tenía tres variantes. De acuerdo con la primera versión, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de poder para la tribu que la poseyera, razón por la que los N’bangus se habían apoderado de ella. La segunda versión, hacía mención al regreso del dios y su muerte a los pies de la entronizada esposa. Y la tercera, mencionaba el retorno del hijo ya hombre —o mono o dios, según el caso—, pero ignorante de su identidad. Era innegable que los imaginativos africanos habían sacado el máximo provecho de aquel misterio que subyacía debajo de la extravagante leyenda, fuera lo que fuese.
A principios de 1912, Arthur Jermyn dejó de dudar de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito y no se sorprendió cuando encontró lo que quedaba de ella. Pudo comprobar que se habían exagerado las dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un tradicional poblado negro. Lamentablemente, no logró encontrar ninguna representación escultórica, y lo reducida de la expedición no le permitió hacer el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a un sistema de criptas mencionado por Wade. Interrogó a todos los jefes y nativos de la zona acerca de la diosa momificada y los monos blancos, pero quien pudo ampliarle la información que le había dado el viejo Mwanu fue un europeo. M. Verhaeren, era un agente belga de una fábrica en el Congo que creía no solo que podía localizar, sino también que podía conseguir, a la diosa momificada de la que había oído hablar ligeramente. Los que en otro tiempo eran los poderosos N’bangus, ahora eran sumisos servidores del gobierno del rey Alberto, por lo que podría convencerlos sin mucha dificultad para que se desprendieran de aquella fea deidad de la que se habían apoderado. Cuando Jermyn partió nuevamente para Inglaterra, lo hizo animado con la esperanza de que, en unos pocos meses, podría recibir la inapreciable reliquia etnológica que confirmaría la más extraña de las historias que sostenía su antepasado, la cual era la más disparatada de cuantas él había escuchado. Aunque tal vez, los campesinos que vivían alrededor de la Casa de los Jermyn habían escuchado historias aún más extravagantes que aquella, alrededor de las mesas del Knight’s Head.
Arthur Jermyn esperó pacientemente la caja que enviaría M. Verhaeren, mientras, estudiaba con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con Wade y buscaba rastros de su vida personal en Inglaterra, igual que de sus hazañas en África. Sobre su misteriosa y recluida esposa, había numerosas narraciones orales pero no había ninguna prueba palpable de su estancia en la Mansión Jermyn. Arthur se preguntaba cuáles circunstancias pudieron provocar tal desaparición e imaginó que la razón principal debió de ser la enajenación mental de su marido. También recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués establecido en África. Estaba claro que el sentido práctico que había heredado de su padre y su conocimiento del Continente Negro, aunque superficial, lo habían motivado a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el Congo y eso era algo que un hombre como él no habría olvidado. Ella había muerto en África, donde su marido, sin duda, la llevó a la fuerza decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn comenzaba con estas reflexiones, siglo y medio después de la muerte de sus antepasados, no podía menos que sonreír ante su poca trascendencia.
En junio de 1913, llegó una carta en la que M. Verhaeren le notificaba que había encontrado la diosa disecada. En ella, escribió el belga que se trataba de un objeto excepcional, imposible de clasificar para un inexperto. Que solo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano. Aun así, sería muy difícil la clasificación debido a su estado de deterioro. En el Congo, el tiempo y el clima no son favorables para las momias, especialmente, cuando han sido preparadas por aficionados, como parecía haber ocurrido en este caso. Rodeando el cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que tenía un relicario vacío con emblemas nobiliarios, sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero a quien debieron de arrebatárselo los N’bangus, para colgárselo a la diosa en el cuello a modo de amuleto. M. Verhaeren, hacía una fantástica descripción comentando las facciones de la diosa, más bien, aludía jocosamente lo mucho que iba a sorprenderse su corresponsal al recibirla, pero estaba profundamente interesado desde el punto de vista científico para extenderse en trivialidades. Anunciaba que la diosa momificada llegaría, debidamente embalada, un mes después que su carta.
La tarde del 3 de agosto de 1913, fue recibido el envío en Casa de los Jermyn, siendo inmediatamente trasladado a la sala que alojaba la gran colección de ejemplares africanos, tal como los habían ordenados Robert y Arthur. Lo que sucedió después puede deducirse de lo que contaron los criados y del resultado que arrojaron los objetos y documentos que fueron examinados después.
De las diferentes versiones, la del anciano Soames, mayordomo de la familia, es la más amplia y coherente. De acuerdo con este fiel servidor, Arthur ordenó que todo el mundo se retirase de la habitación