Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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menos de un cuarto de hora más tarde se escuchó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido, salió Jermyn del lugar y, como un loco, echó a correr en dirección a la entrada como perseguido por algún terrible enemigo. La expresión de su rostro —que ya era bastante horrible— era indescriptible. Cuando llegó a la puerta, pareció que pensó en algo, dio media vuelta y corriendo, desapareció finalmente por la escalera del sótano.

      Los criados se quedaron estupefactos mirando en lo alto, pero el señor no regresó. Eso sí, les llegó un olor a gasolina. Ya de noche escucharon el ruido de la puerta que comunicaba el patio con el sótano y el mozo de cuadra vio salir sigilosamente a Arthur Jermyn, todo bañado en gasolina, y desaparecer hacia el negro páramo que bordeaba la casa. Luego, todos presenciaron un final de máximo horror, en el páramo surgió una chispa, se elevó una llama y una columna de fuego humano llegó hasta el cielo. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir.

      En el objeto que se encontró luego en la caja está la razón por la cual los restos carbonizados de Arthur Jermyn no fueron recogidos para ser enterrados. La visión de la diosa disecada era una visión nauseabunda, arrugada y consumida, pero era indudablemente un mono blanco momificado de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente muy próximo al ser humano... exageradamente próximo. Hacer una descripción detallada resultaría terriblemente desagradable, pero hay dos detalles que merecen ser mencionados, ya que encajan de manera precisa con algunas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas y con las leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son: los emblemas nobiliarios del relicario de oro que la criatura llevaba en el cuello eran los de la familia Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren al parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso y terrible espanto, nada menos que al rostro del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y de su desconocida esposa.

      Los miembros del Real Instituto de Antropología quemaron aquella momia, tiraron el relicario a un pozo y todos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.

       Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His Family: escrito en 1920 y publicado en 1921.

      Kuranes vio en un sueño la costa y la ciudad del valle que se prolongaba más allá y el pico nevado que se alzaba sobre el mar y las naves que salían del puerto con alegres colores rumbo a aquellas lejanas regiones donde el mar se unía al cielo. También, fue en un sueño donde recibió el nombre de Kuranes, ya que cuando él estaba despierto tenía otro nombre. Él era el último miembro de su familia por lo que tal vez le resultó natural soñar un nuevo nombre. También estaba solo entre los indiferentes millones de londinenses, de modo que no eran muchos quienes hablaban con él y quienes recordaban quién había sido. Él había perdido sus tierras y sus riquezas, por lo que lo tenía sin cuidado la vida de las personas a su alrededor. Él prefería soñar y escribir lo que soñaba.

      Sus escritos hacían reír a quienes los leían, por lo que después de un tiempo decidió guardarlos para sí hasta que finalmente dejó de escribir. Mientras más se aislaba del mundo que le rodeaba más maravillosos eran sus sueños, por lo que habría sido totalmente inútil tratar de transcribirlos al papel. Kuranes era un hombre viejo y no pensaba como los otros escritores. Mientras aquellos se esforzaban en mostrar con pasmosa fealdad lo repugnante que es la realidad y despojar la vida de sus bordados ropajes de mito, Kuranes tan solo buscaba la belleza. Cuando no lograba revelar la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía y en la ilusión, en cuyo mismo origen la encontraba entre los brumosos recuerdos de los cuentos y los sueños de niñez.

      No todas las personas reconocen las maravillas que guardan para sí mismas los relatos y visiones de su propia juventud, pues en nuestra niñez escuchamos y soñamos y tenemos pensamientos a medias sugeridos, pero cuando llegamos a la madurez y tratamos de recordarlos, el veneno de la vida nos ha vuelto torpes y ordinarios. Muchos de nosotros despertamos durante la noche con extraños fantasmas de montes y jardines encantados, de fuentes que le hablan al sol y dorados acantilados que se asoman a unos mares susurrantes, de llanuras que se extienden alrededor de ciudades soñolientas de bronce y de piedra, y sombrías compañías de héroes que galopan sobre sus ataviados caballos blancos por los linderos de densos bosques. Entonces sabemos que hemos vuelto a mirar, a través de la puerta de marfil, hacia ese mundo maravilloso que nos pertenecía antes de alcanzar la sabiduría y la infelicidad.

      Kuranes regresó de pronto a su viejo mundo de la niñez. Había estado soñando con el lugar donde había nacido, una construcción de piedra cubierta de hiedra, donde habían vivido tres generaciones de sus antepasados y donde él había esperado morir. La luna brillaba y Kuranes había salido silenciosamente a la fragante noche de verano, atravesó los jardines, bajó por las terrazas, dejó atrás los inmensos robles del parque y caminó el largo camino que llevaba al pueblo. El pueblo se veía muy viejo y tenía su borde mordido como la luna cuando ha empezado a menguar. Y Kuranes se preguntó si los techos puntiagudos de las casas ocultaban el sueño o la muerte.

      En las calles había tallos de hierba muy larga y los cristales de las ventanas miraban ciegamente de uno y otro lado o estaban rotos. Kuranes siguió caminando trabajosamente, sin detenerse, como llamado hacia algún lugar. No se atrevió a detener ese impulso por temor a que resultase igual que las ilusorias solicitudes y aspiraciones de la vida despierta que no conducen a ninguna parte. Luego se dirigió hacia un callejón que salía de la calle del pueblo hacia los acantilados del canal y llegó al final de todo... a un precipicio. A un abismo donde el pueblo y el mundo caían súbitamente en un infinito vacío, y donde también el cielo estaba vacío y, allá delante, no lo iluminaban ni siquiera la luna mordida o las curiosas estrellas.

      La fe le había exhortado a seguir caminando hacia el precipicio, se arrojó al abismo por el que cayó flotando, flotando, flotando. Pasó oscuros y deformes sueños no soñados, esferas cuyo apagado brillo podían ser sueños apenas soñados y seres alados y sonrientes que parecían burlarse de todos los soñadores del mundo. Luego pareció que una grieta de claridad se abría en las tinieblas que tenía delante de sí y vio la ciudad del valle brillando espléndidamente allá abajo, sobre un fondo de mar y de cielo y una montaña coronada de nieve muy cerca de la costa.

      En el instante en que vio la ciudad, Kuranes despertó, sin embargo, supo con esa breve mirada que era Celefais, la ciudad del Valle de Ooth-Nargai, que estaba situada más allá de los Montes Tanarios, donde su espíritu había habitado durante la eternidad de una hora una tarde de verano, hacía mucho tiempo cuando había escapado de su niñera y había dejado que la cálida brisa del mar lo serenara y lo durmiera mientras veía las nubes desde el acantilado próximo al pueblo. Cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron a casa. Entonces protestó, porque precisamente en el momento en que lo hicieron volver en sí, estaba a punto de embarcar en un navío dorado rumbo a esas regiones seductoras donde el cielo y el mar se unen. Ahora, al despertar se sintió igualmente irritado, ya que después de cuarenta rutinarios años había encontrado su maravillosa ciudad.

      Pero Kuranes regresó a Celefais tres noches después. Como la vez anterior, soñó primero con el pueblo que parecía dormido o muerto y con el abismo al que debía bajar flotando silenciosamente, luego apareció nuevamente la grieta de luz, observó los brillantes minaretes de la ciudad, las graciosas naves fondeadas en el puerto azul y, mecidos por la brisa marina, los árboles ginkgo del Monte Arán. Pero esta vez no fue sacado de su sueño, así que descendió suavemente —como un ser alado— hacia la herbosa ladera hasta que sus pies descansaron suavemente en el césped. En efecto, había regresado al valle de Ooth-Nargai y a la espléndida ciudad de Celefais.

      Kuranes paseó en medio de fragantes hierbas y espléndidas flores, cruzó por el pequeño puente de madera —donde había tallado su nombre hacía muchísimos años— sobre el burbujeante Naraxa, cruzó a

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